CULTURA › LA ASOCIACIóN MIGUEL BRU PRESENTA LA MUESTRA Y EL LIBRO OJOS Y VOCES DE LA ISLA
Los trabajos hechos por chicos en los talleres de fotografía de la Isla Maciel ahora pueden verse en el ECuNHi.
Conformado por veinte manzanas que se ubican entre el Riachuelo, las vías del ferrocarril y la Avenida Pinzón, se encuentra el asentamiento urbano más antiguo del partido de Avellaneda: la Isla Maciel. Es una geografía de paredes gastadas y portones cerrados de viejas fábricas, espacio cuya cotidianidad está teñida de males: contaminación, pobreza, marginación. “¿Vendrán hoy?”, era la pregunta que se hacía un grupo de fotógrafos y periodistas que llegó a la Isla en 2004 para brindar talleres a niños y adolescentes. Seis años más tarde, la respuesta cuelga de las paredes del Espacio Cultural Nuestros Hijos (Avenida del Libertador 8465), en una serie de fotos y textos elaborados por los chicos durante los cuatro años que se extendieron las actividades, coordinadas por la Asociación Miguel Bru. Sin el sesgo que implica el uso de la pluma o de la lente sin conocer realmente un estado de cosas, la exposición –abierta de lunes a viernes, de 14 a 20.30, y los sábados, de 17 a 21– ofrece un retrato de la Isla desde adentro.
“Si yo fuera presidente sacaría la droga y haría comedores. Sacaría ranchos y haría viviendas. Sacaría el paco y donaría comida”, anhela un manuscrito que conserva faltas de ortografía y huellas de la corrección. Al lado, una foto muestra a un niño disfrazado de superhéroe que sueña con “salvar al mundo”. Suena a poco hablar de imágenes y textos. El nombre de la muestra es más representativo: Ojos y voces de la Isla. “El eje del proyecto era que ellos se contaran a sí mismos a partir del derecho a la comunicación, y no como suelen hacerlo los medios la mayoría de las veces, que no los representan”, explica a Página/12 María Eugenia Ludueña, capacitadora del taller de periodismo junto a Leonardo Godoy. De la vehemencia de palabras que traducen dolores, conflictos y deseos; de las fotografías de sí mismos y de momentos importantes para la vida del barrio, lo que emerge es “una identidad propia, sin el estigma que generalmente hay sobre los pobres”, coincide Pablo Piovano, a cargo del taller de fotografía con Laura Sottile y Gonzalo Martínez. Aclara, no obstante, que hay un criterio editorial que deja un segmento afuera. “No hay que negar que la violencia existe. Había grandes fotos dignas de ser publicadas en cualquier medio, pero no pudimos engancharlas. Quizá fue un prejuicio, un temor a la lectura que pudiera hacerse.”
Lo que se ve es una síntesis de cuatro años de trabajo: fragmentos del periódico Sin Censura, escritos que obedecen a una consigna, un enorme mosaico con retratos denominado “Todos por todos” y fotografía estenopeica, entre otras cosas. Los chicos ya habían mostrado sus producciones en un recital de León Gieco a beneficio de la Asociación y en la Universidad de La Plata. Esta nueva muestra en el ECuHNi es, para Sottile, “muy simbólica”, porque Miguel Bru es “un desaparecido en democracia”. Y agrega: “El está presente en lo que hacemos todos los días y a través de los chicos”. Que ellos puedan mostrarle al afuera una “nueva narrativa” es el propósito que comparten esta exposición y un libro homónimo, publicado en diciembre pasado, que compila los trabajos realizados en el marco de los talleres.
La historia que culminó en Ojos y voces... tuvo su nacimiento en la impunidad. Los capacitadores llegaron a la Isla convocados por el periodista Cristian Alarcón –también fundador de la Asociación–, quien hacía rato denunciaba los casos de gatillo fácil que se sucedían en la zona. “La Bru empezó a hablar con las madres de los pibes muertos y ellas vieron la necesidad de que los chicos del barrio estuvieran ocupados en algo”, explica Piovano. Comenzaron a funcionar, entonces, una serie de talleres: panadería, electricidad, peluquería, derechos humanos, entre otros. Pero los únicos que persistieron fueron los de fotografía y periodismo. “Era un descontrol. Lo hacíamos como podíamos. Los pibes, a veces, venían ‘amanecidos’, como dicen ellos. Pero lo sostenían”, destaca. Y eso, pese al olor a orín que se colaba desde un cuartito del primer piso del Club Tres de Febrero, primera sede de los talleres. En los dos años iniciales, las actividades se destinaron a los adolescentes; luego la propuesta convocó a menores de 12 años, ya en la escuela 6-18 de la Isla. Cada etapa tuvo su ritmo: “Los niños tienen otra energía. Los adolescentes eran pibes que habían caminado la vida. Tenían algún familiar preso o muerto, venían con historias muy pesadas”, dice Piovano.
El camino no fue fácil. El primer día un chico asaltó a los fotógrafos, aunque devolvió las pertenencias cuando una señora le advirtió que eran de la Bru. En el medio, hubo una muerte que resonó fuertemente en los habitantes de la Isla: la de Waltercito, un niño de 14 años, asesinado a tiros en un enfrentamiento en un local de juegos. “Al principio nos proponíamos una salvación. Cuando arrancamos nos dimos cuenta de que con cualquier hilacha de luz que soltáramos estaba bien. El momento de compartir esas dos horas semanales nos hacía bien a todos. Era un regalo mutuo de sonrisas. No había más pretensiones que eso”, reflexiona Piovano. “Les dábamos un rollo por semana, luego volvíamos con las fotografías reveladas. Las editábamos con ellos. Se entablaba un entendimiento de todos, sobre qué estábamos fotografiando y por qué”, explica.
En los inicios del taller de periodismo, Ludueña percibió una realidad difícil como punto de partida. “La palabra no era un bien que gozara de prestigio. En la Isla casi no hay circulación de diarios y revistas. Muchos asociaban periodismo con televisión y había una minoría que no sabía escribir. Los textos del primer grupo son más dramáticos, vinculados a situaciones de violencia. Los del segundo son más poéticos y tiernos”, distingue. El taller fue una posibilidad de tomar contacto con lo que los medios decían sobre la Isla, y eso condujo a la búsqueda de contar otra cosa. “En la Isla hay chicos desnutridos, entonces iban a la salita a preguntar. A nosotros nos llamaba mucho la atención. Enseguida volcaron el trabajo a su problemática y a la participación solidaria”, cuenta. Los chicos se paseaban por el barrio, anotadores en mano, con “sus sentidos abiertos al máximo”, hablando con prostitutas, con la madre de Bru, con todo portador de una verdad que no encontraban en otro lado. “Ahí hay una mezcla de grandeza y de humildad. La gente no se entregaba. Tenía fuerza, no se tiraba para atrás”, concluye Piovano. Quizá sea esa mezcla la que hizo posible que, en cuatro años, los ojos y las voces salieran de los pasillos grises.
* El libro, editado con el apoyo de la Secretaría de Cultura de la Nación, no tiene distribución comercial, pero se solicita una colaboración para la única escuela de la Isla Maciel. Consultas: [email protected]. Web: www.ojosyvocesdelaisla.org.ar
Informe: María Daniela Yaccar
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