CHICOS › OPINION
› Por Marina Barbera *
Las personas de antepasados italianos inmigrantes tenemos impregnado en la sangre un gran valor por “la familia numerosa”. Cuando era más pequeña que ahora, crecí rodeada de tíos y primos de sonidos estruendosos, comidas exacerbadas, bailes, festejos de nacimientos, cantantes de tangos, recitadores, contadores de chistes, empujones y gritos sin el mínimo cuidado de la sutileza. Todos extremadamente emocionales. Los llantos desmedidos convivían sin conflicto con las carcajadas desbordadas. Por esas cosas de la magia, había un momento de silencio, un silencio respetado, valorado, yo me paraba allí ante los ojos expectantes y recitaba mi poesía. Siempre había público. Y en ese instante de unidad y reunión sentía que algo bueno en la vida estaba esperándome. Encontré en el teatro ese refugio misterioso, donde las personas se juntan ridículamente a viajar por una historia repleta de cosas imprevisibles, un lugar donde podemos meternos en las más hondas profundidades y estar a salvo, reírnos de tal invento, y volver a casa sabiendo que algo ha cambiado. Ser payasa me hizo la vida inquietante y feliz. Dedicarme a la práctica de este oficio, a su estudio y transmisión, requiere el coraje de andar por los bordes, de aceptar y engrandecer el costado de uno que está desacomodado, ese lugar que desencaja con cualquier masividad. Todos tenemos una gran verdad. El tema es hasta qué punto nos permitimos reírnos de ella. ¿Es posible? Hoy, mientras atravieso la blancura soleada del Conti, siento el cuerpo escalofriante. Los dolores se curan con amor, pienso. Al terminar la función, quiero plantar un árbol que crezca fuerte en este parque. Quiero festejar que en este lugar de triste memoria, hoy reímos. Porque cuando reímos juntos, ríe un poco el mundo. Hoy creamos. Recordamos y transformamos. La vida avanza. Y los payasos, inevitablemente y por naturaleza, la seguimos.
* Actriz, payasa y directora.
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