CULTURA › LA FIGURA DE GELMAN EN LA MIRADA DE CINCO POETAS
Miguel Gaya, Alejandra Correa, Fabián Casas, Mario Arteca e Ignacio Uranga pertenecen a diferentes generaciones y escuelas literarias. Todos ellos reconocen la huella del maestro. “Cuando ya ninguno de nosotros importe, los poemas de Gelman hablarán de nosotros.”
› Por Silvina Friera
Hace muchos años, en la pared de su primer departamento, Miguel Gaya escribió con un grueso marcador un poema de Gelman. “Ante la emergencia de abandonar un tanto precipitadamente el hogar, algo común en esa época, no quise dejarles a mis perseguidores los versos de Juan. Así que los borré rayando el revoque con un destornillador, sin advertir que los grababa en mi cuerpo. Todavía los llevo; por eso para mí Gelman no es una poética, ni es una política. Es una manera de estar en el mundo”, dice el poeta que nació en 1953 y fue miembro del grupo Onofrio de Poesía Descarnada. Alejandra Correa leyó por primera vez a Gelman hace más de 20 años. El libro en cuestión fue Interrupciones II, editado por José Luis Mangieri. “Por entonces, poco sabía de Gelman. Para mí no era un militante político exiliado, ni un escritor ‘comprometido’ como solíamos llamar a quienes escribían sobre la realidad social, ni siquiera un posible candidato a las grandes ligas. Era otro poeta en el anaquel de la biblioteca de un amigo y me acerqué a él con curiosidad de novata, como quien ni siquiera sospecha que se está embarcando en la conquista del universo del otro”, cuenta la poeta que nació en Minas (Uruguay) en 1965 y desde los tres años reside en Buenos Aires.
Correa buscaba algunas respuestas sobre su padre, un uruguayo que murió en Buenos Aires cuando ella tenía ocho años. “No puedo olvidar la sorpresa que me produjo Gelman y aquel libro que me dijo: ‘Vos no eras rengo/ Lautréamont / lo que pasó es que dejaste Uruguay / y se te cayó un pedazo que / toca el piano y no deja dormir’. En este poema que Gelman le dedica a Onetti, donde habla del uruguayo-francés Isidore Ducasse conde de Lautréamont, encontré la Gran Respuesta que, como toda gran respuesta, responde en la raíz y no en la superficie: alguien podía entender sin saber; algo podía responder sin oír la pregunta.” Para la autora de Río partido, El grito y Cuadernos de caligrafía fue la primera clase magistral sobre poesía. “Tal vez ése haya sido el inicio de un camino que intento transitar –reconoce la poeta–. No olvido, en ese mismo poema, un recordatorio que todos los que buscamos escribir poesía deberíamos tener en un lugar muy visible: ‘La poesía es de todos y de nadie, como el aire’. Para mí Gelman es ese maestro que me guió sin proponérselo cuando yo era, en un sentido, analfabeta.”
“Hubo un antes y un después de ciertos escritores confesionales, intimistas y políticos que sintieron la fuerza centrífuga de la obra de Gelman”, plantea Fabián Casas. “Por suerte, la poesía argentina no está presa de una sola sensibilidad, de una única percepción. Escribiendo junto con Gelman había muchos grandes poetas como Bignozzi, Giannuzzi, Pizarnik, Leónidas Lamborghini, Girri, Madariaga.” A los 21 años el autor de El salmón decidió viajar por América. Empezó recorriendo el norte argentino y terminó en el Amazonas. “En mi mochila, cada vez más pequeña, tenía un ejemplar de la obra poética completa que le había editado Corregidor a Gelman –cuenta el poeta y narrador–. Muchos años después, Gelman me dijo que estaba llena de erratas. Para mí, hasta las erratas eran geniales. Compré ese libro en una librería de Salta. Para comprarlo, le vendí al cuidador del camping mis botas náuticas. Lo curioso fue que, a las semanas, descubrieron que el cuidador solía robar de las carpas. ¿Por qué decidió pagarme algo que podría tranquilamente haberme robado? No sé, pero gracias a esa plata, leí a Gelman por primera vez.”
Mario Arteca, poeta platense nacido en 1960, autor de Guatambú, La impresión de un folleto y Bestiaro búlgaro, se encontró por primera vez con un poema de Gelman a principio de los ’80. Ese poema fue “María la sirvienta”, editado en la antología de Juan-Jacobo Bajarlía titulada Canto a la destrucción (Ediciones Puma). “El poema de Gelman fue un mazazo. Recuerdo cómo me desacomodó encontrar en ese texto una oxigenación del lenguaje diario. En ese poema, el lugar del poeta era un sitio perturbado por la exploración, donde se podía percibir de inmediato un sentido inverso del lirismo, al menos de ese lirismo en el cual me hallaba intoxicado por entonces, donde todo olía a Neruda. Al leer ‘María la sirvienta’, supe que lo que había estado leyendo y escribiendo era insuficiente”. El primer libro de Gelman que devoró Ignacio Uranga (Bahía Blanca, 1982) fue Cólera Buey. “Lo leía y llegaba a momentos de sensaciones físicas, de tener que levantar la mirada de la hoja y respirar hondo porque –y pienso el poema ‘Cesare’, que cierra con ‘me has enseñado a respirar’– las palabras se me venían encima; me tiraba con un mundo”, subraya el poeta, que ahora tiene ese ejemplar dedicado por Gelman. “En Cólera... encontré ‘Juguetes’ –precisa Uranga–; lo leía una y otra vez hasta que lo hice mío, al punto de poder caminar ahora diciéndome versos como donde recién traída la escopeta esperaba/ que él saliera del sueño donde estaba esperándola (...) porque qué haría la inocencia ahora que está armada/ sino causar graves desórdenes como espantar la muerte (...). Las palabras de Gelman son hachazos, pero hachazos con los filos del amor. El mismo Gelman es un hachazo al medio de la literatura.”
Gaya señala que Gelman establece sus propias reglas de relación con la lengua; reglas que permiten elegir o crear, según Borges, antecesores. “Gelman desafía a herederos y epígonos porque cada libro de Juan dinamita las reglas del anterior, aún siendo fiel a un aliento, más que a un camino. Lo que ocurre es que cuando alguien logra detener un poema, darlo vuelta y descifrarlo, Gelman ya se ha internado otra vez en la espesura, y sus voces dan cuenta de que se precipita sobre otra presa, otro fruto a morder de la lengua madre”, observa el autor de los poemarios Los poetas salvajes. “La obra de Juan es un bosque donde reina una música todavía sin nombre, encarnada en palabras reducidas al puro hueso. Los vientos que levanta su poesía han conseguido llevar consigo a innumerables personas, les ha prestado voz e identidad, y eso es lo mejor que puede pasarle a un poeta. Tal vez me atrevo a afirmar que dentro de siglos, cuando ya ninguno de nosotros importe, y el nombre de Argentina vaya a saberse a qué remite, los poemas de Gelman hablarán de nosotros”, augura el poeta.
“Gelman es una prueba de fuego para cualquiera que quiera escribir”, admite Uranga. “Hay dos cosas que me hizo ver: el encadenamiento de sonidos y el corte del verso; este hombre tiene un oído privilegiado –pondera el autor de El ella real, que se publicará en México con prólogo de Gelman–. Pero hay otras cosas, mucho más importantes que estas cuestiones. Hablo de la dignidad y la humanidad de Gelman y se me viene a la cabeza la frase ‘dolor generador de vida’. Antes miraba la escritura de Gelman y me preguntaba cómo hace; ahora lo veo claro: se necesita haber amado mucho para lograr lo que consigue. Y dentro del verbo ‘amar’, sabemos, está ‘el grano que debe morir para generar fruto’. La poesía de Gelman me enseña a amar, me tira encima un mundo.” Lo extraordinario de Gelman, reflexiona Arteca, es la manera en que se encarga de “clausurar” la década del 60 con dos libros bisagra en la literatura argentina. “Las traducciones apócrifas que cierran Cólera buey, más Los poemas de Sidney West y enseguida, allá por 1971, la aparición de Fábulas, muestran un Gelman dueño absoluto de un sistema de intervenciones de hablantes falsos, la utilización de escenarios microscópicos, catalizadores de géneros deformados por una poesía que no rehúye de los posicionamientos políticos, pero que necesita de nuevos formatos para reivindicar una revolución en la escritura –explica el poeta platense–. Rodolfo Edwards dice que Gelman “se aleja definitivamente del lenguaje de la tribu para adentrarse en la metafísica de la tribu en un ademán que mantendría hasta la actualidad”. Eso está muy bien, crear desde el ser de la tribu. Se trata de una operación estilística muy a fondo”.
Cada vez que Arteca piensa en ese mecanismo, recuerda una imagen de un poema: “Estés en mí como está la madera en el palito”. “Se trata de algo que reitera en otros textos, una suerte de condensación extrema del dolor, pero de un dolor afectivo, que es mortificante justamente porque es hondo, porque llega hasta el hueso. Pero de esa caladura, Gelman siempre extrae una idea particular de belleza. Madera en el palito. De lo general al detalle. Ese es el movimiento innovador de Gelman”, argumenta el poeta. “Gelman pensó que era mejor pivotear el lenguaje oral en la sintaxis, hasta licuarlo, después volverlo intraducible, y luego trazar con ello una nueva cosmogonía del verso”, afirma Arteca. “De esta manera, propone una poesía que supere su mera capacidad comunicativa. Allí la poesía no es vehículo, sino recurso, artefacto inficionado por la lengua. Es toda una declaración de principios y también es aquello que lo separa de la estética de los ’60 y lo promueve hacia la próxima década, en donde su trabajo será toda una formulación de encuadres frente al lenguaje y ante a la realidad imposible del lenguaje.”
El año pasado fue inolvidable para Uranga. Con El ella real recién publicado participó de un festival de poesía en Centroamérica, donde coincidió con Gelman. Le dio su primer libro con “mucha vergüenza”. A los pocos días, de vuelta en Bahía Blanca, casi se desmayó cuando se encontró con un mail de Juan en el que le decía: “¿Me pasás tu teléfono que te llamo? Porque viajo a Argentina y quiero que nos juntemos”. Y se juntaron, claro. “Ya en Buenos Aires, mientras estaba esperándolo, imaginaba que iba a bajar de un taxi o de algún auto particular. Y por ahí lo veo que sale de la boca de un subte”, revela aún sorprendido por esa aparición. “Fuimos a caminar un rato y a tomar un café. La charla fue larga; filosofamos un poco sobre si el mal es o no consustancial al hombre. Me llamó mucho la atención el humor constante que tiene, la sencillez, y las ganas de aprender. En el subte le había pasado algo que le había encantado. El subte estaba lleno y un muchacho que quería bajar le dijo: ‘Permiso, Juan’, bajó y se fue. Me lo contaba y se mataba de risa”, repasa Uranga. “Antes de irnos me agradeció que estuviera ahí y dijo que era ‘un honor’ para él. ¡Mirá la humildad que tiene!”, recuerda, aún conmovido el joven poeta. “Si estás leyendo estas palabras, Juanito querido, tres cosas: gracias por tanto, te quiero, y que te mees de la risa.”
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