Jueves, 18 de junio de 2009 | Hoy
RADIO › A LOS 46 AñOS, MURIó FERNANDO PEñA
La historia es conocida: en un vuelo a Chile, Lalo Mir descubrió al tipo capaz de hacer dialogar a personajes disímiles. Así comenzó una carrera tan llena de exabruptos como de genialidades.
Por Emanuel Respighi
La historia es conocida, pero describe a la perfección la combinación de transgresión y talento que convivían –como podían, a los golpes– en Fernando Peña. En su rol de tripulante de cabina de Eastern Airlines (actual American Airlines), Peña solía matizar las horas de vuelo creando personajes para hacer los anuncios a través del micrófono. Uno de ellos era Milagros López, la azafata de origen cubano que daba disparatados consejos a los pasajeros. En un vuelo hacia Chile, entre los pasajeros se encontraba Lalo Mir, quien, maravillado por la gracia y ocurrencia de la locutora, pidió conocerla para llevarla a la radio. Cuando supo que esa mujer era creación de Peña, no dudó en ofrecerle trabajar en su programa. A partir de ese momento, Peña y sus criaturas tomaron el micrófono para no abandonarlo hasta hace algunos días, cuando debió ser internado de urgencia por el recrudecimiento de un cáncer de hígado. Ayer, el locutor y actor falleció a los 46 años. Sus restos son velados desde anoche en la Legislatura porteña.
Provocador nato, artista inclasificable, transgresor como pocos, maniático insufrible, maestro radiofónico: algunas de las consideraciones que le cupieron a Peña a lo largo de una carrera no exenta de reconocimientos, excesos, exabruptos y escándalos mediáticos. En el afán de desnudar al hombre de las mil voces, sobran los interrogantes. ¿Cuál era el verdadero Peña? ¿Aquel artista que en radio podía hacer dialogar o discutir a cinco, diez, personajes a la vez desde sus propias cuerdas vocales, a un ritmo feroz, sin que los oyentes se dieran cuenta? ¿O aquel otro que a fuerza de una verba sin filtro y fuera de sí alimentaba horas de programas de chimentos por sus declaraciones intolerantes y actitudes que rozaban el buen gusto? Ni uno ni otro: ambos eran parte de la esencia de un ser que por vivir como quiso y decir lo que quiso, sin medirse, fue amado y rechazado con igual pasión.
De la misma manera que para Fernando Peña no existían los grises, tampoco el público tenía término medio con su figura, tan avasallante como contradictoria. El hecho de que nunca supo, ni quiso, separar su vida de su obra lo convirtió en un ser en el que el personaje y la persona se confundieron permanentemente, sin que el público pudiera descubrir jamás –tal vez, incluso él mismo– quién era en realidad ese hombre que cuando enfrentaba el micrófono demostraba lo mejor de su capacidad artística. Desligar a ese animal de radio del combo anómico y esquizofrénico que Peña vendía fuera del éter era una tarea, al menos, compleja. Seguramente imposible.
Homosexual confeso, portador público de HIV, cocainómano declarado, en su verba no cabía lugar para los eufemismos. Brutal y contundente, intolerante y egocéntrico, cada aparición pública de Peña tenía garantizada una amplia repercusión mediática. Con intencionalidad o sin ella, nunca pasaba inadvertido: hizo de la vida en los medios una manera de encarar la profesión y su propia existencia. Y los medios, fuera la radio, el teatro o los diarios, el confesionario ideal para decir y hacer lo que siempre quiso. En efecto, su último proyecto fue mostrar su tratamiento de quimioterapia a través de Intrusos, con el objetivo de hacer un documental sobre su lucha contra la enfermedad a beneficio de la Fundación Huésped.
“Quiero burlarme tanto de la realidad hasta que la gente piense “¡Qué hijo de puta! y me odien a mí, pero que por mi sacrificio se den cuenta de los males de esta humanidad. Es vocacional. Voy a seguir hasta la muerte. Creo que soy arte antes de ser persona. Y eso me trae problemas como persona porque no me sé relacionar. Mis personajes dicen cosas que en mi vida personal yo no puedo decirle ni a una persona que quiero”, dijo una vez.
Criaturas de una mente compleja
Corriendo el velo del personaje mediático que disfrutaba de las consecuencias de sus dichos, hay que señalar que Peña (Montevideo, Uruguay, 31 de enero de 1963) no necesitó de declaraciones pomposas para acaparar la atención de la comunidad artística. Mucho antes de que el personaje y la persona se confundieran, hubo un Peña que se destacó por su capacidad frente al micrófono, donde debutó por casualidad en 1975 cuando acompañó a su padre (el periodista deportivo Pepe Peña) a la transmisión de un partido de fútbol, en el medio de la cual y a micrófono abierto se le escuchó decir “Papá, me estoy meando”. Cuenta la leyenda que a raíz de varios llamados de los oyentes celebrando “el separador del nenito”, el niño se convirtió en un habitué de la artística de la radio.
Ya en la era profesional, en esa oportunidad que le dio Mir en 1994 en Cabeza de pescado, el ciclo que condujo junto a Elizabeth Vernaci en Del Plata, Peña comenzó a mostrar su mayor credencial artística: la creación de personajes que, cada uno con su propia visión del mundo, dialogaban entre sí con fluidez asombrosa. Ese recurso hizo que tras trabajar con Mir y Vernaci en Animal de radio (1995, Rock & Pop) y en Tarde negra (1996, Rock & Pop), cocondujera Huevos fritos junto a Ronnie Arias en FM Energy, emisora que en 1997 le permitió animar Grafitti, su primer ciclo solista, a través de la voz de Dick Alfredo, un locutor mexicano bisexual e hiperactivo. En Grafitti ya había señales del estilo Peña: el programa, que inicialmente se emitía diariamente de 12 a 13, tuvo que ser movido a la medianoche por el humor corrosivo.
Sin embargo, no fue hasta la primera versión de El parquímetro (1998–2001, Metro), donde Peña y sus criaturas alcanzaron su mayor repercusión. Como él mismo se encargaba de afirmar y el tiempo le terminaría dando la razón, Peña no creaba personajes sino personas con vida y pensamientos propios. Criaturas como Milagros López (“La vieja que vive en mí”, dijo alguna vez), Martín Revoira Lynch (“Como me educaron”), Roberto Flores (“El puto patético que soy”), La Mega (“La mujer que quiero ser”), Porelorti (“Mi parte corrupta”), Palito (“El taxi boy que fui y no lo niego”) se convirtieron en clásicos de la radiofonía de la última década. Un mix de personajes que surgían de su propia voz y a los que conjugaba al aire con maestría. Al punto de que durante mucho tiempo hubo oyentes que no creyeron que los personajes que intervenían en El parquímetro, con Sebastián Wainraich y Diego Scott, salían de la mente y cuerdas vocales de una misma persona.
En 2001 se quiso correr del registro humorístico con La vereda tropical (Del Plata), pero duró apenas un año. Su primer escándalo mediático lo tendría en 2002, cuando haciendo Cucuruchos en al frente junto a Diego Ripoll en la Rock & Pop es censurado por el Comfer y dejó de trabajar por un par de años. El regreso al éter se dio en 2004 con una nueva versión de El Parkímetro (con K, en referencia al comienzo del gobierno de Néstor Kirchner), en radio Kosiuko. Finalmente, en 2006 el programa pasó a la Metro, donde actualmente se emite de 7 a 10 de la mañana.
“Yo no soy gay ni homosexual: soy un puto sufrido”, solía decir el actor. Sobre su virtud de las mil voces, explicaba que “en mi infancia y adolescencia no tenía amigos varones, no jugaba a la pelota ni tampoco a los autitos. Entonces, jugaba a llamar a gente de la guía telefónica haciéndoles distintas voces”. Paralelamente a su trabajo radiofónico, Peña llevó al teatro distintas obras, siempre signadas por un humor negro y trágico protagonizada por criaturas surgidas de su mente. Ezquizopeña, intimidad rioplatense, Ezquizopeña, el musical, Mugre, La burlona tragedia del corpiño, Yo, chongo y glamoroso, Jeans, todo lo sólido se devanece en el aire, Ni la más puta, Sit down Tragedy, Gracias por volar conmigo y Diálogo de una prostituta con su cliente, que presentó hasta hace semanas y en la que trabajaba con texto ajeno. En TV participó en 2003 de la serie Sol Negro, tuvo un papel especial en Epitafios y condujo el ciclo de entrevistas El otro para Canal (á) y el experimental Isla flotante en Canal 7. Junto a la periodista Mariana Mactas escribió su biografía Gracias por volar conmigo y se desempeñó como columnista de Crítica.
Talentoso o provocador, Peña dejó en su acelerado camino a la fama la idea de un hombre que intentó pelearle a la vida con sus propias armas y miserias. Un hombre común y corriente envuelto en un animal de radio sin límites ni hipocresías. Puede recordárselo como un transgresor, una víctima de los medios o el genial creador de personajes radiofónicos que fue. A él no le importaría ni un poco. El hombre, como alguna vez deseó que dijese su epitafio, no le pide perdón a nadie. Ni siquiera a él mismo.
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