Jueves, 10 de diciembre de 2009 | Hoy
DANZA › ANDREA SERVERA Y AMOR A MANO, SU NUEVA OBRA
La coreógrafa y directora confirma el carácter abierto y desprejuiciado de su trabajo. En su flamante espectáculo une danza contemporánea, hip hop y música en vivo, además de proyectar un stop-motion que se luce con sus criaturas bordadas.
Por Carolina Prieto
Para Andrea Servera, la danza es un mundo poroso, permeable a otros lenguajes artísticos y a la realidad social y desprovisto de toda solemnidad. Ella misma pisó terrenos aparentemente distantes: bailó en recitales de Ricky Martin, integró el grupo El Descueve, tuvo su compañía de danza contemporánea, enseñó a chicos de barrios carenciados (con quienes aún hoy genera proyectos) y a mujeres de la cárcel de Ezeiza; además de crear la puesta en escena de los desfiles de diseñadores top de Buenos Ares y México. Su enfoque de la danza es abierto y desprejuiciado, en sintonía con sus espectáculos, cargados de vitalidad, originalidad y humor. En cada nuevo trabajo, esta coreógrafa y directora sorprende, incursiona en nuevos géneros y se anima a mezclar elementos que parecerían desconectados, fusionándolos con naturalidad. Por ejemplo, se empapó del folclore latinoamericano en Planicie Banderita, experimentó con el video y la animación en La sombra de un pájaro en vuelo, se inspiró en el jazz para crear un montaje hipnótico que mostró en el pasado Festival Internacional de Jazz y, ahora, acaba de estrenar Amor a mano, una obra inspirada en sus propios bordados, que une danza contemporánea, hip hop, música en vivo, la proyección de un stop-motion que se lleva todos los suspiros con sus criaturas bordadas y hasta un blanquísimo iglú que los intérpretes arman en escena.
“El espectáculo tiene distintas inspiraciones: la danza callejera y la contemporánea, las canciones, los bordados. Mezclar mundos es algo natural, me sale así sin forzarlo. Mucha gente me dice cómo hago para trabajar con la moda, en la cárcel o con chicos de La Cava. Yo no lo siento como lugares tan opuestos, si lo pienso desde mi mirada sobre la danza, desde el trabajo con el cuerpo y el espacio y el amor por lo que hago. Aparte nunca le temí a lo comercial, si tenía que trabajar bailando con Ricky lo hacía”, dice Servera sin vueltas. Esta vez, se dejó llevar por las ganas de hacer algo manual, se anotó a comienzos de año en un taller de bordado y se sumergió por meses en un mundillo de hilos de colores que derivó en un sinfín de personajes estilizados y oníricos, como salidos de un cuento infantil. Un cowboy, una indiecita, un esquimal pescando, una chica en skate, Mickael Jackson bailando sobre la luna: seres que en el escenario se encarnan en un dúo de bailarines muy jóvenes y talentosos (Gabriela Pastor y Nicolás Ramírez), acompañados por la música en vivo de Verónica Verdier y Claudio Iuliano (la cantante y el guitarrista de la banda Proyecto Verona). Mientras que la bailarina es una delicada intérprete de danza contemporánea, él es un
b-boy, experto en danza callejera, breakdance y hip hop, que vuela por el aire, sostiene su cuerpo sobre una mano y dibuja piruetas que cortan el aliento. Juntos recrean distintos aspectos del encuentro amoroso: la búsqueda, los temores, la alegría y la inocencia en un relato sobre el amor juvenil en las antípodas de la mayoría de propuestas teatrales y televisivas que abordan el tema, pobladas de clichés y lugares comunes.
Acá, en cambio, no hay personajes estereotipados ni rígidos, el sentido nunca está clausurado y cada espectador puede hilvanar las secuencias y armar su historia. Palabras casi no hay ni hacen falta; basta con dejarse llevar por los cuerpos en movimiento, el video animado y las canciones que el dúo interpreta (propias, de Rosario Bléfari y Juan Ravioli). Un cóctel de imágenes oníricas y melodías que los sentidos agradecen.
–¿Cómo fue articulando los distintos lenguajes?
–Empecé un taller de bordado y enseguida aparecieron los personajes de la obra y sus mundos, parecidos a los que dibujaba de chica. A la vez empecé a ensayar y me dieron ganas de llevar esos personajes a los ensayos, jugar con ellos y probar cosas. Así arrancamos. Por otro lado, tenía ganas de trabajar con Verónica Verdier en un formato bien acústico. Y se empezaron a juntar las canciones, los bordados, la danza. La idea es que ninguno de los dos bailarines haga algo que no sienta natural, por eso ella nunca baila hip hop. Y tenía ganas de trabajar con alguien que viniera directamente de la danza callejera, por eso invité a Nico, con quien habíamos hecho algunas cosas juntos pero no una obra completa. Muchos me dicen que salen del teatro con una sensación de belleza y felicidad, y si el espectáculo lo genera, me alegra. No es algo fácil de lograr y, además, una parte mía es así, inocente y naïve. No es un espectáculo pretencioso, no está buscando decir nada raro.
–Pero tampoco hay una narración lineal, y por otro lado invita a contemplar sin prisa, a entrar en un tiempo distinto.
–Me gusta que cada uno se haga su película. Es una propuesta fantasiosa sobre distintos momentos del amor. Las ganas, los miedos, la alegría, los destiempos. Los protagonistas son como de mundos distintos, él es muy del invierno y ella del verano. Y todos se toman su tiempo. Creo que si viniste a ver una obra, sentate y mirala, no hay por qué correr. Por eso el armado del iglú lleva su tiempo y el stop-motion, que fue un trabajo largo y muy placentero que hicimos con Gabriela Goldberg y Karin Idelson, está ahí para que lo disfruten.
Y lo hacen el público y los cuatro artistas en escena, que se acomodan en un costado del escenario y se sirven algo de tomar, mientras los personajes bordados circulan en la pantalla al ritmo de la canción Días felices, entre paisajes lunares, cielos estrellados y lagos. Otro momento de placidez: cuando los músicos dejan los instrumentos y se suman al baile que inicia la dupla de bailarines. La directora confiesa que en esta oportunidad se dejó llevar por la intuición y por el visto bueno de sus dos hijas, que oficiaron de jurado durante buena parte del proceso creativo. Ya más tranquila tras el estreno después de un año de trabajo, Andrea sueña con armar una compañía de danza íntegramente formada por bailarines callejeros, un proyecto que exige un apoyo económico que aún no llegó. “Quiero dirigir un proyecto grande con bailarines callejeros, armar una compañía, darles un entrenamiento, clases de técnica, hacer obras. Al estilo de lo que pasa en Francia, donde muchos coreógrafos trabajan con chicos de los suburbios, o lo que hace Carlinhos Brown en Brasil. Pero hace falta plata”, adelanta. Mientras tanto y en esta línea, viene de mostrar en el reciente Festival Internacional de Videodanza un avance de Comunión, el video que junto a la realizadora Karin Idelson está filmando en distintos barrios del Gran Buenos Aires y en un estudio: una muestra potente y visceral del potencial de una danza que crece alejada de la academia, al aire libre, en calles o galpones. “Pasa algo raro y bueno con la danza callejera –advierte–: son chicos que están super entrenados, hacen cosas muy difíciles, pero a la vez dan la sensación de manejar un lenguaje cercano. Lo que hace que muchos chicos quieran aprender a bailar hip hop y se acerquen.”
* Amor a mano, los jueves a las 22 en Portón de Sánchez (Sánchez de Bustamante 1034).
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