TEATRO › “INCRUSTACIONES”
Marilú Marini y Alfredo Arias se lucen en una puesta que no elude el grotesco.
› Por Hilda Cabrera
Hay que estar muerto como Raimunda para no necesitar estrategias de convivencia. Fuera de la vida, la mujer reflexiona con nostalgia desde ese otro territorio de la fantasía donde ya no es posible influir sobre los otros ni sobre las circunstancias. Ella ha sido violentamente desalojada de un lugar que sólo le deparó frustraciones. Sus palabras son el prólogo de una historia en la que es protagonista junto a una demandante señora y al hijo de ésta, Patrick, de quien fue esposa y víctima. En la caja negra del escenario, en un espacio sin fronteras –donde el director Alfredo Arias es intérprete y utilero, puesto que arma la escenografía a la vista del público, ilustrándolo además sobre la disposición de objetos inexistentes–, la fragilidad de la mujer es campo fértil para esa madre que con la anuencia del hijo crea situaciones de pesadilla. Deliberadamente cursi, suelta frases para el asombro, algunas ridículas y otras zafadas, cuando dice, por ejemplo, que “comer ostras es como besar a la madre en los labios”. En el papel de nuera y señora, Marilú Marini se adueña de la escena sin necesidad de parafernalia: le sobran apostura y voz para transmitir la emoción que embarga a Raimunda –lanzada a la aventura de pescar marido y dejar atrás la soledad– y para radiografiar las perversidades de una señora que se empeña en acaparar de por vida al torpe Patrick.
De esa insistencia materna parte el impulso filicida que en esta pieza de la novelista y ensayista francesa Chantal Thomas el hijo sublima en púas de cactus y en acciones que combinan martirio e ingenuidad. Sobre este trabajo de Marini y Arias –sin concesiones a la facilidad ni a la moda– hubo un anticipo en 2004, interpretado por la actriz y Jorge Luz en el encuentro teatral Tintas frescas,integrado por obras francesas y latinoamericanas. Ahora la entrega es completa y con una intencionalidad más elaborada. La tragedia de Raimunda es la de una mujer que padece la desgracia sin haber alcanzado a vivir sus sueños ni advertido a tiempo el rencor que despertaba su ingreso a una familia que le iba marcando finales en cada etapa.
Esta progresión revela un fino trabajo de síntesis en el ensamblado de los varios fragmentos de esta anécdota sostenida por audaces fantasías en torno de una relación filial nefasta, que cuenta además con un testigo: la muñeca que para este montaje ha realizado el escultor Daniel Cedrón.
La nariz de Raimunda y el maquillaje de Patrick refuerzan la intención lúdica de una puesta afín a la bufonada y el humor negro; el grotesco (europeo) y las “soluciones imaginarias”, un poco al estilo de la patafísica del francés Alfred Jarry, el célebre creador de Ubú Rey (1896). La compleja convivencia de los personajes (en realidad, una lucha sin cuartel apenas disimulada) se desarrolla en ámbitos bien diferenciados, cuya atmósfera es descripta por los mismos intérpretes. Así, un comienzo posible de esta historia de tres (aunque incluye otros dos personajes corporizados por Arias) transcurre en un bar, un día de calor intenso. La jornada es decisiva para la mujer que allí atiende (Raimunda) y que harta de su soledad se dispone a conquistar al primer hombre que ingrese al local. El bienvenido es Patrick, individuo de carácter pusilánime abrumado por el calor de un verano implacable. Lleva un turbante mojado y enroscado hacia lo alto al estilo del peinado de Marge Simpson. El bar le ofrece aire acondicionado, de modo que el varón se pega al taburete y charla: “Mamá formó mi carácter minuto a minuto”, cuenta, admitiendo que en su educación el amor hacia otra mujer que no fuera la madre no debía existir. Pero Raimunda ha estudiado psicología y literatura; escribe una tesis sobre la evolución de la mujer en el mundo de los ferrocarriles y no se da por vencida.
Debido al calor o la pereza, Patrick, cómodo en su taburete, reconoce que le faltan otros consejos, diferentes a los de su madre, y allí decide su suerte y la de Raimunda. El no tiene qué aportar al casamiento más allá de la manía de hablar de su progenitora, pero acepta la vida en común y el imprevisto futuro.
A aquel primer encuentro en el bar le sucederán otras insólitas secuencias y nuevos desplazamientos de los personajes hacia un humor cruel, expresado siempre bajo el ala reparadora del clown. De ahí que el espectador se atreva a sonreír complacido ante el abismo moral y cotidiano de la madre y el hijo, y divertirse con las “incrustaciones” que unas y otros practican como si fueran púas de un cactus. Una evidencia son las espinas introducidas en la torta que lastimó el paladar de la madre, actuada por Marini en algunas secuencias al estilo de las artistas cómicas de otro tiempo. Es así que se observan modos a lo Niní Marshall, a quien la actriz homenajeó tiempo atrás componiendo algunos de sus arquetipos en el musical Mortadela, creación de Arias.
Si bien la idea de un triángulo de estas características no es nueva, la obra de Thomas –tal como ha sido traducida por Arias y Gonzalo Demaría– sorprende por la gracia con la que se desmitifican algunos temas y por el carácter metafísico que sugiere el fragmento del Hotel de los Ausentes, donde Arias compone a un conserje que parece haber superado todas las debilidades.
8-INCRUSTACIONES
De Chantal Thomas
Intérpretes: Marilú Marini y Alfredo Arias
Iluminación: Gonzalo Cordova
Vestuario: Pablo Ramírez
Peluquería y maquillaje: Jean-Luc don Vito
Realización de la muñeca: Daniel Cedrón
Traducción y adaptación: Alfredo Arias y Gonzalo Demaría
Asistencia de dirección: Horacio Larraza
Espacio escénico y dirección: Alfredo Arias
Lugar: Teatro Presidente Alvear, Av. Corrientes 1659 (4373-4245) Funciones de miércoles a domingo, a las 21. Duración: 80 minutos. Localidades: 25 pesos; los miércoles, 15 pesos.
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