TEATRO › ENTREVISTA A CARLOS GOROSTIZA, UN DRAMATURGO ESENCIAL PARA LA ESCENA ARGENTINA
Actor en sus inicios y director de algunas de sus piezas más destacadas, participante de Teatro Abierto, ex secretario de Cultura, miembro de MATe y Argentores, Gorostiza señala que las vueltas de la vida le enseñaron que “el minuto es la eternidad”.
› Por Hilda Cabrera
“Pero decime, papá: ¿vos me querés a mí?” Que el padre sea un cuerpo yaciendo en una estrecha cama y se le haya extendido el certificado de defunción no es impedimento para que el hijo pregunte. El muchacho necesita detener el tiempo, porque ese momento no se repetirá. Aguarda una señal antes de que su padre sea depositado en el ataúd. El alma de papá, la nueva obra de Carlos Gorostiza, que sube a escena el sábado en el Teatro del Pueblo, pasa por aquella pregunta primordial. “¿Quién no tuvo problemas con su padre? No sólo con el padre carnal, de sangre, sino con ese padre de todos que es nuestro país y su historia”, puntualiza Gorostiza, autor de más de 40 piezas de teatro, cuentos y novelas que fueron hitos en su tiempo, y con una novela más a punto de finalizar; también de obras para títeres y de un libro de memorias, El merodeador enmascarado. Actor en sus inicios y director de algunas de sus piezas más destacadas, supo comprometerse en tareas relacionadas con la cultura y la política, participó del Teatro Abierto 1981, fue secretario de Cultura entre 1984 y 1986; integra desde su creación el Movimiento de Apoyo al Teatro (MATe) y es miembro activo en la actual conducción de Argentores.
–¿Cómo escenificar el adiós al padre sin solemnidad, incluso con humor?
–Todos sabemos que nos toca morir, pero ¡cuánto cuesta asumir esta verdad! Los que tenemos un poco de humor, sencillamente lo usamos, porque nos gusta y porque de alguna manera nos ayuda a sortear obstáculos y dolores.
–¿Los de la ausencia?
–No sufro la ausencia de los que pude despedirme. Ellos están acá, conmigo. No me pasa lo mismo con los que no dije adiós, como a algunos amigos de Venezuela, donde viví con mi esposa Teresa cuando tuvimos que dejar el país. Algunos como José Ignacio Cabrujas, el autor de El día que me quieras. Vi esta obra en Venezuela, y le anticipé que sería un éxito, porque le daba espacio a La Internacional y a la figura de Carlos Gardel. Tampoco me despedí de Saulo Benavente, Orestes Caviglia y Armando Discépolo, muy amigos míos aunque había diferencias de edad entre nosotros. Discépolo quería que yo dirigiera Cremona. Me llamó y me dijo: “Necesito un director joven de 50 años”. Ese “joven” era yo, pero me iba a México. Antes de partir lo visité. Su esposa, una mujer extraordinaria, me previno, porque era probable que no lo viera más. Y así fue: cuando regresé había muerto, y también su mujer. De mi gran amigo, el Negro Carlos Carella, digo en cambio que está acá, y no sólo por las fotos que cuelgan en esta habitación, sino porque me despedí. Son argucias, claro, ante lo que nos cuesta asumir.
–Como la muerte del padre en esta historia de Raulito...
–Era adolescente cuando leí en El Mundo, donde escribía gente como Roberto Arlt, un artículo que, si no me equivoco, era del narrador y poeta Roberto Mariani. El título me quedó muy grabado. Era Hay que saber decir adiós. Guardé el recorte durante mucho tiempo hasta que se deshizo. Por ese artículo supe que hay que saber tomar lo que la vida nos da para poder decir adiós algún día.
–¿Para cumplir con la ceremonia sin desesperarse?
–Sófocles mostró algo más que una ceremonia a través de Antígona, la joven que desafiando la voluntad del tirano lucha por rendir culto al cadáver de su hermano y así poder sepultarlo (la orden era dejarlo insepulto como si fuera carroña). Siempre tuve muy presente esa historia y la necesidad de la reparación, porque antes de escribir El puente –a los 28 años, y porque me lo pidieron mis compañeros y maestros– fui actor en el teatro La Máscara, y uno de nuestros profesores, el director italiano Adolfo Celi, me eligió para interpretar al tirano Creonte. Recuerdo que ensayamos durante veinte días con Alejandra Boero. Ella era Antígona, personaje hoy rescatado cuando se habla de las Madres y de las Abuelas de Plaza de Mayo.
–Otro tema en la obra es la dificultad del acercamiento...
–En el homenaje a Carlos Somigliana que organizamos en el Teatro del Pueblo, leí un fragmento de una obra suya que dirigí hace tiempo: La bolsa de agua caliente. Ahí se habla de cómo pasamos por la vida sin atrevernos a decir lo que tanto bien puede hacer a otro: abrazar, acariciar... Me pregunto qué lo impide, quién nos presiona. De estas deformaciones nada saben los chicos que aún no fueron domesticados. Ellos explotan y ríen y lloran con ganas; abrazan y besan. Después les pasa lo que a nosotros. Vamos perdiendo afectos o los dejamos escapar, y a veces para siempre.
–¿Cuánto influyen las experiencias de vida en sus obras?
–Estos temas reaparecen cada tanto en mis trabajos, también en la novela que estoy terminando. A veces pienso que, en cierto modo, la muerte no existe. Y vuelvo a Carella, que está acá, en la pared de mi estudio, fotografiado en una escena de Los hermanos queridos y en El acompañamiento. De él sí me despedí. Estábamos en la casa de Cipe Lincovsky con otros compañeros del ciclo Teatro Nuestro, que él había organizado, y ahí le insistí para que fuera al médico. Le dije que si no lo hacía, sacaba mi obra. Los otros autores eran Mauricio Kartun y Roberto “Tito” Cossa. El Negro murió pocos días después, pero supe por su mujer, Perla, que visitó al médico, que me escuchó.
–¿Todas las obras tienen tanta historia detrás?
–Con Carella hubo siempre algo mágico. Pasó con Aeroplanos, donde actuaron él y Pepe Novoa. Es extraño el camino de esta obra que pensé para ser interpretada por dos jóvenes que simulaban ser viejos y lo revelaban al final. Pero cuando Carella me pidió actuar me olvidé de los jóvenes. Hubo otros episodios con El patio de atrás (1994), donde tuve necesidad de hablar de la inmovilidad, así como en 1966, en Los prójimos, de la gente que no se metía (el famoso “no te metás”). También con Los hermanos queridos (1978), con el Negro y Ulises Dumont, y El acompañamiento, estrenada en Teatro Abierto 1981. Cuando los llamé para esta obra, Ulises empezó a contarle al Negro que había conocido a un tipo en un bodegón que quería ser un gran artista, que era un personaje para él. Daba detalles que me asombraron. Ellos no sabían de El acompañamiento, pero en ese relato estaba mi obra, Tuco y Sebastián.
–¿Confía en los directores?
–Sólo en algunos, por eso a veces dirigí yo. El patio..., por ejemplo. Me acostumbré a los maestros. Armando Discépolo, que se pasaba de respetuoso, dirigió varias obras mías. El puente y Marta Ferrari, que tuvo escenografía de Saulo Benavente. David Stivel puso ¿A qué jugamos? y Papi. Después le di obras a Omar Grasso. De él sí me despedí. Tenía una enfermedad que conozco mucho, porque también la tengo. Lo supe hace años. Se llama linfocitosis proliferativa. En aquel momento el médico me dijo “usted no se va a morir de esto”, pero después me preguntó cuántos años quería vivir. Se me heló la sangre, porque me puso un tope. Y acá estoy. Yo lo quería mucho a Omar. ¡Los humanos tenemos la mala costumbre de morirnos! Cuando aquel médico me dijo cuánto quería vivir, la vida se me apareció como un viaje. Eso está como concepto en Aeroplanos (1990), que escribí de un tirón, después que mi amigo Pedro Doril me aconsejó que me cuidara. Ahí aprendí que el minuto es la eternidad.
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