CULTURA › EL POETA JUAN GELMAN CUMPLE HOY 80 AñOS
El autor de Violín y otras cuestiones afirma que en el proceso poético “el individuo sale de sí mismo”. Pero señala que hay que internarse “en uno mismo” para limpiar mucha maleza hasta “llegar a la posibilidad de una expresión más verdadera de uno mismo y del mundo”.
› Por Silvina Friera
El tiempo psicológico de algunos lectores es un raro animal que no se mueve. Está inerte –o eso parece– con la memoria surfeando sobre un puñado de textos vivos que, curiosamente, metabolizan al escritor congelando su ciclo vital. El autor, para estos lectores, sufre una especie de “síndrome de Peter Pan”, la persona que nunca crece. La edad estancada o imperceptible se desplaza entonces a los arrabales del ser. Importa poco o nada. Se sustrae de lo real, o al menos de la realidad de esos lectores. Pero de pronto llega una noticia, la de un cumpleaños, y algunos se quedan boquiabiertos cuando advierten los kilates del número. O con los ojos como platos perfectos. Redondos, ante un número redondo. Juan Gelman cumple hoy 80 años. Aunque algunos se resistan a creerlo, el tiempo pasa. Quizás aliente, sin querer, ese ateísmo cronológico el propio poeta, cuyo rostro revela muchos menos años que lo que se espera encontrar cuando se escucha el peso de la palabra “octogenario”.
El “pibe taquito”, apodo con el que se lo conoció por los picados que jugaba en el barrio de Villa Crespo, Juan a secas a Juanito –orgulloso hincha de Atlanta–, está averiguando, por esa manía que tiene la edad de golpear a su puerta, de qué se trata tener 80. En México, donde reside, va a festejar junto a su mujer Mara y a su nieta Macarena “como se dé”, confiesa Gelman a Página/12, recién llegado de un largo viaje por Lisboa, Galicia y Madrid. Esa voz indomable y compañera le resta importancia al asunto de la fiesta. Rehúye las pompas, los fuegos de artificio, la solemnidad. Pero sabe que muchas copas imaginarias de lectores, amigos y tantos hijos espirituales que supo cosechar se alzarán en el mundo entero para brindar por el poeta argentino más querido y reconocido, quien sigue escribiendo, a pesar de que “la señora” –la poesía– solicitada por muchos pretendientes, no lo visite todos los días. No puede ni invocarla ni convocarla. Ella llega cuando quiere.
En su último libro, de atrasálante en su porfía (Seix Barral), asalta el sentimiento de orfandad de un par de poemas. Tal vez la orfandad, a contrapelo de lo que se cree, se intensifique con las antojadizas telarañas del tiempo. En la poesía de Gelman “cinturonea” la insuficiencia del lenguaje; la desesperación que despierta un poema, leemos en uno de sus versos, calla sabiamente entre sílabas. “También aparece la insuficiencia de la lengua y sus límites –aclara el poeta–; pero en este mundo padecemos de muchas orfandades, de una vida de verdad, sin ir más lejos”. Juan estuvo lejos de su casa mexicana. Anduvo por Lisboa para presentar la traducción al portugués de Bajo la lluvia ajena, ilustrado con aguafuertes de Carlos Alonso, publicado originalmente en 1984, pero reeditado el año pasado por Libros del Zorro Rojo. En Santiago de Compostela recibió el galardón que lo acredita como “Escritor Gallego Universal”; en Madrid asistió a la entrega del Premio Cervantes otorgado al mexicano José Emilio Pacheco, a quien se le cayeron los pantalones, casi hasta la altura de las rodillas, al ingresar al Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Gelman dio una charla en esa universidad a diez años de la muerte del poeta español José Angel Valente.
“¿A proceso por su intento de juzgar crímenes de lesa humanidad?”, escribió el poeta en un artículo publicado por el diario español El País, en el que expresa su estupor por el auto del Tribunal Supremo de España para juzgar al juez Baltasar Garzón, el único juez ante quien se podía denunciar la desaparición y muerte de familiares. “No había otro en el mundo dispuesto a escuchar el relato de los crímenes cometidos por la dictadura argentina”, recuerda Gelman, que se reunió por primera vez con el magistrado español en 1997. Tras años de investigación, el poeta localizó en marzo de 2000 a su nieta Macarena. A Garzón lo volvió a ver en 2000, en esa ocasión para querellar a los represores de la dictadura uruguaya que asesinaron a la nuera de Gelman y le robaron a Macarena. La esperanza de justicia está marchita; la fábrica que produce masivamente miedos y olvidos está trabajando a gran escala, esquivando fronteras, avasallando la memoria de centenares de miles de familiares. “En la Argentina hay jueces que violan el derecho de gentes, el derecho humanitario internacional, la moral y la ética más corrientes”, advierte el poeta. “Pero Garzón no pertenece a esa tribu y que lo juzguen por hacer justicia, no se entiende.” Del derecho y del revés, el asunto esquiva las hilachas de la comprensión. “No lo entendemos en América latina, tampoco en otras partes del mundo”, agrega.
En el discurso de aceptación del Premio Cervantes, Juan alertó sobre la equivocación de quienes afirman que “no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas”. ¿Por qué a través de los grandes medios de comunicación se está volviendo a proclamar esta retórica de “reconciliación”? ¿Se aprendió algo de la experiencia del horror de la dictadura o al poner en duda la demanda de justicia la sensación es que “todavía estamos en pañales”? “Se podría pensar en un retroceso de la lucha por la demanda de justicia, un vacío que permite la prédica de la reconciliación a la que contribuyen en la práctica ciertos jueces que todos conocemos. O en una fatiga de quienes insisten en esa demanda, o en los más de 30 años transcurridos, o en el acoso de los grandes medios al gobierno nacional. Pero no es una lucha que asumió la mayoría de la sociedad argentina. Nunca”, plantea el poeta.
“El que siempre me revisa el ser/ es otro, disperso/, extraño. Dicta su lección/ en una calle por donde nunca pasé (...)”, se lee en el poema “Sentirlo mucho” de su último libro. El proceso poético, afirma Juan, es comparable a experiencias místicas porque, en él, “el individuo sale de sí mismo”. Pero Gelman sabe también que hay que internarse “en uno mismo” para limpiar mucha maleza hasta “llegar a la posibilidad de una expresión más verdadera de uno mismo y del mundo”. La infancia, ese tren con un solo pasajero, arremete con recuerdos que lo visitan con mayor persistencia en este último tiempo. Enumera despacio, tranquilo, esas “apariciones” de la primera infancia: “la calle Canning/Scalabrini Ortiz de tierra, el lechero con una vaca, la multitud del entierro de Gardel que pasó por la esquina de mi casa, las peleas con mi hermana, el cariño de mi hermano mayor, la juntada de papel plateado de los chocolates y los paquetes de cigarrillos para ayudar a los republicanos españoles, cuando peinaba el cabello de mi madre, azul de puro negro, los silencios de mi padre, el fútbol en la calle con una pelota de papel atado con cordones y eludiendo a los tranvías, en fin, un montón de cosas”. Y aclara: “No busco esos recuerdos, aparecen por su cuenta a veces”.
Si “cada libro es obediencia a una obsesión particular que buscaba agotarse”, Gelman revuelve sin cesar hasta que tiembla la lengua, el verso, la sintaxis, las certezas sobre lo que opera en su poesía, como si tuviera siempre un conejo para sacar de su galera para “hermosear” el abismo. O un resto por donde rumbear a la intemperie. Tal vez las esquirlas que deja de ese temblor estén postuladas en “Restos”: “Cuando la lengua se olvida del lenguaje/ asoman los restos nocturnos./¿Qué hace ahí la palabra/ arrastrada a pensar los siglos tristes?”. “La obsesión es la misma: la persecución del nombre que no tiene nombre”, subraya Juan, con la fortaleza del cuello inclinado “sobre los desgarrones de uno mismo”. No debería asombrar que el poeta, cuando se estaba arrimando a los ochenta, afirmara en “Raro raro”: “Extraña es la poesía./Un poema que empieza con/ las cláusulas del día sigue/ en lo que no se ve”.
La lengua no alcanza a decir su trabajo. El poeta sabe que tropieza con la misma piedra. Lo aprendido no sirve; escribe en la noche y muere en cada renglón, en cada instante. Los obstáculos, lejos de paralizarlo, son el pan de cada día, un estímulo para lidiar con los fantasmas. Gelman encontró en la poesía una manera de vivir. “Poesía, apurémonos antes/ de que la oscuridad sea completa”, interpela con urgencia a sus compañeros de ruta en un verso reciente. Sin embargo, Juan no se hunde en un nihilismo sin fondo. El poeta dice que “encuentra algo de luz, si la encuentra en sí mismo, un largo trabajo”, menuda búsqueda que emprendió, cabe recordar, hace más de cincuenta años. “Los neologismos nacen de una necesidad expresiva y de ninguna otra cosa, y menos de la voluntad”, explica Gelman. “La evolución que encuentro en relación a poemas anteriores es que cada vez uso menos los neologismos”, añade. ¿Qué fantasmas, parafraseando a Juan, vuelven a la lengua en un sollozo mudo? “Los compañeros muertos, la injusticia social, la miseria, los niños menores de cinco años que mueren de enfermedades curables, felicidades perdidas y más”, señala el poeta ese inventario de fantasmas que regresan.
El único pergamino que le faltaría recibir es el Premio Nobel de Literatura. ¿Piensa en el Nobel de vez en cuando? Sí, responde. “Pienso en los que lo recibieron inmerecidamente y en los que merecían y no lo recibieron, como Borges.” No sabe Juan por qué se reitera en su último libro el concepto de tartamudeo y balbuceo. “Tal vez mis poemas sean tartamudos”, ironiza. ¡Salud a Juan, el entrañable poeta que hermosea la vida!
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