Sáb 01.09.2007
espectaculos

TEATRO › GRACIELA ARAUJO Y “LAS REGLAS DE LA URBANIDAD EN LA SOCIEDAD MODERNA”

Confesiones de una señora burguesa

La actriz elogia la fina ironía de la obra de Jean-Luc Lagarce, que dirige Rubén Szuchmacher en el teatro Elkafka.

› Por Hilda Cabrera

Enamorarse del trabajo y ponerle ganas a un personaje son requisitos imprescindibles para la actriz Graciela Araujo, quien retoma el papel de la señora burguesa que ya compuso en la Semana Lagarce, ciclo en homenaje al autor francés Jean-Luc Lagarce que se desarrolló en junio de este año en distintos teatros de la ciudad con auspicio de entidades francesas y coordinación general de Rubén Szuchmacher. Este artista es quien la dirige nuevamente en Las reglas de la urbanidad en la sociedad moderna, donde la actriz compone a esa dama que sugiere observar guías de comportamiento provechosas. Con fino humor y gestos que denotan sorpresa ante ciertos absurdos –nunca propios sino de esos otros que supuestamente integran su entorno–, la mujer transparenta una vida hecha de trivialidades y de asuntos que producen escozor, sólo que expresados en tono mesurado. Actriz de importante trayectoria en teatro y radio, y con menor participación en cine y televisión, Araujo reedita aquel semimontado sin apoyarse ahora en la lectura, aun cuando en su interpretación simule hacerlo. Transmitir un texto complejo como éste de Lagarce resulta engorroso, pero la actriz toma coraje y supera los temores que –admite– le genera estar sola en el escenario. En esas situaciones la experiencia sostiene: los años de estudio con Milagros de la Vega, Hedy Crilla, Roberto Durán, Agustín Alezzo, Augusto Fernandes y el trabajo con otros directores. De Szuchmacher dice que tiene creatividad escénica y que en su teatro Elkafka –donde se ofrece Las reglas...– se ha formado un grupo de gente cariñosa y solidaria.

–¿Un manual de urbanidad sirve para el control social? ¿Resguarda a quien lo cumple del temor a los imprevistos?

–Puede que algunos lo entiendan así, pero yo opino que el fundamento de esas reglas que aparecen en esta obra es el dinero. La época a la que se refiere el manual es la de comienzos del siglo XX, y la que nos dice cómo vivir es una señora que da por sentado que desde el nacimiento hasta la muerte es necesario seguir esas indicaciones y dejar los sentimientos a un lado. Como lo manifiesta en su cínico discurso, todo se pacta, también el matrimonio.

–¿Ningún desborde, entonces?

–Las emociones y los sentimientos son para esta mujer una idiotez de la que hay que cuidarse. Detrás de ese discurso tajante está la ironía y la crítica de Lagarce ante el poder del dinero. Mi personaje dice que es erróneo ofrecer algo a la gente mediocre; esa que no posee status social ni dinero, y que no se le ocurra a ningún padre, por ejemplo, aceptar como padrinos de sus hijos a gente sin riquezas.

–¿Esas afirmaciones esconden miedos?

–Lagarce no entra en eso, aunque el sarcasmo implícito en el texto nos va mostrando a una mujer patética, aunque graciosa en su patetismo.

–¿Cómo se lleva con el monólogo y con este humor?

–Es la primera vez que protagonizo un monólogo: preferí siempre tener compañeros en el escenario. Cuando Rubén me dijo que iba a hacer una temporada con esta obra, me asusté: prefiero compartir el escenario. El humor de Lagarce me atrae. Es verdad que trabajé en muchas obras dramáticas, pero me gusta lo cómico. Tuve experiencia en obras bastante divertidas de algunos clásicos franceses y españoles, como Molière y Tirso de Molina. Participé también en una versión de Jorge Goldenberg sobre La Celestina, que dirigió Osvaldo Bonet, en 1993, una obra de humor satírico en la que actué también en 1967, entonces componiendo a Melibea. Ese año, Iris Marga fue Celestina. Otra experiencia, pero de humor cruel, fue Las presidentas, del austríaco Werner Schwab, que dirigió Manuel Iedvabni. En Las reglas... hay también humor negro. El público joven se ríe cuando se habla de la muerte y algunos mayores se enojan por eso. Pienso que esto pasa porque no se sabe bien por dónde va esta señora burguesa. Además, cómo no reírse cuando nos dice que los sentimientos no importan.

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