DANZA › LETICIA MAZUR Y LA LENGUA, SU NOTABLE SOLO EN ESPACIO CALLEJóN
Fue autora de Secreto y Malibú, una de las piezas emblemáticas de la danza independiente porteña. Ahora, la bailarina y coreógrafa ofrece un espectáculo que cautiva al espectador proponiendo un mundo “que tiene algo de viaje iniciático”.
› Por Carolina Prieto
Pocas veces una obra logra articular los distintos recursos expresivos formando una unidad que succiona al espectador y lo transporta a una dimensión corrida de la realidad, como si fuera un sueño o una alucinación. Leticia Mazur lo consigue en La Lengua, el solo de danza que desde su estreno hizo estallar de público el Espacio Callejón (Humahuaca 3759) los viernes por la noche, y ahora puede disfrutarse los martes a las 21 en la misma sala. El espacio creado por Alicia Leloutre y Matías Sendón (también a cargo de las luces), la música original de Alejandro Terán y Manuel Schaller y el vestuario de María González, sumados al movimiento y a la interpretación de la bailarina y directora, producen un micro-mundo sin fisuras, una entidad abstracta y misteriosa que irá sugiriendo distintos sentidos, embebida de una tonalidad cálida, entre dorada y ámbar.
La primera imagen es contundente: dos paneles de madera delimitan el espacio como si se tratara de la esquina de un laberinto, suena una melodía hipnótica, cargada de suspenso, y Leticia parece una esfinge. Está congelada, la mirada clavada en un punto lejano, con una tensión corporal contenida como si fuera a lanzarse hacia un viaje. Lleva un bolso al hombro, una peluca y una malla color piel adherida al cuerpo con algunos flecos, bordados antiguos, escamas y una suerte de pollerita de lana que se va destejiendo. El espectador no percibe de entrada este detalle, pero como la imagen queda fija unos minutos, verá que hay algo que se mueve: es la lana que se va destejiendo sola, deshaciendo las hileras de la pollera y que se prolonga en un hilo estirado que desaparece detrás de escena. Algo la retiene, pero esa pollera-piel finalmente se deshace por completo y la mujer inicia su recorrido en ese espacio cerrado. A lo largo del periplo no hay palabras, sólo al final pronuncia un texto poético en cuatro patas y con la cabeza escondida detrás de una de las paredes de la escenografía. Lo que en cambio despliega es un circuito de movimientos hechos de distintas fuerzas, velocidades y energías que por momentos se repiten o se superponen. Está sola, el único interlocutor es su sombra reflejada en los paneles, que la duplica, la expande o la achica. Y acaso con lo que se enfrenta en este camino, que por las dimensiones del espacio y por la repetición de los movimientos tiene mucho de circular y de cíclico, no sea otra cosa que sus propios fantasmas, sus zonas oscuras.
“Hace dos años mi novio me incitó a que hiciera un solo. Le parecía que estaba en el punto caramelo entre la juventud y la madurez. Y pensé: ‘Si voy poner el cuerpo yo sola tiene que ser para algo que sea absolutamente mi mambo’. Estaba en un momento en que me animaba a preguntarme y a responderme qué era lo que quería hacer yo sola con una obra”, cuenta Mazur, de 34 años, en diálogo con Página/12. Decidió juntarse con su amiga y colega Inés Rampoldi, con quien pergeñó Secreto y Malibú, una de las piezas emblemáticas de la danza independiente porteña. “La idea era investigar un lenguaje personal antes que un tema específico. Buscar un lenguaje propio en el que la música, el espacio, las luces y el movimiento estén muy ajustados y sean tan protagonistas como el cuerpo. Me atraía la idea de probar una edición en vivo: la música, la luz y la interpretación generando cortes y cambios que se articulan en una dinámica especial”, agrega. En esa primera etapa, leían, escribían, improvisaban con música y con la luz del estudio donde Inés da clases de yoga. Pero llegó un momento en que el material comenzaba a demandar más tiempo de ensayo, Rampoldi no podía descuidar sus clases, y Mazur decidió continuar en soledad. “Para mi sorpresa lo disfruté mucho. No tenía que hablar con nadie, iba tomando decisiones desde la intuición, fluyendo desde un lugar más inconsciente, sin usar palabras”, describe. Y así, el material se fue ordenando en una estructura “que yo desconocía pero que por alguna razón se iba configurando”. Y cuando Leticia convoca a la dramaturga Elisa Carricajo y a la coreógrafa Bárbara Hang para que co-dirigieran el proyecto, la obra ya había encontrado una forma bastante acabada.
“Elisa vio el material y enseguida me dijo que tiene mucho de viaje iniciático. Hasta asoció algunos momentos de la obra con algunas cartas del tarot. Y esto nos ayudó a entender la energía básica de esas escenas”, subraya la intérprete. Coincidencias o no tanto, Mazur estudia desde hace dos años el Libro Rojo del psicólogo suizo Carl Jung, en el que describe y analiza sus propias visiones o manifestaciones inconscientes. “Haciendo un paralelo entre el libro y mi trabajo siento que el tiempo que trabajé sola corresponde a las visiones personales, y cuando se suman Elisa y Bárbara hacemos el comentario de esas visiones. La conciencia vino después, ayudó a armar la obra, pero la materia prima vino de adentro, del inconsciente”, compara. Los conocedores del tarot podrán reconocer en la pieza algunos símbolos, como la imagen del loco (corresponde a la imagen del comienzo con el personaje congelado antes de lanzarse al viaje), la del mundo (una mujer bailando en forma integrada y circular) y la del diablo (cuando se pone bizca, saca la lengua y gira a lo loco brazos y rodillas). En este viaje interno también hay lugar para la ironía y el humor, como cuando asume gestos sociales, hace que fuma y sonríe mecánicamente adaptándose a códigos externos. También se une a su sombra, se zambulle en ella y hasta se desprende de la cartera que llevaba desde el inicio. O reza y cae al piso una y otra vez.
La música (hecha de distintas texturas y ritmos, más rápidos, más pausados pero siempre generando climas) y la iluminación (con contrastes de luces y sombras, explosiones y apagones repentinos) marcan el pulso de un recorrido con guiños al cine de David Lynch y al animé. Es que para Mazur, el cuerpo tiene una dimensión simbólica importante: “Es algo concreto, material, y a la vez sugiere otra cosa, como un símbolo, que remite a algo que podemos reconocer y a algo que no podemos explicar del todo y permanece misterioso. Esa potencia del símbolo me atrae muchísimo. Quise trabajar en esa línea: comunicarme con el público, que mi propuesta no sea inaccesible ni críptica pero que tampoco sea literal”. Algo parecido a lo que le pasa con las películas de Lynch: “No puedo explicar lo que veo pero no puedo dejar de mirar. Y me pregunto: ‘¿Qué es eso que no comprendo y que sin embargo no me deja afuera y me tiene atrapada?’”. Tal vez por ello haya elegido La Lengua como título de su primer unipersonal: un órgano del cuerpo que interviene en la alimentación y el sexo y que también participa del lenguaje y de la capacidad de simbolizar. Consultada sobre su estado posterior a cada función, en la que baila un relato más allá de las palabras, responde: “En general quedo conmovida, algo excitada, con la sensación de haber abierto mucho. Pero hay algo fundamental para mí: el equipo creativo se apropió del trabajo y están todos presentes en las funciones. Siento que me puedo relajar porque están ahí”.
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