RADIO › OPINION
› Por Martín Becerra *
La radio nació como objeto y como experimento. Como objeto, era un mueble valioso que lucía el living del hogar moderno. Como experimento de transmisión inalámbrica de sonidos, funcionaba parasitando contenidos creados con otros fines (como óperas o eventos deportivos) ya que, en sus primeros tiempos, carecía de lenguaje propio. Para Bertolt Brecht “no era el público quien esperaba (el surgimiento de) la radio, sino la radio que esperaba al público”. Al enhebrar un idioma distintivo inició su edad dorada, forjando un vínculo con la sociedad que le permitió negociar con los ciclos espasmódicos de la política y reinventarse en momentos críticos, como cuando se masificó la TV. Lejos de implicar el ocaso de la más antigua, ambas tecnologías convivieron con bastante armonía, incluso en la disputa de la torta publicitaria.
En la Argentina la política respaldó un modelo comercial–empresarial con un control sobre los contenidos políticos y sociales que fue intenso desde el golpe de Estado de 1930 hasta la recuperación constitucional de 1983 (con excepciones y altibajos) y que desde entonces se realiza por vías indirectas, como la influencia de los gobiernos (nacional, provinciales y municipales) a través de la publicidad oficial, la compra de espacios y el auspicio a productoras y periodistas.
La ausencia de concursos públicos para acceder a licencias en los principales centros urbanos no fue obstáculo para que las emisoras cambien periódicamente de titulares, en una suerte de comercio informal –e ilegal– de permisos de explotación del aire. Por la falta de competencia sobre las licencias, obturada por los gobiernos de los últimos 50 años, la saturación del espectro radial es manifiesta en las grandes ciudades, con la agregación de estaciones que cubren un rango de experiencias estéticas y políticas muy amplio. Amplitud oxigenada, además, por operadores no comerciales que realizan prácticas radiales alternativas a la mercantilización y que, desde 2009, con la ley audiovisual votada por el Congreso (y derogada parcialmente por decretos del presidente Macri, aunque no en este aspecto), tuvieron un reconocimiento normativo que les estaba vedado hasta entonces. El subsistema de radios estatales complementa un panorama que es diverso.
En la Argentina hay varios miles de radios en funcionamiento. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas. Y, más allá de lo que marca la ley y de lo que supone el sentido común, sólo un puñado se sostiene con ingresos publicitarios. El resto adopta formas económicas que abarcan desde el mecenazgo que se crea por la dependencia de una fuente excluyente de ingresos (privados o estatales) hasta el expandido alquiler y subalquiler de espacios que pondera el carácter privado de la propiedad por encima del control editorial que, muchas veces, resulta tercerizado en productoras.
El ente gubernamental de comunicaciones (ENaCom), sinceró recientemente otra característica de la economía de las radios argentinas, que es su funcionamiento en cadena en segmentos considerables de la programación, lo que se potencia con la centralización geográfica de la producción de emisoras cabecera situadas en grandes ciudades que distribuyen/venden contenidos a radios que los repiten a escala local.
Hoy, cuando faltan cuatro años para su centenario, la radio es forzada a una mutación radical. La coyuntura es adversa: mientras disminuye el encendido y la fabricación de los objetos llamados “radios”, su sostenimiento económico es incierto, la regulación legal del sector audiovisual sufre nuevas alteraciones y los usos sociales se autonomizan y esquivan crecientemente la programación, típica del broadcasting radial y televisivo, la radio atestigua el surgimiento de competidores nativos de las redes digitales que, en ciertos casos, parasitan sus formatos.
La radio fue el primer medio electrónico dotado de ubicuidad, con la popularización de modelos portátiles (como la Spica) a fines de la década de 1950, en un desplazamiento de la escucha grupal a la individual. Tres décadas después y en pleno auge de la FM se incorporaría a los walkman, en otra muestra de capacidad adaptativa. Con esos antecedentes, la radio cultivó una experiencia más flexible frente a cambios drásticos que la prensa y la TV. Por ello, la migración de la radio hacia las redes digitales a través de streaming de escucha en vivo como de descargas (por ejemplo vía podcast), es menos traumática en términos organizativos y logísticos que las de otros medios.
Pero la desprogramación que descoloca toda la cadena productiva de los medios tradicionales, junto a la expansión móvil a través de los smartphones como dispositivos preferidos de una audiencia cada vez más fragmentada, representan desafíos que exceden el problema, de por sí complejo, de trasladar contenidos desde una plataforma a otra, o desde el aire hacia la red.
Como señaló Agustín Espada “las mediciones de audiencia tradicionales caen, pero sólo captan la escucha por el aparato tradicional (…) Internet aparece hoy como un monstruo de consumo que presenta desafíos –y oportunidades– por los cambios en las prácticas de sus usuarios”. La ruptura de paradigma no se reduce a la dimensión tecnológica, sino que afecta integralmente el escenario económico de funcionamiento de la radio, su contrato social y su regulación legal. En eso anda enredada la radio con sus flamantes 96 años.
* Especialista en comunicación, docente UBA, Conicet, UNQ.
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