Sáb 24.10.2015
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CHICOS › PEDRO VILAR, EMBLEMATICO DIBUJANTE DE MARIA ELENA WALSH

“No imaginé la relevancia que iban a tener mis ilustraciones”

Es tiempo de reconocimientos para el hombre que les puso imagen a Dailan Kifki y Tutú Marambá: después de muestras y reediciones, inaugurará una exposición sobre el trabajo que hizo junto a la escritora para el programa infantil Los requetepillos.

› Por Karina Micheletto

“Dibujo desde que tengo uso de razón: desde que pude tomar un lápiz con mis manos”, dice Pedro Vilar con naturalidad, mientras enfila para el bar La Poesía y decreta que, definitivamente, estos tiempos han vedado la ciudad a alguien que se declara empecinado fumador. “En la escuela primaria era el que dibujaba el Cabildo el 25 de Mayo, la Casa de Tucumán... Me encantaba. En el secundario era el que hacía las historietas, las caricaturas de los profesores, que se ofendían muchísimo”, sigue contando por las calles adoquinadas que quedan en su barrio de San Telmo. Esa atracción natural por el dibujo se convirtió con el tiempo en un oficio que lo puso en el lugar de historietista de los principales diarios y revistas de la Argentina, desde Tía Vicenta hasta tiras diarias que llegaron a extenderse por dieciocho años, como “Punto en Boca” en el diario La Nación. Vilar fue también el ilustrador emblemático de los libros de María Elena Walsh: Tutú Marambá, Dailan Kifki, Zoo loco, Manuelita, El reino del revés y tantos otros, que aparecieron por primera vez en la década del 60.

Ese trazo entre tierno y humorístico de Vilar, tan bien enlazado con la poesía y las historias imperecederas de María Elena, en las que también se destacan esos dos elementos, resulta, para más de una generación, un recuerdo potente de infancia. Hace poco, esos libros volvieron a estar disponibles para los que hoy son niños –y para aquellos que fueron niños y hoy son padres, y hasta abuelos– gracias a la reedición que hizo Sudamericana. Vilar dice que fue una conmoción para él enterarse de que lo estaban buscando para este emprendimiento, ver hoy esos libros reimpresos, en tapa dura. Como lo fue, también, la muestra que unos meses atrás se montó en el Centro Cultural Kirchner alrededor de su obra. “Todo esto es mucho, no sólo por lo que significa como reconocimiento, algo a lo que no estoy acostumbrado. También porque gracias a esa muestra pude tener reunidos a ocho de mis nueve nietos, hasta viajó mi hijo que vive en España con mi nieto que nació allá... Fue un momento imborrable”, agradece.

Hay otra muestra que próximamente hará foco en su obra con Walsh, en este caso sobre un poco conocido trabajo para el programa infantil televisivo Los requetepillos, que la autora hizo por ATC, recién llegada la democracia y con María Herminia Avellaneda en la dirección. Se inaugurará el próximo 5 de noviembre en el Espacio Cultural Nuestros Hijos, de Madres de Plaza de Mayo, y dará paso al festival que lleva el nombre de María Elena, ese próximo sábado 7. Dailan Kifki –aquel elefante que era “una enorme montaña gris”, pero que para esta versión tuvo que ser coloreado en marrón, “porque María Elena decía que había que aprovechar la televisión a color”– y el niño Felipito Tacatún –que aparece en historias de María Elena, y al que la autora pensaba dedicar un cuento entero, según recuerda Vilar– son los protagonistas de estas series de dibujos que se exhibirán en la ex ESMA. “Sinceramente, es un momento de reconocimiento y de interés por esto que alguna vez he hecho, que me sorprende a esta altura y que agradezco. No quiero parecer un candidato político, pero me da algo así como fe y esperanza”, dice el ilustrador con su marca propia de humor.

A lo largo de su carrera, Vilar trabajó en revistas como Tía Vicenta, La Hipotenusa y Media Suela; en Anteojito hizo la historieta “Agustina”; en Para Ti, “La familia tipo”. En los diarios La Nación, La Razón, La Epoca, La Voz y Viento Sur mantuvo tiras como “Punto en Boca”, “El comando Gelatina”, “María Castaña”, “Cleto y González” –Cleto era un loro medio bobo y, dice Vilar, si hubiera apodado Fernández al otro protagonista, hubiese sido doblemente gracioso unos años atrás– y “Cipayón y Tilinguín”, esta última, sí, de rigurosa actualidad. Además de los libros de María Elena Walsh, ilustró otros como Reportajes supersónicos, de Syria Poletti, Nuestro terruño y Palabras mías, de Zulema Vilar, y Esa musiquita, de Teresa Parodi.

Y está también, claro, la extensa obra que dejó junto a María Elena Walsh, con quien terminó entablando una relación de amistad que se refleja en las dedicatorias que hoy guarda de sus libros. Esa amistad, cuenta Vilar, tuvo un comienzo que parecía predestinado: la casa donde él comenzó a pintar en la adolescencia de manera “clandestina”, a escondidas de sus padres, resultó ser la misma en la que años después lo citó María Elena para que comenzaran a trabajar juntos en los libros; la propia casa de la autora: “Laprida y Melo, 3º A”, repite con precisión Vilar.

El padre de Vilar era despachante de aduanas y su madre se dedicaba a su casa, tal como indicaba la época. Aquella familia de Barrio Norte –“Juncal al 2400, una casa espectacular que desembocaba en un patio interno, con vivero, bancos y todo, que aún se conserva”, recuerda el dibujante– no ofrecía mucho margen para tomar oficialmente la decisión de “ser dibujante”. “Los padres tenían mayor injerencia en la vida de los jóvenes en aquella época y yo tenía aceptada a medias las decisiones de ellos: tenía que estudiar medicina, abogacía, ingeniería o una de las carreras militares”, repasa en diálogo con Página/12. “Eran las opciones que se presentaban. Así que empecé derecho y llegué a dar una materia. Pero nunca dejé de dibujar: iba a dibujar a la casa de una amiga mía, un gran amor, Mercedes Gowland. Su padre había muerto y su madre apoyaba todo lo que fuera arte, así que allí podía dibujar y además íbamos a tomar clases al taller de Santiago Cogorno, en Charcas y Callao. Bah, ella iba porque pintaba y yo iba para acompañarla, o mejor dicho a custodiarla”.

–¿Iba al taller de arte por custodio, entonces, antes que por dibujante?

–Es que Cogorno era un atrevido, eso yo lo sabía. Daban clases él y su mujer, pero yo estaba ahí, siempre firme, molesto e insistente, detrás de Mercedes. Creo que logré mi cometido; hasta donde supe, nunca avanzó con ninguna otra intención fuera del dibujo. Y tanto rondé y rondé por ahí que el tipo empezó a darme consejos. Me aconsejó que me dedicara al humor y que trabajara con pluma, porque me veía hábil con la tinta china. El en realidad me aconsejaba a mí para quedar bien con Mercedes, yo me daba cuenta. Pero sus consejos me vinieron bien.

–¿Y cómo comenzó a publicar sus historietas?

–En el 57 apareció la revista Tía Vicenta y llevé unos dibujos a las galerías Güemes. Me publicaron uno y entonces empecé a agobiarlos con dibujos, todas las semanas llevaba uno. Y me los publicaban. Entonces llevé también a la revista Avivato, el director era Billy Kerosene. Y me publicó una página. ¡Ahí me agrandé como loco! Imagínese, tenía 20, 21 años. Y así, agrandado, empecé a llevar a todos lados. Entre esos lados, llevé una historieta horrible al diario La Razón. No me la publicaron, por supuesto, era horrible de verdad. Pero ahí conocí a Dobal, que me propuso trabajar en la agencia de Lino Palacios. Comencé a trabajar todas las tardes ahí y esa fue mi gran escuela. Y Lino Palacios fue mi maestro, mi gran amigo, tengo un recuerdo enorme de él.

–Hasta entonces formaba parte del mundo de los diarios y revistas, pero no de los libros. ¿Cómo conoció a María Elena Walsh y comenzó a trabajar con ella?

–Yo había comenzado a trabajar en una serie de revistas de Atlántida. Y a través de Atlántida conocí al editor de Sudamericana. Un día me llamaron y me dijeron si quería ilustrar los libros de María Elena Walsh. Creí que era una broma:, ella ya era conocida, había escuchado sus canciones. Eran a principios del 60 y ella ya había hecho un recorrido importante. Lo increíble fue que cuando nos conocimos y nos presentaron en Sudamericana, fuimos a tomar un café a la esquina, a un bar que se llama Caracol, que todavía existe. Fumamos 120 mil cigarrillos, como correspondía, y llegó la hora de combinar cómo trabajaríamos, dónde. En aquel momento, yo tenía dos hijos y era medio complicado trabajar en mi casa, digamos que no era un lugar para concentrarnos y estar tranquilos. Así que ella me dijo que fuera a su casa: Laprida y Melo, 3º A. O sea, el mismo edificio y el mismo departamento donde había vivido la familia Gowland, que se había mudado cerca de la Rural, y donde yo había comenzado a dibujar.

–¿Y cómo era ese modo de trabajo junto a María Elena?

–Nos reuníamos, trabajábamos juntos. Ella me contaba la historia y para el siguiente encuentro yo imaginaba cuatro o cinco situaciones. Y ella elegía, casi siempre le gustaba más de una, o todas. Excepto con Dailan Kifki: ¡ese elefante me dio muchísimo trabajo! En realidad, lo que dio trabajo fue la tapa de Dailan; no salía y no salía, a María Elena no le convencía nada. Tutú Marambá, en cambio, que fue el primero que hicimos juntos, salió de taquito. Después vinieron El reino del revés, Zoo loco, y más tarde Cuentopos, Chaucha y palito, Los tres morrongos, Manuelita, Un chimpancé...

–¿Cómo ve hoy, a la distancia, toda esa obra?

–Creí que iba a lograr algo interesante, bueno, macanudo, pero no que iba a tener la relevancia que tuvo; tanta, tan emotiva para muchos. Es una gran alegría esta reedición y todo lo que provocó. Fue un milagro cuando me llamó Sudamericana en el mes de marzo para decirme que me estaban buscando. Eso vino después del reconocimiento de la Cámara Argentina de Ilustradores; después vino la muestra del Kirchner, ahora esta que están preparando en la ex ESMA, con todo lo que significa ese lugar. Todo esto me tiene sorprendido, apabullado. Estoy desacostumbrado también, porque yo vengo de pasar momentos muy difíciles en lo laboral. Lástima que no esté María Elena para vivir esta etapa; es lo único que lamento.

–¿Cuáles fueron esos momentos difíciles?

–Tuve que salir a vender dibujos a la calle. Era la época de Menem, no había trabajo, cerraban las editoriales, la revistas, cerraba todo. Algo tenía que hacer y salí por mi barrio, por San Telmo, a dibujar lo que me pidieran, al que me lo pidiera. Me encontré con que la policía me pedía plata para empezar a intentar vender mis dibujos. Mal podía darles un dinero que no sabía si iba a conseguir. Hasta que conseguí un espacio para vender en la feria de San Telmo, los domingos. No fueron épocas buenas para nadie en este país, para mí tampoco.

–¿Sigue dibujando?

–Ya no, perdí paciencia y precisión. Los últimos dibujos los hice para mí. Me inspira lo que amo: Racing Club, por ejemplo. Soy devoto de la santa madre Academia. Soy socio honorario y sigo yendo a la cancha. Ya ve que, entre tantas cosas que perdí, no figura la pasión.

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