TEATRO › COMO SI PASARA UN TREN, ESCRITA Y DIRIGIDA POR LORENA ROMANIN
Típica obra de familias disfuncionales, la pieza de Romanín vuelve a atizar la discusión acerca de si el tema no se ha vuelto una fórmula en la escena porteña, a la vez que se impone por la solidez de su dramaturgia y el talento de sus intérpretes.
› Por Paula Sabatés
“La obra es buena, lo que pasa es que estamos cansados de ver La omisión de la familia Coleman”, dice un espectador a su compañero mientras salen de la función de Como si pasara un tren, en alusión a que la pieza escrita y dirigida por Lorena Romanín vuelve a ensanchar el fenómeno teatral de las familias disfuncionales. “Entrar a ver teatro y que haya una mesa y dos sillas me predispone mal”, sigue el espectador. Su acompañante no coincide y se desata entre ellos un intercambio apasionante. La escena puede ser anecdótica pero resume una de las discusiones más interesantes que se dan en los últimos años y que permite pensar hasta qué punto este tipo de piezas es consciente de su pertenencia a un paradigma que sigue vigente y que tiene mucho éxito de convocatoria, sobre todo en el circuito independiente.
Es verdad: Como si pasara un tren es una típica obra de familias disfuncionales. Y es, también, una buena obra: sólida, bien construida, con personajes interesantes. Juan es un joven con algún retraso madurativo que vive en el interior de la provincia de Buenos Aires con su madre, una mujer absolutamente absorbente que explica parte del problema del protagonista. Valeria es su prima, a quien su madre envía a esa casa como castigo por haberle encontrado un cigarrillo de marihuana. Adolescente de ciudad, recién entrada a la universidad, la joven recibe eso como lo peor que puede pasarle, dado que su tía se comporta con ella igual que como con su hijo y no la deja ir sola al cyber del pueblo ni tomar un trago de alcohol.
Las tres actuaciones son sobresalientes (Guido Botto Fiora, Luciana Grasso y Silvia Villazur), así como la dramaturgia y dirección de la puesta en general, a cargo de la joven Lorena Romanín. La escenografía de Isabel Gual es, además de funcional, simbólica, porque juega con la idea de tren, que aparece en toda la obra como una obsesión del protagonista y una excusa para que florezca un profundo vínculo con su prima, que será eje del relato.
Y quizás también sea cierto que parte del público de Buenos Aires esté cansado del tipo de obras que ponen en primer plano a los vínculos, a la incomunicación y al dolor, y que haya espectáculos que se aferren a esa ¿fórmula? probada en la creencia de que es éxito seguro. Pero, ¿no es acaso un acto de valentía, como espectador, enfrentarse a ese tipo de materiales que siempre, de una forma u otra, por rebote o aproximación, duelen? ¿No es acaso un desafío, frente a tanto relato mediado por pantallas, estar presente en uno que sucede tan próximo, tan inmediato, tan crudo?
No cualquiera se “anima” al teatro porque el miedo es justamente toparse con dos sillas y una mesa y dos personas que hablan lo que alguien del otro lado debería/no puede/no quiere/no sabe hablar.
Por eso es de destacar que una obra como esta haga cuatro funciones semanales, y que hace rato que esté en cartel, con excelentes perspectivas de seguir otra temporada. Porque es síntoma de que algo se mueve, de que hay un espectador que se enfrenta, que se anima, que se impone. ¿Que “cumple con su cuota de consumo cultural y lava sus culpas de clase media”? Puede ser, también; porqué no. Pero, en todo caso, al menos lo hace poniendo el cuerpo. Algo que en estas épocas, a veces, parece haber quedado en el olvido.
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