Sáb 21.02.2015
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CHICOS › OMAR ALVAREZ REESTRENA EL SOLDADITO DE PLOMO

Títeres clásicos

› Por Karina Micheletto

Pasaron quince años desde que Omar Alvarez estrenó El soldadito de plomo, su versión titiritera del clásico de Hans Christian Andersen, con dirección de Rafael Curci y el pulso de la voz de Alfredo Alcón, quien también le dio vida a esta historia desde la narración en off. Desde entonces, la puesta recorrió la Argentina y también países de Asia, Europa, América y Africa, en más de treinta giras, con su traducción al inglés, francés, chino, japonés, finlandés, y una próxima versión en ruso. Ahora, el reestreno de El soldadito de plomo en el Centro Cultural de la Cooperación trae de regreso a esta historia a la calle Corrientes, en lo que resulta un homenaje implícito al gran Alfredo Alcón. Y también, cuenta Alvarez en diálogo con Página/12, habiendo nacido en los peores tiempos de crisis, viene a hablar de resistencias, de lo que el arte es capaz de lograr aun surgiendo en los contextos más adversos.

“Los clásicos tienen el gran valor de hablar de lo más profundo de lo que les pasa a los seres humanos, de una manera muy simple y muy poética”, define Alvarez la potencia de los clásicos, y de esta historia en particular. “Tienen el condimento de lo fantástico, pero en realidad siempre están hablando de lo humano: allí radica la vigencia de estas historias que siguen generando identificación, aunque pasan los siglos y cambien las sociedades”, advierte. La versión, como todos los trabajos de la compañía, sigue el texto original del autor danés. “Me interesa el rescate de la palabra, el respeto por el valor de la creación. Hay un secreto que está dentro de cada palabra, y ese secreto es lo primero a cuidar. La puesta sigue la forma literaria del original, y allí aparece, por supuesto, el trabajo del genial Alfredo.”

–¿Cómo se fue armando la obra?

–Trabajamos con el texto tal cual estaba escrito, Alfredo lo leyó y nos reunimos en el estudio. Con Rafael (Curci) y con mi hermano Claudio ya teníamos una idea de puesta en escena, fuimos anotando algunas cosas. Cuando Alfredo terminó de grabar, tuvimos que hacer un bollo con todos los apuntes y empezar otra vez. Su palabra dotaba a todo de un sentido y una profundidad tales que apareció otra puesta. Después, sobre el trabajo de Alfredo y el que íbamos haciendo nosotros, se sumaba el de Popi Spatocco: él estaba al pie del escenario viendo cómo avanzaba la puesta, y desde allí iba componiendo la música. Cada escena está pensada, en ese sentido, también desde lo musical.

–¿Y cómo resuena ese trabajo de Alfredo Alcón hoy?

–El trabajo interpretativo de Alfredo sigue siendo un gran estímulo para mi interpretación. La experiencia fue magnífica; él era tan sencillo, tan puro y tan profundo, pero tan humilde, que el jugó como un chico con el texto. El mismo juego que hago yo con los títeres lo hizo él con la palabra, hasta encontrar la entonación ideal. En ese momento, Alfredo nos dio un voto de confianza, y yo lo asumí como un compromiso. Y ahora se da la extraña situación de que él ya no está, pero está su voz. Entonces, sin buscarlo, el espectáculo se vuelve un homenaje permanente, una celebración a su talento. Y es muy loco que eso suceda con un espectáculo para un público infantil. Es como enseñarle a ver teatro al nuevo público, con la guía de la voz del más grande.

–Ha hecho varias otras puestas con relatos en off: El viento entre las hojas, con Norma Aleandro; Un ratoncito y la luna, con Virginia Lago; Hansel y Gretel, con Soledad Silveyra y Raúl Rizzo, entre otros. ¿Por qué elige esta modalidad?

–Contrariamente a lo que puede parecer, el tener todo tan pautado, esa exactitud de la pista de sonido, lejos de atarme, resulta muy liberadora desde lo técnico. Sigo la vieja tradición argentina de titiritero solista, y el condimento de la voz me libera mucho, con los tiempos exactamente marcados, previsto el movimiento de las luces, la música. Por supuesto, juega también la calidad de los intérpretes que ponen sus voces.

–Quince años después de su estreno, ¿qué cambió en su interpretación, y en su propia mirada sobre la obra?

–A mí esta obra me cambió la vida. El espectáculo no cambió un gesto, porque ya está marcado así, y cuando está elegido el texto preciso, esa es su fuerza. Eso es algo que aprendí de mi maestro Ariel Buffano, y también, por cierto, de Alfredo Alcón. Recuerdo lo que fue verlo trabajar cuando estuvimos juntos en el San Martín: me sentaba a observar y me maravillaba ver cómo trabajaba. Daba vueltas y vueltas hasta encontrar el gesto preciso; una vez que lo hallaba, no lo cambiaba en una sola función. La obra, claro, sí ganó en profundidad, porque al hacerla en ocho idiomas diferentes, cada actor le fue dando una impronta distinta, y yo me nutro de esa impronta, de la intencionalidad que le ponen los actores. Es una obra además especialmente querida para mí, por las condiciones en que surgió.

–¿Cómo fueron?

–Se estrenó en el 2000 y recorrió el país con el apoyo del Instituto Nacional del Teatro. Cuando volvimos, estallaba la crisis del 2001, y nos ofrecieron darla en el Cervantes. En aquel entonces se hablaba de cerrar el Cervantes, de privatizarlo. Me acuerdo de que me reuní con Eva Halac, que era subdirectora, y dijimos: “Si quieren cerrar este teatro, nosotros vamos a responder abriendo otra sala”. Y ahí fuimos. Era muy loco, porque Alfredo iba al programa de Mirtha Legrand, y en lugar de hablar de la obra que tenía que promocionar, que estaba haciendo en la calle Corrientes, hablaba de El soldadito de plomo y de la defensa del Cervantes. Bueno, esta obra viene de aquella época, tiene esa cosa del alambre y palito que nos define culturalmente: se cuenta con nada. Surgió en un momento muy particular del país, y eso también le dio su fuerza y su impronta: tiene la esencia nuestra, a pesar de ser un cuento danés.

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