DANZA › LAS OBRAS MANERIES, DE LUIS GARAY, Y TUALET, DEL GRUPO JOB
Los trabajos de dos jóvenes coreógrafos exploran las posibilidades expresivas del movimiento y experimentan con un montaje y espacios no convencionales sin apelar al relato lineal. “Quisimos reducirlo al grado cero”, precisa Garay.
› Por Carolina Prieto
Si el reciente Festival Ciudanza sorprendió a miles de vecinos con creaciones al aire libre teñidas de humor, energía y mucha creatividad, la vitalidad de la danza local no se detiene y, con la llegada de los primeros fríos, se muda al interior de las salas. Los teatros del Abasto, una de las sedes porteñas de lo nuevo, se abren cada vez más al movimiento, al punto de que dos espacios de ese barrio son testigos de un boom inusual. Públicos que desbordan, apuestas al riesgo y a la experimentación en lugar de fórmulas ya transitadas y una calidad artística muy alta. ¿Las reacciones? Desde ovaciones y caras perplejas que acaso necesitan tiempo para digerir lo visto hasta espectadores que se levantan y se van. En el Portón de Sánchez (Sánchez de Bustamante 1034, los sábados a las 21), el coreógrafo colombiano Luis Garay, 28 años y radicado en Buenos Aires, presenta Maneries, su nuevo trabajo. Una exploración de las posibilidades expresivas del cuerpo, desde la quietud total, el mínimo e imperceptible desplazamiento de una mano hasta alcanzar pequeñas formas corporales que se combinan de lo simple a lo complejo en un engranaje perfecto. DJ en vivo, una intérprete apabullante (Florencia Vecino) y una mezcla de luces, sonidos y cuerpo desnudo que cautivan. A unas pocas cuadras, en el Espacio Callejón (Humahuaca 3759, los viernes a las 22) la cita es con Tualet, del jovencísimo grupo JOB dirigido por Juan Onofri Barbato, de 25 años. Es un montaje impactante de danza en vivo y filmada, objetos y pantallas que revelan espacios reales y sugeridos con múltiples guiños a la percepción, en un circuito casi ininterrumpido a cargo de dos intérpretes que son dinamita (Nicolás Poggi y Sergio Villalba). En ambos casos no hay un relato lineal ni pretensiones narrativas, más bien búsquedas para espíritus abiertos.
Es difícil permanecer indiferente ante las obras de Garay. En Parto, presentada el año pasado en Ciudad Cultural Konex, el creador se unía a Pablo Castronovo en una serie de dúos impecables mientras una pantalla reproducía textos fragmentados y sin un sentido literal. El espectador se enfrentaba con una serie de signos corporales y lingüísticos contrastantes -el dúo funcionaba como un todo organizado y armónico; las palabras sugerían lecturas distintas– y podía armar su propio collage. Pero más allá de esta complejidad, los cuerpos se entregaban ciento por ciento a una danza furiosa. En Maneries pasa lo mismo, o casi. Es que la bailarina, ultradelgada, fibrosa y blanquísima, permanece casi inmóvil durante más de diez minutos, apenas iluminada y bañada por sonidos mínimos que el DJ Mauro AP dispara desde su laptop. Parada frente al público, Vecino levanta antebrazos y manos en forma lentísima e imperceptible. El cuadro puede irritar pero es evidente que algo está pasando. Hasta que las manos, ya cerca del rostro, se embarcan en movimientos que, de a poco, van incorporando al cuerpo entero. La música y las luces cambian y ella despliega un abanico de gestos y desplazamientos que se conectan y se interrumpen en forma imprevista. Hay repeticiones, aceleraciones que cortan el aliento y ralentamientos. Un encadenamiento de secuencias ejecutadas con la perfección de un reloj suizo dibujan un círculo en escena, como si ella fuera una atleta en la pista. Transpira, inhala con esfuerzo, y esa maquinaria de signos corporales adquiere de pronto una nueva forma. Florencia se desnuda y su figura ultrablanca crea formas rectilíneas, curvas, atléticas, robóticas, con algo de animal, o rozan el humor. Un entramado de imágenes potentes que simulan pinturas en movimiento. ¿Incómodo bailar sin ropa? “Para nada, lo más tensionante es el comienzo. Tengo que estar muy concentrada para mover los brazos de a milímetros”, comenta la intérprete. “Quisimos llegar al punto mínimo. Reducir todo al grado cero para que el menor movimiento fuera significativo. Reducir la información y de a poco ir acumulando más y más”, agrega Garay. Coinciden en que la apertura no fue pensada para provocar al público: era necesaria al planteo, surgido de una investigación sobre ciertas formas que el cuerpo humano adoptó a lo largo de la historia. “La simetría perfecta de Leonardo Da Vinci, las Venus, el hombre máquina, ciertas formas del romanticismo, el cuerpo de las publicidades de los ’60. Referentes con los que creamos un glosario de formas por las que Florencia transita durante una hora y veinte. Son como un back up de recursos con los que improvisa”, explica el colombiano. Por eso cada función es distinta: las formas y las duraciones varían; bailarina-dj-iluminador tienen que estar muy conectados. Fueron casi siete meses de ensayos hasta estrenar en Zurich (es una coproducción con Suiza), actuar en Alemania y Portugal y desembarcar acá. Y la dupla está tan entusiasmada que después de llevar Maneries –término que Garay tomó del filósofo italiano Giorgio Agamben, que alude a las formas manantiales o que dan origen– a Brasil y España, quieren bocetar una segunda parte sumando muchos bailarines.
Juan Onofri Barbato tiene más pinta de deportista que de bailarín. Puro músculo y vitalidad, se dedicaba al tango y a los deportes antes de dejar Neuquén para estudiar danza contemporánea en el Taller del Teatro San Martín. De allí egresó con un trabajo que llamó “Ansia” y que conforma los primeros dieciocho minutos de Tualet, la pieza que desde su debut acapara cientos de espectadores. ¿El origen? Las ganas de trabajar con ciertos objetos que lo atraían (un baño químico y un techo móvil que recibe y emite luz) y de su permanente obsesión por el modo en que los cuerpos ocupan el espacio. En el escenario del Callejón, dos chicos se multiplican en un circuito de espacios reales (el piso, un fondo elevado) y en una pantalla que los muestra reptando como arañas, saltando o en el interior del baño que aparece en escena. El montaje entre el vivo y el video es muy aceitado; los cuerpos parecen destinados a no aquietarse nunca, pasando de un lugar a otro con algo de ilusionismo. “No descansan nunca, no se instalan, como impulsados por el ansia de acomodarse en un lugar pero sin poder lograrlo. Como no poder encajar del todo el cuerpo, algo habitual en la ciudad”, explica el coreógrafo. Plásticos y dinámicos, Nicolás Poggi y Sergio Villalba se buscan, se evitan y se atrapan en un baile vertiginoso animado por sonidos electrónicos. “Nos despreocupamos en clarificar el vínculo entre ellos. Pero creo que está cerca de la amistad que se da en la adolescencia con mucho juego, complicidad y contacto corporal”, comenta. En Tualet no hay una unidad estilística, más bien contraste entre el solo del comienzo (redondeado y armónico mientras el techo desciende y parece comprimir al bailarín) y el parkour que domina la segunda parte. Esta disciplina nacida en Francia supone ir de un punto a otro en línea recta atravesando todo lo que se interpone. “Es un lenguaje callejero y deportivo, con saltos, agarres, corridas”, aclara Barbato. La obra demandó tal esfuerzo de producción que ahora Onofri sueña con lo opuesto. “Quiero poder llevar el próximo espectáculo en la mochila. Llegar a un espacio público, ocuparlo y darle vida”, asegura, profundizando así lo que hizo en una explanada de césped de Puerto Madero en el marco de Ciudanza con Ocupaciones breves, donde sólo utilizó una serie de carpas plegables como marco para la acción. Pero aún falta: Tualet aspira a completar la temporada antes de pegar el salto para el interior y cruzar fronteras.
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