INTERNET › CRóNICA DE UNA AMISTAD NACIDA EN LA RED SOCIAL FACEBOOK
Intimidades que se hacen públicas, cuantificación de afectos, espionaje social y sobrevaloración de lo cotidiano se dan cita en un mundo a la medida de exhibicionistas y fisgones, que redefine la fama y la compañía en el siglo XXI.
› Por Julián Gorodischer
Un rato antes, X estaba matando tiempo en su trabajo y fue a parar a la página de su “amigo” Q. Con la codicia habitual con que se revisan catálogos de amigos ajenos en Facebook, se entregó a prácticas antes objetadas por una ética de la sociabilidad: ahora se legitiman masivamente acciones y creencias antes censuradas como cuantificar afectos, reducir el interés humano a la fotogenia, acumular “amigos” para sumar status, celarle el patrimonio amistoso a un tercero. Hoy que todo eso está permitido, X estudia el catálogo de Q con la certeza de que empezará a cazar.
Las reglas de la etiqueta que ya rigen en Facebook (publicadas por la llamada “Biblia del Protocolo británico” Debrett’s) enfrentan los impulsos primarios con una catarata de restricciones; se recomienda: “No es una competencia para ver cuántos amigos puedes agregar: ¡piensa antes de sumar nuevos contactos!”. La red, creación de un estudiante de Harvard, Mark Zuckerberg, nacida para vincular e integrar a los estudiantes en el campus, y luego con otros campus, ahora tiene un módico stock de 120 millones de usuarios mundiales que, en contacto con la diversidad de rostros y nombres de variadas proveniencias nacionales, se olvidan del ceremonial. Entonces, se evalúan los candidatos a “amigos” como suele hacerse en Facebook: surfeando entre los pocos datos que los llamados Perfiles ofrecen; siempre es poca la información y por lo general mentirosa.
La mayoría de los usuarios oculta el año de su nacimiento. Si se escribe Buenos Aires como lugar de procedencia, además, Facebook lo cambia mecánicamente por San Juan de Puerto Rico. No se expande mundialmente respetando (como Google y Yahoo, ambos con múltiples sedes regionales) el marketing de lo local; se desentiende del valor autóctono como arma de seducción de audiencias alejadas de los Estados Unidos. En el Sur queda acatar y figurar como boricua. No hay un “moderador”, figura antigua propia del chat, al que se pueda increpar. La gran bolsa de nombres y fotitos es un territorio anárquico.
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X, nuestro hombre, sigue revisando los rostros de los amigos de Q.
Su intención es simplemente engrosar su catálogo porque se sigue rigiendo, a pesar de las recomendaciones de Debrett’s, por la idea de que “muchos es más”. La regla de etiqueta aconseja, sin embargo: “No tienes que hacer amigos con gente que no conoces: ¡no es una competencia para ver cuántos puedes agregar, así que espera 24 hs. antes de aceptar o rechazar a alguien, ya que el retraso te ayudará a calmarte y ordenar tus pensamientos”. Pero X envía igualmente el pedido de amistad a N, a quien supone una celebridad de Facebook.
Una celebridad de Facebook levanta el nivel general de la habitual reunión de ex compañeros de jardín de infantes en que se convierte una página (la función mayoritaria en la red es de “reencuentro” de fantasmas). Pero la celebridad (esa que X supone que es N) se presenta ante el mundo virtual como un faro; por lo general, deja ver muchas declaraciones de amor acumuladas en el Muro (una cartelera en la que se expresan dedicatorias públicamente). En el muro de N hay un piropo tras otro: “Tu vida transcurre cual arroyo lento, cristalino, potable, donde calmamos la sed los que nos acercamos a tus plácidas orillas”, le escribieron.
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X se esperanza en tener una celebridad como N en su lista; pone todas sus fichas en N, se dedica a esperar ese mensaje que derivará desde Facebook y le avisará que “X y N ahora son amigos”.
Llega la confirmación de que “X y N ahora son amigos”.
Entonces X enloquece en el envío de informes de acciones cotidianas, que se disparan a todo su catálogo de amigos. Es común levantarse y leer en el informe diario que “X –por ejemplo– se quedó sin leche descremada”. Esas notas se dan a conocer mediante una herramienta digital conocida como Twitter: informa “en vivo” las acciones empleando frases cortas con gerundios. Las notificaciones se dirigen a lectores de diarios íntimos. “X duda.” “X se ha hecho fan de Juana y sus hermanas”, “X está feliz por conocer gente nueva.” “X se prepara para la guerra total”, “X se ha hecho fan de Mick Jagger”, “X etiquetó a H en una foto”.
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La celebridad de esta nota, N, modifica las reglas de la fama televisiva por generar un nuevo modelo basado en comunicaciones hechas públicas “de uno a uno” (a diferencia de la celebridad de masas que le habla a un auditorio indiferenciado); juega mucho con la autofoto y la foto tomada por webcam para transmitir cercanía con sus fanáticos; parece estar ahí nomás, aunque luego no conteste un solo mensaje, ni responda al Toque (un modo de contactar que permite demostrar interés sin usar palabras), y permanezca en el chat bajo el rótulo de “Inactivo”. X entiende finalmente el concepto de “amor líquido” (la figura que Zygmunt Bauman atribuyó a las relaciones fugaces e incorpóreas reguladas por Internet), donde el vínculo falsea la intensidad, se hiperreferencializa de entrada y languidece sin –algunas veces– llegar a crecer/ nacer.
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N –celebridad de Facebook, el nuevo amigo de X– lleva a su máximo exponente la comunicación de acciones nimias, repetidas, cotidianas... A todo le otorga importancia; su deseo de figuración abarca lo que cocinó, lo primero que se le pasa por la cabeza..., bajo la condición de combinar luego con un enunciado que connote profundidad: después de “Haciendo la lista para el Coto” se lee inmediatamente “Decidiendo el rumbo de mi vida”.
La estelaridad de Facebook no es progresiva ni gradual; las celebrities estallan; se llenan de amigos de un día para otro; se dan a conocer por fogonazos. Cada tanto N se “hace fan de” una estrella de rock o un literato muerto hace por lo menos un siglo para robustecer una mística propia. N jamás solicita amistad pero acepta todos los pedidos que le realizan. Jamás responde a un mensaje o un toque, a no ser que provenga de una celebridad más alta (Debrett’s insiste: “Nunca el status tiene que ver con el número de amigos; es un intangible que se trabaja con discreción y prudencia”).
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A pesar de que la regla es olvidar rápido al nuevo “amigo” y pasar a otro, X no puede dejar de pensar en N: eso es lo que provoca una celebridad. El inmenso magma de nombres propios acompañados de fotitos (amigos) prevé jerarquías diferenciadas; las celebridades organizan el flujo constituidas como faros siempre encendidos; en sus sedes se rozan con indiferencia o desdén los seres comunes; en los muros de celebridades se pasa gran parte de la estadía diaria en Facebook; allí se dan los colmos de morbosa curiosidad.
El presunto mar de subjetividades, esa supuesta constelación de “yoes” que parecía rendir culto al individuo, divide otra vez el mundo entre gente que espía a otra gente que se muestra, y es muy difícil que un usuario asuma las dos funciones al mismo tiempo. N deslumbra a X por ser de la casta dominante, de los que se muestran: es la que regula el tránsito, la que marca los ritmos e impone tendencias. X se habitúa rápido a no esperar respuestas de N, a seguir a su amigo con la mansedumbre de un cordero.
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Poco después X se cansa y anuncia su ultimátum en Facebook: “Viviendo mi última semana en Facebook”, avisa. Contra su pronóstico, no suscita un escándalo entre sus amigos, ni le piden que recapacite. Finalmente, antes de comprobar lo difícil que es darse de baja (y terminar conformándose con abandonar la página sin suprimirla del ciberespacio) X se une al Grupo de arrepentidos de Facebook, un movimiento residente en el Monstruo que basa su accionar en la actitud opositiva a todo lo que se encuentra en ese universo virtual. “No tengo nada que poner pero igual pongo, así ven que puse algo”, se lee en las notas de un opositor de Facebook.
En las de otro: “Dos amigos que no conozco se han vuelto amigos sin conocerse”. Las descripciones exactas del funcionamiento de el Monstruo se basan siempre en la parodia y la ironía. “X comienza a molestarse con la gente que no conoce, que le pide amistad y después ni mu”, escribe. Y luego está la crónica de su despegue, narrado como una redención, una desalienación..., un éxodo del castillo en el aire que habitó durante el último año: “X volviendo al mundo”. Luego: “X rehumanizándose”. Después: “X llamando por teléfono a un amigo de toda la vida”. “X preguntando a su papá cómo se siente”. Está saliéndose de lo que algunos llaman “la vida paralela”. De ahí escapan multitudes hacia lo que consideran “la verdadera vida”. Hasta ver televisión se convirtió en “la verdadera vida” en comparación con Facebook, según el último testimonio del desertor, antes del vacío: “X dispuesto a disfrutar (con tonito de desplante) de un excelente programa de televisión”.
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