Lun 01.06.2009
espectaculos

DANZA › TERESA DUGGAN FESTEJA SUS 25 AñOS COMO COREóGRAFA

Cuerpo, mente y espíritu

A lo largo de toda esta temporada, presentará un combo de espectáculos representativos de su amplia labor coreográfica. Duggan desanda en esta entrevista el largo camino recorrido y explica en qué consiste lo sustancial de su trabajo: “No trato de imponer lo mío”.

› Por Alina Mazzaferro

Permanecer durante veinticinco años sin interrupciones en el campo de la danza, especialmente para un coreógrafo autogestivo e independiente, es sin duda motivo de una gran celebración. Teresa Duggan, siempre de perfil bajo pero cada año con un proyecto bajo el brazo, es quien en esta oportunidad merece ser laureada: dos décadas y media atrás fundaba Duggandanza, su compañía. Por eso, a lo largo de todo este año, Duggan presentará un combo de espectáculos representativos de su amplia labor como coreógrafa: todos los miércoles de junio podrá verse el programa Danzan-do (25 años), compuesto por el estreno 4 sustancias y la reposición de 4 poemas, un solo que ella misma interpreta (en el British Art Centre –Suipacha 1333– a las 21). Para el invierno habrá teatro-danza para chicos –la segunda parte de la exitosa A todo vapor– mientras que, para la segunda mitad del año, la creadora prepara un recorrido por fragmentos de sus obras, con artistas invitados y ese toque oriental que hace tiempo la caracteriza. Pero más allá de los prometedores planes a futuro que Teresa tiene para Duggandanza, esta vez ella prefiere zambullirse en el pasado. Los aniversarios son buenos momentos para recordar las primeras andanzas, por eso Duggan le dedicó un buen rato a Página/12 para desandar el camino recorrido.

Teresa tiene una bella historia de amor con la danza. A diferencia de la mayoría de las bailarinas, que suelen iniciarse de pequeñas en la danza clásica, ella empezó tarde. Muy tarde. Tomó su primera clase a los diecisiete años. Pero, para ella, su romance con la danza había comenzado mucho antes, cuando vivía con su familia en un pueblito de la provincia de Buenos Aires que lleva su mismo apellido, en homenaje a sus antepasados. Duggan es una suerte de Isadora Duncan argentina y contemporánea: ella se formó a sí misma, moviendo el cuerpo libremente, a escondidas, en un rincón de su casa. No sabía que existía la danza, pero bailaba.

“Somos diez hermanos y vivíamos en el campo –cuenta, entusiasmada por narrar por primera vez su “verdadera autobiografía”–, mi papá era diez de handicap y los fines de semana íbamos a ver polo, nada que ver con la danza. Lo que registro como mis primeros pasos de baile fue el hamacarme a grandes alturas, parada en la hamaca mirando el cielo, observando cómo se acercaban y alejaban las nubes. Eso me generaba una sensación que luego descubrí que era muy parecida a bailar. Era esa brisa que se genera cuando uno baila bien, una brisa embriagadora que representa la armonía del cuerpo en el espacio, la energía, el fluir”. Teresa sigue explicando cómo se encerraba todas las tardes a bailar en el “baño rosa” –porque en ese hogar había un “baño verde” para los varones y otro rosado para las chicas–, que era el único lugar de privacidad. Cuenta que jugaba con el movimiento, investigaba con su cuerpo, y fue ahí donde descubrió el placer de bailar. “Siento que ése fue mi verdadero aprendizaje”, asegura.

La del pueblito Duggan era una Teresa supercoqueta, la menor de muchísimos hermanos, que iba al colegio en sulky “como la familia Ingalls” –dice ella– y que lucía todos los días un rodete diferente. Un día su mamá le dijo: “Te voy a llevar al Teatro Colón, que me parece que te va a gustar mucho”. Ella nunca olvidó esa promesa, aunque finalmente su mamá nunca la llevó al Colón. Su papá era una suerte de prócer del polo, que había viajado mucho y conservaba las fotos que alguna vez se había sacado junto a grandes estrellas. “Pero mi papá me tuvo a los 58 años –recuerda–, yo escuchaba historias de ese pasado glamoroso como si fueran cuentos, porque yo nunca lo viví.” Esa fue la Teresa que llegó a los diecisiete años a Buenos Aires, sin idea alguna de que se iba a convertir en bailarina. Un día, una profesora de gimnasia le preguntó: “¿Hiciste danza alguna vez? Porque tenés condiciones...”. Y fue así, casi por casualidad, que Teresa fue a tomar su primera clase de danza contemporánea.

Claro que no cayó en manos de cualquier maestro: le habían recomendado que fuera a ver a Ana Itelman. “Yo no tenía ningún prejuicio –recuerda Teresa–, tenía la cabeza libre y eso me jugó a favor porque los prejuicios son los que ponen las peores trabas. No tenía expectativas respecto de cómo me iban a ver a mí. Con el tiempo me di cuenta con la carga que venía la gente: muy preparada, con miedo a que Ana no los aceptara. ¡Yo no tenía nivel de nada! Tomé una clase de improvisación que Ana daba con un mimo y me pareció superdivertida. Cuando terminó la clase ella me preguntó con quién había estudiado. ‘Con nadie –le dije–, es mi primera clase...’”. Es posible imaginar la sorpresa de Itelman, pero también la buena impresión que tuvo de Duggan, porque la aceptó como su alumna y así se introdujo Teresa en el mundillo de la danza. Estudió con Graciela Concado y Freddy Romero. Y se fue a Nueva York a conocer las técnicas de los grandes maestros: Alwin Nikolais, Merce Cunningham y José Limón.

–¿Cómo una chica que recién da sus primeros pasos en la danza llega a estudiar en los EE.UU. en las escuelas más importantes?

–Mi primer amor a nivel coreográfico fue Alwin Nikolais, que venía a mostrar su trabajo al Colón. Estudié su método con Graciela Concado; ella se había formado con él en Estados Unidos y yo quería seguir sus pasos. Finalmente, logré poder ir allá a tomar un curso. Antes de irme, Ana me había conseguido algunos laburos: bailaba en la tele, con corografía de Doris Petroni, en un programa de Andrés Percivale de 1979; también hice una obra infantil de María Elena Walsh. Con mis ahorros me fui a tomar un curso de cuatro meses a Nueva York. Y me quedé cuatro años.

La experiencia de Duggan en la gran manzana, entre 1980 y 1984, es fascinante porque, como ella misma afirma, “lo más sustancioso de la danza estaba pasando allí, el contemporáneo estaba pegando un coletazo”. Así cuenta cómo entró al curso avanzado de la escuela de Nikolais porque “era buena alumna y me sabía todas las secuencias de memoria”. Aún se asombra de la efectividad de aquel método: “Si veías el final de la clase y te decían que tenías que hacer eso, decías ‘es imposible hacerlo’. Pero al final lo lograbas”. De Cunningham recuerda la severidad de su técnica. “Se empezaron a correr los parámetros de la danza, apareció Trisha Brown, la danza orgánica –se acuerda–. Cuando uno tenía las respuestas empezaron a cambiar las preguntas. Había clases que empezaban con el profesor mostrándote un esqueleto humano. Se trataba de volver a conocer el cuerpo.”

–¿Se formaban tribus alrededor de los coreógrafos?

–Sí. De acuerdo con el estudio que ibas, debías vestir de determinada manera. El de Cunningham era el más cool, se usaba el jogging, la remera, todo al revés. En lo de Nikolais se usaba todo ajustado para que se viera el cuerpo. En lo de Martha Graham, malla sin medias. Para las clases de Trisha Brown o de contact, la ropa era tan suelta que había que encontrar el cuerpo en medio de ella. Si ibas a una clase y veías cómo estaban vestidos los bailarines podías decir qué otras clases tomaban.

Duggan pululaba de un universo a otro, cambiando su vestimenta y “tratando recuperar el tiempo perdido: tenía que ser una aspiradora”. De allí pasó a formar parte de las compañías de Elaine Summers y Marta Renzi, con las que trabajó en Estados Unidos y Europa. Entonces, ¿por qué regresar a la Argentina? “Siempre quise coreografiar, siempre concebí la danza como creación. Cuando estuve afuera me pareció más importante adquirir experiencia, bailar con otros grupos, aprender a dirigir. Pero yo quería ser coreógrafa y en Argentina me resultaba más fácil alquilar un estudio para ensayar”, dice. Fue así como Duggan comenzó bailando en sus propias obras para luego ir conformando un equipo de trabajo, muchas veces con sus propios alumnos. También colaboró como coreógrafa para otros grupos, dirigiendo acróbatas, cantantes o actores. Gerardo Hochman la convocó en diversas oportunidades (Gala, Fulanos, Sudestada, Bellas Artes). Junto a La Arena realizó un intercambio con el Cirque du Soleil, montando un número especial con miembros de ambos circos. También La Pipetuá, Héctor Levy Daniel o Julia Zenko la convocaron, según ella, porque “yo no trato de imponer lo mío, sino que respeto el sello del otro. Enriquezco lo que el otro quiere decir, me meto en su estética, en su pensamiento”. Si “en la danza en general se trabaja con lo que falta, porque la de al lado siempre tiene mejores piernas que yo”, Duggan, en cambio, siempre prefirió trabajar “con lo que hay, sobre el potencial del otro”. “Así se avanza más rápido –asegura–, es como destapar una olla.”

Duggan llegó a montar una coreografía para un recital de Natalia Oreiro; así, descubrió que el perfil comercial del espectáculo no era lo que realmente le interesaba: “Está bueno poder llegar a tocar el ambiente de la tele, que parece tan inalcanzable –dice–, porque cuando lo hice me di cuenta de que para trabajar en eso prefiero quedarme en casa tomando mate”. Uno de los ámbitos en donde más fue reconocida es en el del teatro infantil –o, mejor dicho, la danza para chicos–: ella apostó a combatir los estereotipos del género, brindando una opción bien diferente a los megashows en los que “los niños bailan como adolescentes y el gran valor de las chiquitas es verse sexies. Quise mostrar que puede haber movimiento divertido sin necesidad de hacerse el grande”, dice.

Así es el universo que Duggan construye, tanto para chicos como para grandes. Maestra de la imaginación, con muy poco Teresa inventa grandes mundos. De hecho, fue su deseo de imaginar historias el que la llevó a la danza, desde aquel momento en que, subida a una hamaca, sintió que se acercaba a las nubes, embriagada por la brisa del movimiento.

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