TEATRO › BUFARRA, ESCRITA Y DIRIGIDA POR EUGENIO SOTO EN EL ESPACIO POLONIA
La obra de Soto se desarrolla en un espacio abierto, el patio del espacio cultural que la alberga. Sin embargo, la sensación que provoca es la de encierro, de agobio, la de necesitar aire y salir corriendo, ante la posibilidad de enfrentarse, parrillada mediante, a lo innombrable.
› Por Paula Sabatés
Hay una contradicción casi poética en cada función de Bufarra, pieza escrita y dirigida por Eugenio Soto que va los domingos y lunes a las 20.30 en el Espacio Polonia (Fitz Roy 1477): la obra se desarrolla en un espacio abierto, el patio del espacio cultural, y sin embargo la sensación del espectador durante todo su desarrollo es la de encierro, de agobio, la de necesitar aire y espacio, la de querer irse. Y es que la obra –ya lo anticipa su nombre– habla de algo terrible que el espectador intuye que puede pasar y no soporta, de algo de lo que quiere escapar, algo de lo que incluso es difícil escribir.
Bufarra es una expresión lunfarda con la que se denomina a los violadores de niños y niñas. La obra se llama así porque el personaje central, Silvio, fue juzgado y condenado por ese delito, del que no se hace cargo y que, se presume, seguirá cometiendo eternamente. No le importa que la mujer de su amigo Vicente, a cuya casa conurbana llega a comer un asado, le grite todos los sinónimos de “pederasta” a viva voz. Tampoco que se amigo le confiese que solo lo recibe porque confía en su inocencia, mostrándole que si lo creyera capaz de ese horror no le hablaría nunca más. No solo es capaz, sino que esa noche, en esa casa, Silvio volverá a atacar. Y lo hará ni más ni menos que con el hijo de Vicente, un pobre niño que ama a Jesus y canta Ricky Martin con vergüenza, y a quien su madre obliga a hacer dieta y prohíbe decirle “mamá” solo por ser adoptado.
De poco más de una hora de duración, la obra presenta varios elementos interesantes, pero por su relevancia es conveniente resaltar dos. El primero es la utilización de procedimientos para “matizar” lo terrible (que sigue siendo terrible y para nada ingenuo, claro), sobre todo provenientes la dramaturgia y las actuaciones. Como sucede siempre que algo duele y mucho, el humor aparece como un comodín que ofrece un respiro, breve, entre tanta arma, tanto grito, tanto manoseo y tanta oscuridad. Un humor que está puesto sobre todo en la figura de la víctima (en una gran interpretación de Leo Espindola), con la no ingenua intención –al menos así se percibe– de retratarlo un poco, un poquito aunque sea, más feliz.
El otro gran logro es la utilización del espacio, algo que también tiene que ver con lo último. Si bien al tratarse de un espacio real, el patio de Espacio Polonia, los puestistas debieron trabajar con la construcción existente, el aprovechamiento del mismo es totalmente funcional al relato. Casi todo (lo que no duele) transcurre en el patio propiamente dicho, donde Vicente y Silvio comen un asado real lleno de chorizos y morcillas que invitan al público a otro ritual, además del del teatro mismo. Pero hay otro espacio, como si fuera una terraza cubierta, en la que también transcurre la acción, pero la que no se puede ver. Allí sucede el abuso y algunas de las peleas más terribles. Allí se guarda el niño –tampoco ingenuamente llamado Angel– cada vez que uno de los mayores le hace sentir lo frágil que es. Esos dos espacios, conectados por una escalera, son muy bien aprovechados por el director y los actores, que justifican cada uno de los espacios disponibles y los ponen a disposición de la acción.
Como contrapartida, la pieza también presenta algunos problemas, que tienen que ver sobre todo con los registros y los tiempos. Es algo difícil determinar la época en la que se lleva a cabo la acción, puesto que la vestimenta y el vocabulario empleado por los personajes, o el imaginario temporal que el espectador construye a partir de ellos, no se corresponden con algunos acontecimientos históricos que se narran. La misma discordancia se da entre los registros actorales: mientras que madre e hijo tienen una actuación más naturalista (ella bastante más que él, de todos modos), los machos argentinos que comen asado y toman moscato guardan algo del costumbrismo o el grotesco de un teatro de principios de siglo, lo que puede ser desconcertante.
De todos modos, y aun en registros distintos, cada uno de los actores construye una lograda interpretación. Ellos son Facundo Cardosi (Vicente), Martín Mir (Silvio), Leilen Araudo (Susana, la mujer) y el mencionado Espíndola, además de Darío Pianelli, que encarna al carnicero del pueblo, aquel a cuyos brazos correrá la única mujer de la historia cuando busque el consuelo que se necesita para escapar de tanto agobio. Ese que atrapa al público de principio a fin.
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