CULTURA › EL LIBRO PERDIDO, UNA SERIE DE FICCIONES DOCUMENTALES
Los capítulos, producidos por la Biblioteca Nacional, se emitirán por Canal 7 y Encuentro a partir de marzo. El protagonista, Luis Ziembrowski, irá tejiendo una trama que lo empujará a toparse, accidentalmente, con libros emblemáticos de la cultura argentina.
› Por Silvina Friera
La interioridad está en juego, tal vez amenazada. “Mi nombre no importa, mi trabajo menos”, dice una enigmática voz en off, la del actor Luis Ziembrowski, el protagonista de El libro perdido, una serie de microficciones documentales producida por la Biblioteca Nacional, que se emitirá por Canal 7 y Encuentro a partir de marzo. La primera impresión es que este personaje se ha escapado de una ficción y necesita, imperiosamente, volver a esas páginas de las que, por alguna razón que se desconoce, se fugó. Pero no. Este hombre atribulado que patea las calles de la ciudad, de Mataderos a Parque Patricios, de una destartalada estación de tren a la cárcel de Caseros, busca un libro perdido. Nunca se sabrán el título o el autor. El azar teje una trama circular que lo empuja a toparse, accidentalmente, con otros libros. De pronto en un sex shop descubre Alambres, de Néstor Perlongher; mientras almuerza en un restaurante chino, se cruza con La brisa profunda, de Juan L. Ortiz. Y así van llegando hasta sus manos, en una transacción infinita, El matadero, de Esteban Echeverría; Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla; Gotán, de Juan Gelman; Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, y Sudeste, de Haroldo Conti, entre otros. El hombre lee con la desesperación de un adicto que no puede dejar de consumir; parece que avanzara a ciegas para reconstruir un sentido extraviado, tal vez rastrea en cada uno de los textos indicios de su propio destino. Pero en cada texto-capítulo contará con la ayudita de Horacio Verbitsky, Josefina Ludmer, María Moreno, Horacio González, Cristina Banegas, Leónidas Lamborghini y Sergio Bellotti, quienes con sus experiencias lectoras lo orientan en ese laberinto de signos en el que se encuentra atrapado.
El personaje interpretado por Ziembrowski a veces se presta para que lo reten cariñosamente. María Moreno es acribillada por preguntas sobre el sentido de algunos versos perlonghianos de Alambres. “Se deja llevar por la lengua, no está atrapado por el mandato del sentido”, le advierte Moreno. Caminan por Lavalle, una calle que el escritor frecuentaba por los cines porno. “El tenía esa concepción del deseo como flujo permanente, incluso no creía en las identidades fijas tipo heterosexualidad y homosexualidad, sino en un devenir perpetuo”, cuenta la escritora. Una travesti deja el libro en un banco; otra se lo lleva. “Por cada libro que buscás hay otros cien que te buscan”, es el slogan con el que el personaje cierra el off de la mayoría de los capítulos. Pero no todos los escenarios son el duro cemento de la ciudad. Juan L. Ortiz ha explorado un paisaje en La brisa profunda a través de una poesía que pone al mundo en estado de interrogación. Se escucha el canto de Liliana Herrero, a capella. Ziembrowski se acerca a esa mujer que está sentada. “¿Qué le pasa, amigo?”, pregunta la cantante. “No sé dónde estoy”, responde el hombre. Herrero le revela que Ortiz escribió una “metafísica del río”; que en su poesía el tema era siempre el mismo: “Estaba perdido como usted”.
“Un libro es como una isla o a veces como el Impenetrable; hay libros que tienen el veneno de una serpiente”, anticipa Ziembrowski lo que será la peripecia de Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, esos relatos pensados para niños en que los animales padecen, se equivocan, establecen alianzas, se traicionan. El entusiasmo contagioso del cineasta Fernando Spiner al relatar detalles de uno de los cuentos, “La guerra del yacaré”, asombra al hombre que busca el libro perdido. “Quiroga era una especie de ecologista de avanzada que ponía al hombre y a la naturaleza como iguales, pero que anticipaba el enfrentamiento que empezaban a tener”, analiza Spiner. Cada vez que se sube al tren, el buscador llega al mismo lugar. Es un galpón de una estación abandonada, con algunos hierros retorcidos. Todos los caminos conducen a Historia de los Ferrocarriles Argentinos, de Raúl Scalabrini Ortiz. “No era una historia de progreso la que transcurría ante sus ojos; al contrario, el crecimiento de la técnica, la implantación de una red ferroviaria, la velocidad de las comunicaciones habían sido obstáculos para el desarrollo integral de la nación”, plantea en off Ziembrowski. “Vías y trenes habían encadenado a los pueblos a servir al centro imperial, Inglaterra, que había invertido en esas maquinarias –continúa el relato para contextualizar la obra de este autor–. La imagen de la red era una telaraña que confluía hacia el puerto y no ligaba entre sí a las poblaciones.” El personaje ve una sombra, tal vez un fantasma, y exclama: “¡¡Scalabrini Ortiz!!”. El que aparece caminando es el sociólogo Horacio González, quien como un experimentado actor sostiene la escena y se hace pasar por el autor de El hombre que está solo y espera. “La crónica del ferrocarril argentino es la crónica de la servidumbre; todavía tenemos una cuestión ferroviaria por resolver –dispara González–. Venir a esta ruina es visitar a la Argentina que no fue”, agrega el director de la Biblioteca Nacional. El slogan final se adapta a la escenografía: “Un libro perdido es como un pueblo al que nunca llega un tren”.
Otro momento memorable de estas brevísimas ficciones, que promedian los cinco minutos, lo provoca el hallazgo de Gotán. Cristina Banegas está en una parada de colectivos, en Parque Patricios. Dos potencias de la actuación se saludan. La actriz observa que Ziembrowski tiene la primera edición del libro de Gelman, publicado por La Rosa Blindada. Y recuerda un verso histórico de uno de los poemas: “esa mujer se parecía a la palabra nunca”. Pero la epifanía se produce con una confesión de la actriz. Cuando estaba en segundo año de la escuela secundaria, su profesor de literatura la echó de la clase por leer a sus compañeritas en voz alta a un “poeta subversivo”. La búsqueda nunca se acaba; lo que quizá se desplaza muy sutilmente a lo largo de los capítulos es la actitud del personaje. Se acostumbra, o se resigna, a que otros libros lo aparten de su pesquisa.
¿Quién no tiene en algún rincón de su memoria algún verso del Martín Fierro? Este poema narrativo de José Hernández sobre un gaucho perseguido, víctima de expoliaciones, despojos, maltratos y traiciones fue “la culminación de la gauchesca y a la vez exposición de una derrota política”. A los gauchos, precisa en off Ziembrowski, sólo les quedaba el canto solitario de sus desgracias o, como escribió Hernández en La vuelta..., la incorporación subordinada a un orden establecido. Qué lindo que es verlo al recordado poeta Leónidas Lamborghini intercambiar figuritas con Ziembrowski. “Martín Fierro es un antihéroe; el héroe sería para mí Cruz”, subraya el poeta. “Habrá otro personaje que desde lo urbano será un Martín Fierro, en el sentido de que la sociedad es expulsiva”, augura Lamborghini. Para rematar, regala una anécdota. “El colorado Ramos (Jorge Abelardo) me decía: ‘Lamborghini, el Martín Fierro es un milagro’”.
Las vacas lo miran; es una pesadilla soportar esa mirada, convertirse en el carnicero que clava el cuchillo sobre esas carnes que chorrean sangre. Las páginas breves de El matadero son una metáfora contundente. Hay un joven unitario asediado, y “quizá violado”, por una horda de bárbaros. “El autor escribía sobre el matadero pensando en el país que controlaba el estanciero don Juan Manuel de Rosas. Los hombres del sur, con sus cuchillas chorreantes, eran leales al Restaurador, eran fuerzas de La Mazorca, herramienta del poder político que se denunciaba desde el exilio en Montevideo”, se informa. Josefina Ludmer intenta calmar al actor, que confiesa estar “desquiciado” por culpa de ese libro de Echeverría. “Es un libro muy violento; algunos dicen que con esa violencia empieza la literatura argentina. Convengamos en que todo nacimiento es violento, es como un big bang, por eso causa ese efecto tan perturbador”, comenta la escritora y crítica. “Marcó un camino triste y también un camino de escritura de la violencia y de la tortura porque hay una escena de tortura. Aunque algunos dicen que es una violación, yo la veo como una típica escena de tortura”, reflexiona.
Un hombre juega al ajedrez una noche fría de 1956. De pronto escucha unos tiros y después una frase inolvidable: “Hay un fusilado que vive”. De la conmoción que generó esa frase surgió un investigador de hechos oprobiosos, Rodolfo Walsh, el autor de Operación Masacre, el hombre que supo de un Estado asesino cuando todavía no sabía que él sería una de sus víctimas. El sol abrasa la cárcel de Caseros, desparrama su fuego por las paredes y por el cuerpo de Ziembrowski. Horacio Verbitsky le cuenta que ese libro partió en dos la historia: la historia de Walsh, del periodismo y de la Argentina. “Es el primer atisbo de la terrible masacre de 1976, escrito veinte años antes –expone el periodista–. Se apuró para terminarlo y cuando lo terminó, a nadie le interesó porque está hablando de zonas oscuras y profundas de la argentinidad, que los grandes medios no están interesados en difundir.” Verbitsky no duda en afirmar que Operación Masacre es uno de los grandes libros argentinos del siglo XX.
Gracias al bendito azar que se confabuló en una feria, entre ropas, chirimbolos varios, comidas y libros, llega a manos de Ziembrowski Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, “el sobrino amado de Rosas”, que viajó hasta las tolderías como funcionario estatal y suerte de espía con sus ademanes de dandy. “Hay un tono humorístico en lo que narra, pero también es la narración de una realidad en que civilización y barbarie quedan sumergida en el tembladeral de la indistinción o de la inversión”, sugiere Ziembrowski, quien para despejar las dudas que le genera la lectura rumbea hacia la Facultad de Filosofía y Letras. Allí charla con Américo Cristófalo. “Tiene una mirada distinta a la de Sarmiento –pondera el escritor, crítico y editor–. Es un libro en el que Mansilla muestra lo civilizados que son los ranqueles. La articulación civilización en la ciudad y barbarie en el desierto es bastante falsa.” Quién mejor que el cineasta Sergio Bellotti, que filmó Sudeste en 2002, la primera novela de Haroldo Conti, para hablar de este libro. En el corazón del Tigre, donde se filmó la película, en la que también trabajó Ziembrowski en el rol del Pampa, el cineasta dice que “Conti escribió sin barrotes; era un hombre libre, un homo viator”. Al histriónico y medido personaje que busca siempre el libro perdido le llama la atención “el ruido del silencio”. El acto de leer articula lo real con lo imaginario. En estas ficciones bonsai filmadas el libro es siempre un objeto transaccional, una superficie donde se desplazan las interpretaciones.
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