Sábado, 1 de diciembre de 2007 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA A GUSTAVO TARRIO
Junto a su Grupo Sanguíneo, el director fue elegido para inaugurar el proyecto experimental Laboratorio Teatro, en el Centro Cultural Ricardo Rojas.
Por Cecilia Hopkins
Bajo el nombre de Laboratorio Teatro y con la coordinación del director Matías Umpiérrez, en el Centro Cultural Ricardo Rojas se abrió un espacio de investigación público con el fin de mostrar al espectador el abordaje que realiza un director en particular sobre temas fijados de antemano. El elegido para inaugurar este proyecto experimental fue Gustavo Tarrío y su Grupo Sanguíneo, creador de los espectáculos Afuera, Elegí canción y el biodrama Salir lastimado. Seleccionados por la coordinación del proyecto, los temas que le fueron asignados –cuyos resultados ya fueron vistos a lo largo de este mes– fueron los siguientes: “La década del ‘90”, “La lucha de clases” y “Los símbolos patrios”. Queda pendiente la muestra del laboratorio sobre “El peronismo” para el próximo martes, a las 21. Y para quienes no pudieron asistir a los anteriores, está prevista una función especial –“Lo mejor del Laboratorio Teatro”– para el martes 11 y el miércoles 12, en la Sala Cancha del Rojas. En cuanto a la visión del peronismo, el director anticipó en conversación con Página/12 que trabajará “con cantantes que van a irrumpir asumiendo distintos personajes: Isabelita, la mujer maravilla y Evita, en dos versiones, cumbianchera y angelical”. También adelantó que podría sumarse un historiador para encuadrar el tema y leer algunos de los textos recopilados sobre el tema. En todas las ediciones del Laboratorio Teatro participan Valeria Lois, Lorena Vega, Martín Piroyansky y Juan Pablo Garaventa.
–¿Cuál es su relación con la política?
–En mi casa siempre fue un tema importante. Tengo el recuerdo de escuchar discusiones interminables sobre Perón desde muy chico, dormido con la cabeza apoyada en la mesa de mi abuela. El sacacorchos me parecía igual a Isabelita: levantaba los brazos metálicos y decía “compañeros”. Mi viejo es médico y militante en la defensa del hospital público. Hice la primaria en la dictadura y la secundaria coincidió con la llamada primavera alfonsinista. Esa euforia y emoción democrática del comienzo se diluyó con la hiperinflación y el menemismo: dejé de ir a marchas después de la multitudinaria del No al indulto. El teatro funcionó en mí como una droga compartida por un grupo de gente, y fue el típico refugio para los tiempos malos. Eso me parece “político”, aunque hace un rato largo que me resulta insuficiente. Por eso, el ponerme a trabajar en documentales me permite salir de cierto encierro e intentar una acción más directa sobre la realidad.
–Se observaba que, cuando trabajaron sobre los símbolos patrios, prevalecía el registro paródico. ¿Ocurrió lo mismo en los anteriores?
–Sí. Como hacemos dos laboratorios por tema, en general el primero es más paródico. Supongo que es como un mecanismo de defensa que deja que drene lo primero que nos sale. Por otro lado, nos encanta buscar la risa. La segunda de las entregas de los laboratorios de cada tema siempre mejoran: después del abismo temático y de fracasar ante el público, esto nos obliga a tomar decisiones “políticas”. Debe ser por eso que hasta ahora se repitió la misma secuencia grupal: salimos casi peleados (entre nosotros, con los temas y con el Rojas) del primer laboratorio y en el segundo sentimos que encontramos algo que podemos desarrollar.
–¿Usa la parodia como herramienta descontracturante?
–Sí. La posibilidad de reírse de cualquier cosa da cierta impunidad violenta. Es peligroso porque a ese filo hay que bancárselo y muchas veces los que terminamos llorando somos nosotros. De todos modos (y especialmente en el laboratorio) me interesa que se nos vea pifiando. Con los temas que abordamos me molestaría encontrar demasiado rápido la “forma pertinente”. Creo que el que mejor la pasa en el laboratorio es el público, porque puede ver la evolución de todas las ideas, su fracaso y su moderado triunfo. También nos permite darle menos importancia a la efectividad de los gags. Nos interesa ver qué revela el laboratorio de nosotros y del público que viene. Hay temas que parecen irrepresentables. Pero es un laboratorio y eso permite todo. Y es más pertinente cuando quedamos mal parados. Es como con las fotos, algo se revela. Y también somos un poco cobayos.
–¿En qué ideas basaron su representación de los ‘90?
–Incorporamos videos del programa de Mauro Viale (época Coppola, Norma Kennedy, Jacobo Winograd, etc.). Yuxtaponíamos una secuencia del programa y con esa energía improvisábamos. Es decir: nadie se escuchaba, había un conflicto permanente y mucha descalificación. Pasó que los videos nos ganaron en la primer función, porque eran mucho más teatrales que lo que pudimos improvisar. En la segunda función cambiamos el orden, los videos quedaron al final y fueron un buen cierre. También incorporamos un momento documental en el que cada uno dijo por quién iba a votar y por qué (era la semana previa a las elecciones). Esa situación –que hablaba de nuestro presente de ciudadanos– fue un buen resumen de lo que dejó el menemismo en nosotros: desorientación, descreimiento, vacío ideológico. Quedó claro que, al menos nosotros, no sabemos discutir sobre política.
–¿Cuál fue la posición del grupo respecto de la lucha de clases?
–Fue un díptico. El primer laboratorio fue sobre la opresión y consistió en escenas hiperrealistas de distintas familias y su relación con “la chica de la limpieza”, como pasa en un cuento de Truman Capote. También apareció una versión más reaccionaria de Casa tomada con sirvientas cyborgs. El segundo laboratorio fue sobre la liberación y empezamos a incorporar al público. Terminamos con una asamblea barrial (como las de 2001-02) en las que se discutía la consigna “piquete y cacerola la lucha es una sola”. Fue una batalla campal, con momentos de discusión “política” y otros de reunión de consorcio en el que empujamos los límites de la representación. Yo dejé de decirles cosas “desde afuera” a los actores y a presionarlos desde mi lugar de poder. Fue interesante porque nos pusimos nerviosos en serio: los actores se sentían traicionados, el público no entendía si era en serio o en broma y no sabíamos si estábamos en la asamblea barrial o discutiendo las relaciones de poder entre nosotros mismos y el Rojas.
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