Mar 10.11.2009
espectaculos

DANZA › EL CICLO PUENTES, TODOS LOS MARTES DE NOVIEMBRE, EN EL ROJAS

En la cocina del baile contemporáneo

El ciclo que se lleva a cabo en la sede de Corrientes 2038 presenta Ballet para un regimiento y Puente La vaca que, a pesar de ser realizados por estudiantes, exhiben un nivel destacable.

› Por Alina Mazzaferro

Hace cuatro años, el Centro Cultural Rojas llevó a cabo una experiencia que no volvió a repetirse, hasta ahora. Se trata de Puentes, un ciclo de danza pensado para reunir dos áreas de la institución naturalmente distanciadas: la pedagógica y la de programación. Luego de aquel fructífero intento de 2005 en el que Luis Biasotto, Gabriela Prado y Gerardo Litvak armaron espectáculos con alumnos, tarde pero seguro, los coordinadores de las respectivas áreas, Patricia Dorín y Alejandro Cervera, decidieron ir por una segunda vuelta. Así, el pasado martes comenzó la segunda edición de Puentes (podrá verse todos los martes de noviembre a las 21 en Corrientes 2038), con coreografías de Luciana Acuña y Silvina Grinberg, y aún mejores resultados. Porque una veintena de chicas comprometidas con su tarea hizo que un público compuesto por muchos padres y amigos olvidara que estaba frente a un grupo de estudiantes y presenciara un verdadero espectáculo de danza contemporánea, por momentos sumamente intenso y, por otros, muy divertido.

El programa comienza con Ballet para un regimiento, de Acuña. “¿Se puede bailar El lago de los cisnes al ritmo de la Marcha de San Lorenzo?”, se pregunta la coreógrafa desde el programa de mano. Una chica aparece en escena y toca, en un pianito de juguete, algunos acordes del más famoso pas de quatre de la historia del ballet. Al rato llegan sus compañeras, que trazan con cinta de papel algunas líneas rectas sobre el escenario. En seguida, todas se mueven meticulosamente igual. Forman hileras, corren simétricamente, despliegan sus cuerpos con trazos firmes y violentos como en un regimiento. Un cuarteto cruza sus brazos como en el famosísimo cuadro de El lago... y reproduce algunos de sus pasos más conocidos mientras suena la marcha militar. La Marcha de San Lorenzo ya había sido utilizada en el campo de la danza contemporánea (lo hizo Mónica Fracchia en Febo asoma), pero para hablar de la historia argentina a través del movimiento. Aquí, en cambio, Acuña reflexiona sobre la danza misma, específicamente esa vertiente que disciplina cuerpos, que los hace mover geométricamente, que los vuelve absolutamente idénticos. En seguida el acto bello –porque sin duda ese pas de quatre es de los más bellos del ballet– revela su lado oscuro: el del disciplinamiento, el del rigor extremo, el del hombre convertido en máquina a partir de un régimen autoritario que está en los cimientos de la danza clásica. Hacia el final, cuando una bailarina comienza a recitar los pasos en lugar de ejecutarlos –como en una vieja y muy simpática publicidad televisiva–, hasta el espectador menos especializado entiende que el del ballet es un lenguaje absolutamente codificado, sin lugar para lo innombrable, para lo nuevo.

La mirada de la danza contemporánea sobre la clásica es interesante para los tiempos que corren, teniendo en cuenta que, en la actualidad de la disciplina, muchos coreógrafos y bailarines contemporáneos desconocen la intimidad del mundo del ballet. Porque si la primera danza moderna de comienzos de siglo XX se ocupó de romper con ciertos cánones porque conocía en profundidad las reglas del clásico, hoy no necesariamente los trabajadores de la danza deben formarse entre puntas y tutús. Luciana Acuña es uno de estos ejemplares: miembro del grupo Krapp que se consagró con Mendiolaza, ella confiesa haber tenido poco contacto con la danza clásica. “Mi primera clase fue en la audición para entrar al Taller de la Universidad Nacional de Córdoba. La pasé muy mal y luego, ya en el taller, mi maestra me ignoraba, no supo mi nombre hasta la mitad del año. El ballet fue siempre para mí algo que les pertenecía a otros”, cuenta.

En realidad, Acuña dice conocer mejor el universo de las marchas militares que el del ballet: “En San Francisco, Córdoba, era integrante de la banda femenina de mi colegio. Eramos veinticinco chicas tocando tambores y las trompas. Siempre me llamó la atención que la banda era coordinada por profesores de educación física y no de música. Algo similar imagino que ocurre con las bandas del ejército: los soldados son soldados, no músicos”. Para encarar este proyecto, Acuña probó empalmar videos de diferentes estilos coreográficos con marchas militares y se le encendió la lamparita cuando descubrió a los cuatro cisnes danzando al ritmo de Febo asoma...”. A la inversa de lo que suele hacer Krapp en sus procesos creativos, ella diseñó estrictamente cada movimiento, con la ayuda del músico Gabriel Barredo: “Siempre prefiero estar más perdida al comienzo, pero dadas las características de esta propuesta –intérpretes que yo no conocía y muy pocos ensayos–, preferí cambiar”, cuenta. “Como ellas eran muchas y yo tenía poco tiempo para conocerlas en sus particularidades, decidí trabajar la obra como si fuese un solo cuerpo, un cuerpo de baile, un cuerpo castrense; entonces construí un ballet para un regimiento. Las dieciséis bailarinas son como mis soldados, embarcadas ciegamente en una misión donde la fortaleza y la fragilidad son una misma cosa.”

Tras el entreacto, llega el turno de Puente La vaca, la propuesta de Grinberg. Antes de que se abra el telón, ya se huele algo intenso. Es olor a heno y fardos de paja o alfalfa, que están a los costados pero también desparramados por todo el espacio escénico. Las chicas, con corpiños, polleras y rodilleras, deben desplazarse lentamente por entre los pastos. Caminan en cuatro patas, exhiben su carne, se levantan las faldas, se golpean la cara y el cuerpo. Son animales huyendo de los mosquitos, toreándose unos a otros. Mujeres-vacas que se arrastran por el piso con sus pelos sueltos y revueltos. Los cuerpos que antes se movían mecánicamente ahora son únicos, tentadores. La escena es seductora y despierta todos los sentidos. Pero también apela a la reflexión, porque allí se cuelan la idiosincrasia y los símbolos del ser nacional: la vaca, el mundo rural, pero también la mujer domada, sometida, en ese espacio generalmente asociado al trabajo masculino. “Tenía la necesidad de indagar sobre nuestra identidad, de preguntarme cuáles son esos entramados socioculturales reconocibles como propios”, revela Grinberg. “El ámbito rural, lo femenino asociado a lo animal y a las pasiones son algunas de esas imágenes. Todo muy visceral, del orden de lo instintivo, de los olores y pulsiones.”

¿Un proyecto bastante comprometido como para confiarlo a un grupo de estudiantes en pocas horas de ensayo? “No sabía quiénes se irían a presentar a la audición y qué nivel tendrían”, confiesa. “Al comienzo pensé en gente no tan joven para este trabajo. Pero no vino gente grande; todas eran chicas jóvenes y muy interesantes. Por suerte, el proceso resultó bastante fluido, muy profesional. Y el resultado superó ampliamente mis expectativas.” Afortunadamente, resultó así no sólo para Ginberg y Acuña; hasta Alejandro Cervera salió feliz y asombrado, el martes pasado, de la sala Batato Barea.

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