Sáb 03.03.2007
espectaculos

TEATRO › JORGE EINES Y LAS IDEAS DETRAS DE SU PUESTA DE “CAMINO DEL CIELO”, DE JUAN MAYORGA

“El arte puede llenar el vacío de la vida”

La obra parte de un hecho real, cuando un delegado de la Cruz Roja presenció en un campo de concentración una simulación montada por los nazis. “Los ensayos se han convertido para mí en una aventura... las escenas fuerzan el armado de un tejido e impulsan la acción, de la que me considero militante”, dice.

› Por Hilda Cabrera

Escribir, hablar o montar una obra de teatro sobre aquellos que han sido humillados y asesinados nos pone cerca del sacrilegio. Lo dice el director argentino Jorge Eines, quien emigró a España en 1976 y cada tanto regresa para mostrar sus trabajos: concretar una puesta o presentar un libro. Sacrilegio suena fuerte, pero no para un director que teme caer en un error o descuido que reste autenticidad a lo que desea testimoniar. Le sucede con Camino del cielo (Himmelweg), pieza sobre la Shoá del madrileño Juan Mayorga (El traductor de Blumemberg y Hamelin) que Eines dirige y que estrenará el lunes 12 en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín. Este es un tramo de la historia que se impone, aun cuando se lo niegue, “una actitud en boga que impulsa el gobierno de Irán”, según puntualiza el director. Lo opuesto es el comportamiento de quienes “cultivan la sacralización” o se instalan a toda hora en el lugar de la víctima.

Eines recuerda en esta visita a la Argentina algunas puestas suyas: su versión de Woyzeck, de George Büchner, anterior a su partida, y más cerca en el tiempo, el montaje de Los paraísos perdidos, una evocación sobre Jorge Luis Borges que presentó con un elenco español en el Teatro Nacional Cervantes. Camino... remite a un episodio que ocurrió realmente, pero no donde lo ubica Mayorga, a pocos kilómetros de Berlín, sino en Teresienstadt, el campo de concentración de Terezin, cerca de Praga. Un delegado de la Cruz Roja es invitado a inspeccionar un campo preparado especialmente para la ocasión. En la obra, el comandante utiliza como intermediario a un judío (alcalde y traductor al mismo tiempo) para obligar a un grupo de prisioneros a disimular su situación y actuar en un espectáculo armado por él. Mayorga recrea aquel episodio en escenas que en ocasiones se reiteran con algún agregado o con la omisión de un dato. El delegado aceptará la mentira que la obra descubre a partir del título, pues “camino del cielo” designa la rampa de acceso a las cámaras de gas. La presentación en fragmentos (El corazón de Europa, Así será el silencio de la paz y otros) marca los diferentes ritmos de la historia y exige creatividad al director y el elenco. Algo que Eines admite: “Los ensayos se han convertido para mí en una aventura, en un interrogante que comparto totalmente con los intérpretes, porque el 99 por ciento de mi trabajo es con ellos. Las escenas, aparentemente desconectadas, fuerzan el armado de un tejido e impulsan la acción, de la que me considero militante”.

–¿Cuánto influye el miedo en el episodio que se cuenta?

–Influye en la construcción de una realidad diferente de la que atraviesan los prisioneros. La necesitan para no morir. Esto se relaciona con los orígenes del arte. El humano llega al arte cuando percibe el sinsentido, cuando necesita llenar el vacío de la vida con una muesca o un dibujo en la piedra.

–¿Qué papel cumple el fingimiento en las situaciones de peligro?

–Para unos es sinónimo de supervivencia y para otros, un elemento eficaz para engañar a las víctimas. Lo relaciono con la invocación a la mentira en un contexto de verdades y, en este episodio, con el teatro o la ficción dentro de una realidad que hace insoportable la vida.

–En Camino..., la ficción es negativa desde el inicio: parte de la invención de un comandante que engaña y alardea de ilustrado.

–Pero al que por momentos se le escapa el asesino que lleva adentro. A veces ni siquiera disimula. Dice recibir órdenes desde Berlín para construir un lugar donde se muestre al mundo que los judíos son bien tratados en la Alemania nazi. Teresienstadt fue una invención de Heinrich Himmler, jefe de las SS (Shutz Staffel), en respuesta a las recriminaciones de algunos sectores. Se enviaba allí a los judíos con los que, por alguna razón, el régimen mantuvo por un tiempo una relación no violenta, aunque muchos fueron exterminados.

–¿Cómo trabajó esas situaciones de aceptación o de rechazo de los prisioneros?

–Sobre esa cuestión de tener que creer para sobrevivir o la del rechazo de los eufemismos que sólo sirven a los verdugos, extraje algunas figuras del libro Lo que queda de Auschwitz, de Giorgio Agamben. Me guiaron también otros escritores, como Primo Levi y el español Jorge Semprún, que vivió en Francia, participó de la Resistencia y fue deportado al campo de Buchenwald. Ellos sensibilizaron mi percepción sobre las condiciones de vida en los campos. El Muselmann al que se refiere Agamben es una especie de muerto en vida, un zombi, alguien que decide no pelear más. En Camino... hay un personaje semejante a un Muselmann, que se transforma hasta adquirir la fuerza de un ser vivo, mientras que otro personaje hace el camino inverso. A su manera, uno y otro eligen no someterse a ese eufemismo que los obliga a ponerse al servicio de los que finalmente los destruirán.

–¿Quiere decir que aun en esas condiciones existe la posibilidad de preservarse?

–Ha sucedido. No olvidemos que trabajar para los verdugos o para los poderosos no genera nada fértil. Acaso se logren mejores condiciones o un plus de vida, pero se sabe que eso es sólo un alargamiento, apenas una prórroga. En esas situaciones la pelea es la de siempre: unos pueden darla, otros prefieren cumplir órdenes y algunos se suicidan. Las condiciones de vida en los Läger nos llevan a reflexionar sobre “la banalidad del mal” a la que se refirió la teórica política alemana Hannah Arendt. Uno se pregunta sobre algo tan perverso como la promesa de vida que se les hizo a los músicos judíos de la orquesta de Teresienstadt, por ejemplo. Ellos tocaron la Misa de Réquiem, de Giuseppe Verdi, para el nazi Adolf Eichmann. El comandante del campo les había prometido no separarlos, tan buenos músicos eran, y cumplió: murieron juntos en la cámara de gas. Este es uno de los muchos casos en los que se ve al humano entregado al cataclismo de la maldad. Por eso nos indigna tanto ver imágenes de Hitler acariciando la cabeza de una niña o de un perro. Preferiríamos que fuera asesino todo el tiempo.

–¿Por qué cree que esa “maldad porque sí” es justificada a veces desde lo psicológico o lo social, o desde el maltrato, por ejemplo?

–El director Elia Kazan decía que a partir de determinada edad cada uno es responsable de su cara. Explicar las conductas desde las patologías tiene consecuencias trágicas. Descubrí algunos aspectos de esa maldad “porque sí” en el film Shoah, de Claude Lanzmann. Su película es un combate contra la exageración, la retórica hinchada y la intención de dar pena. Lanzmann “cava” en los gestos, descubriendo mucho más que con palabras. Pienso también en lo que escribió el judío italiano Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, sobre la entrada de los rusos al campo. La reacción de los prisioneros no fue abrazar a los salvadores. Los prisioneros sentían vergüenza, también los salvadores, y nosotros la sentimos cuando leemos o vemos esas imágenes. Creo que si podemos reconocernos en esa vergüenza es porque algo hemos entendido.

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