TEATRO › “LA DE VICENTE LOPEZ”, ESCRITA Y DIRIGIDA POR JULIO CHAVEZ
› Por Hilda Cabrera
LA DE VICENTE LOPEZ
De Julio Chávez
Intérpretes: Patricia Biurci, Elvira Villarino, Julián Doregger, Leandro Castello, Santiago Caamaño y Luz Palazón.
Escenografía: Julio Chávez.
Vestuario: Cecilia Allassia.
Adaptación escenográfica: Marcelo Valiente.
Iluminación: Cristina Lahet.
Asistentes de dirección: Pablo Chao, Marina Horowitz, Hernán Húbeli y Julia Rosado.
Dirección: Julio Chávez.
Lugar: El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960 (4862-0655). Funciones: viernes y sábados a las 21.00. Entrada: 20 pesos.
La cena de fin de año es ideal para la catarsis doméstica de personajes reconocibles por sus aspiraciones y fracasos, y por torpezas que mueven a risa, acaso porque una tontería dicha y colocada a tiempo suena a astucia. La catarsis existe, pero la confrontación no se da con lo propio sino en relación con los otros. En esta pieza, interpretada por integrantes del grupo Baal (el mismo de Rancho. Una historia aparte), el desencanto, la mezquindad y el rencor acumulado durante años han echado raíces. La acción se desarrolla básicamente entre parientes y en el interior de una vivienda modesta, de modo que los acontecimientos exteriores quedan en suspenso. Se sabe que afuera otros festejan y que uno de los personajes ajenos a la familia (un pintor de brocha gorda) espera ser invitado a otra casa. Es así que la conexión con el exterior se realiza sólo a través de un teléfono.
En esta situación claustrofóbica ofician de anfitriones una madre madura que no se resigna a perder sensualidad, una hija beata y un hijo con discapacidad mental. A diferencia de éstos, la invitada, la tía Alicia, “la de Vicente López”, parece disfrutar de la vida y gozar de una holgada posición económica. La impresión es que se trata de gente esquemática a la que es peligroso contradecir, pues quien no cumple con las expectativas de la madre y la hija se convierte en enemigo, alimenta la histeria de una y otra y desata en ellas el placer de la cotidiana caza de brujas.
El aire de comedia de vida del comienzo se enrarece y las acciones se desarrollan a la manera de una doméstica crónica negra aligerada por sarcasmos e hilarantes parodias, como las que protagoniza Isabel (quien no pierde ocasión de enrostrar a unos y otros su particular catecismo), y por ásperos contrapuntos, como los que sostienen Alicia y su hermana Beatriz. La reyerta verbal incluye a Nelson, amante de Alicia, joven uruguayo a quien la mujer mantiene y está a punto de regresar a su país. Esta relación da lugar a una discusión patética y cómica al mismo tiempo, un acopio de prejuicios sobre uruguayos y argentinos.
En este elenco, donde cada cual se ajusta a lo característico de su personaje, la destacable Luz Palazón provee a su Alicia de la energía suficiente para desencadenar furores endémicos. Sin embargo, el marco escenográfico de esta historia de gente peleada con su realidad no es siniestro. Por el contrario, hace pensar en las ilustraciones de los cuentos infantiles. A esa levedad contribuye el ritmo ágil que le ha impreso la dirección: las escenas se suceden sin que los intérpretes se demoren en ningún estado emocional, sea éste resultado de la desazón o el voluntarismo.
Que se reste exterioridad al trabajo actoral es un punto a favor. Esto se advierte en el trabajo de Patricia Biurci (Isabel) y, en general, en las secuencias que subrayan absurdos y colocan la obra en terreno resbaladizo. Los malentendidos y las necedades sirven al clima cómico, un poco a la manera del teatro popular, pero sin exageraciones. Un ejemplo es Elvira Villarino, en el papel de la madre Beatriz. El final abierto pero imaginable es un retrato más del desamparo en que se halla quien cuestiona, dice verdades y olvida que “la vida es cómica hasta que deja de serlo”.
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