Mar 29.06.2010
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CULTURA › LA DELICADA SITUACIóN DEL MUSEO DEL CINE PABLO DUCRóS HICKEN

“Hay negligencia y desinterés, pero sobre todo incultura”

La riqueza de su material fílmico es notable. Pero el museo carga con la incertidumbre de una posible relocalización y con años de desarraigo. Las malas condiciones de preservación hacen que los especialistas le auguren al patrimonio “sólo diez años de vida”.

› Por Ezequiel Boetti

La fachada del Servicio Electoral del Correo Argentino es rectangular, de un gris pálido avasallador que sólo se interrumpe para darles paso a las ventanas y al portón, que se eleva inmaculado entre los camiones que recorren a diario la zona fabril del barrio porteño de Barracas. Allí dentro, en el segundo piso, yace desde 2005 el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken. Difícilmente la viuda del ensayista e historiador cinematográfico imaginó que gran parte del material que recopiló su marido –y que ella donó a la Municipalidad de Buenos Aires luego de su muerte, en 1969– se corroería en los húmedos depósitos de este galpón rentado, donde recaló con la promesa aún incumplida de una sede definitiva. “El espacio es inadecuado e inaceptable. No tiene las comodidades, ni siquiera las mínimas necesidades que debe tener un museo. Tiene la obligación de recuperar y mantener intacto el material cinematográfico que está a su alcance, algo que no puede hacerlo en el lugar actual”, se lamenta el realizador y guionista Manuel Antín, presidente de la Asociación Amigos del Museo del Cine, en referencia a los grandes ventanales: la luz es letal para un patrimonio fílmico tan delicado como peligroso por la alta volatilidad del material que lo compone.

El derrotero del Pablo Ducrós Hicken excede la coyuntura política actual. “Hay complicidad en otras gestiones porque ninguna se planteó resolverlo. Es verdad que esto no arranca con el gobierno de Mauricio Macri. El problema es que va empeorando gestión tras gestión como una cuestión estructural”, asegura un delegado de la Asociación Trabajadores del Estado (ATE), quien prefiere el anonimato. “Hacíamos una actividad social y pública apuntada a las visitas especiales de escuelas y centros de jubilados, el cineclub para menores y la proyección de clásicos en la sala del cine”, recuerda. Un vistazo al espejo retrovisor muestra que el periplo del museo es paradigmático de una idiosincrasia cultural poco adepta a la preservación del patrimonio histórico en general, y audiovisual en particular. Su estadía en un edificio ajeno es apenas una escala más de un largo peregrinar que comenzó hace casi cuatro décadas y cuya culminación está peligrosamente lejos de vislumbrarse.

Los caminos del deterioro

Fundado en octubre de 1971 por iniciativa de los críticos e historiadores Jorge Miguel Couselo y Roland y Guillermo Fernández Jurado, los tres sucesivos directores, el por entonces Museo Municipal del Cine inició su recorrido en el cuarto piso del Centro Cultural San Martín. Pero en 1978, la cúpula militar porteña, con Osvaldo Cacciatore a la cabeza, priorizó la simétrica redondez de la Tango antes que el hipnótico giro de los proyectores: el material recaló en el ex Instituto Di Tella. Menos de un año después, como una cruel ironía del destino, los embalajes irrumpieron en la inmensidad del otrora asilo para mendigos General Viamonte –hoy Centro Cultural Recoleta–, en una zona que por entonces carecía del magnetismo turístico de hoy. El destino parecía empecinado con el desarraigo fílmico y el edificio sucumbió ante un derrumbe en 1983. La llegada de la democracia lo encontró en el predio de la que alguna vez fue la Escuela Carlos Tejedor, donde actualmente funciona la Escuela de Arte Dramático, en Sarmiento al 2500. “Se fue de allí por la incredulidad que acompaña a nuestros gobernantes. Son muy pocos los partidos políticos que se ocupan del arte. Hay mucha negligencia y desinterés, pero sobre todo incultura”, reflexiona Antín.

Así fue como, en 1997, llegó hasta el edificio donde por décadas funcionó la constructora Iggman, en la esquina de Defensa y San Juan, inmueble contiguo al Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Mamba). La ubicación no era casual: ambos espacios conformarían un flamante Polo Sur Cultural. En marzo de 2000, todo pareció encaminarse con la apertura de los sobres de la licitación pública nacional e internacional para la construcción del complejo. El proyecto se demoraba desde 1998 y su presupuesto rondaba los 7 millones de pesos, que se financiarían con un crédito del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). “Persigue la recuperación y puesta en valor de la infraestructura edilicia de los museos de Arte Moderno y del Cine, a través de la ampliación y modernización de sus sedes. Permitirá articular un centro especializado en artes visuales contemporáneas que dinamizará la zona sur de la Ciudad, convirtiéndola en un núcleo de actividades de proyección social, económica, cultural y turística”, aseguraban desde el gobierno porteño.

El diseño que donó el prestigioso arquitecto chaqueño Emilio Ambasz, hoy radicado en Nueva York, tenía casi 15 mil metros cuadrados e implicaba un enorme beneficio para el Museo del Cine. Sumaría 1100 metros cuadrados para un total de 6200, una superficie que serviría de nexo con el Mamba, un auditorio de casi mil metros cuadrados en el subsuelo y nueve salas en los pisos superiores. Pero también mantenía las ínfulas propias del vaho menemista que aún espesaba el ambiente sociopolítico. Además de un techo con una claraboya transparente que permitiría el ingreso de luz sin dañar el material expuesto, incluía “un sofisticado aparato que proveerá de agua fría pulverizada a las plantas, creando un arco iris”, según publicó La Nación a mediados de 2001, cuando la posibilidad de crearlo todavía estaba latente. La cereza del postre era la proyección de la información del centro sobre una pantalla en la fachada sur del edificio, que daba a la autopista, idea que motorizó el primer revés para el proyecto. El bloque del Frepaso presentó un proyecto para detener la licitación hasta tanto se investigara la viabilidad de esa gran pantalla y los posibles efectos en los conductores. Consideraban importante el riesgo de que “pudieren ser confundidos o provocar distracciones a los conductores”, según rezaba la declaración. La pantalla pasó a las huestes de la nostalgia.

Con el crédito del BID confirmado y las licitaciones asignadas, sólo era cuestión de tiempo. Pero el almanaque marcó diciembre de 2001. La implosión de la convertibilidad disparó tres esquirlas que hirieron de muerte la construcción del polo: la devaluación, la refinanciación y la consecuente caída del crédito. “Estamos en crisis permanente desde 2002. El proyecto de la sede propia se pone en marcha, se para, nuevamente se reactiva y se vuelve a archivar. El futuro es cada vez más negro. Para revertirlo se necesita ejercer una gran presión de todos los sectores y los trabajadores fueron los únicos que garantizaron la movilización”, asegura el miembro de ATE, en referencia a los empleados nucleados en Museo en Peligro, que desde 2008 pugnan por mantener visible la precariedad de sus puestos mediante protestas. “La situación es de incertidumbre causada por la desidia estructural”, asegura. La última parte del recorrido se inició en 2005, cuando la primera etapa de la mudanza contempló su recolocación temporal en el segundo piso de la sede del Correo Argentino. “La biblioteca y algunas oficinas estuvieron en el Ministerio de Cultura hasta el 2007, cuando también las trasladaron a la sede provisoria”, recapitula el actual director de la FUC. “Nos encontramos con un edificio totalmente abandonado, pero ahora está un poco mejor. El año pasado hicieron el Centro de Cómputos para las elecciones en una de las salas y se mejoró algo. Nosotros conseguimos presionar a la Comisión de Cultura de la Legislatura para que destine una partida extra de dinero para comprar equipos”, explica el delegado, poniendo sobre el tapete la cuestión monetaria.

El color del dinero

“Desde el 1° de enero de 1991, el Museo del Cine no recibe la partida que le corresponde de acuerdo al presupuesto anual de la Municipalidad”, aseguraba el semanario La Maga en octubre de aquel año. La situación se repite casi dos décadas después. La ausencia de las partidas necesarias para el correcto mantenimiento es un problema endémico, permeable a las últimas gestiones porteñas, independientemente de su color político. “Siempre hubo un reclamo muy fuerte por parte de este sector de la cultura por la ampliación de políticas presupuestarias”, afirma el actual secretario de Coordinación de la Legislatura, Facundo Di Filippo, que durante su gestión como legislador motorizó una erogación extra de 500 mil pesos en 2008. “Sirvió para adquirir material y equipo necesario para la preservación. Logramos ese dinero con mucha presión en el Ministerio de Cultura, que fue muy reacio a ejecutar esa partida”, acusa el funcionario, quien asegura que hay otra suma similar para este 2010 que reposa inerte en algún cajón del ministerio. “La prioridad para esta gestión son las obras en el Mamba, que también están retrasadas por la falta de recursos. Le destinó grandes sumas a la preservación del Teatro Colón, pero muy poco a otros centros culturales importantes que debe gestionar la ciudad”, dice.

La ciudad cuenta con casi 17.500 millones de pesos de presupuesto global para este año. Casi 600 millones de esa suma están destinados al Ministerio de Cultura, actualmente en la picota mediática desde que el jet set vernáculo copó el Teatro Colón para reinaugurarlo. Según el presupuesto aprobado para este año, la ciudad erogará un total de 142 millones de pesos para la reparación y posterior funcionamiento de la sala centenaria. “Estamos con otras cuestiones”, se excusan desde Cultura ante la consulta de este diario. “Seguramente en algún momento se va a presentar algo, pero depende de muchas otras cosas”, concluyen enigmáticos. Mientras tanto, el Museo del Cine opera y se maneja como cualquier dependencia municipal. La compra de insumos y herramientas no se hace por vía directa, sino a través de un intrincado proceso burocrático que involucra a la Dirección General de Museos y al Ministerio de Cultura, y que usualmente demora meses.

Un arma de doble filo

El archivo del Museo del Cine tiene un valor monetario inconmensurable. Entre códigos epistolares y urnas, atesora 270 cámaras de varios mentores del cine, como los hermanos Lumière, León Gaumont y Charles Pathé. Las reliquias se cuentan por miles: 35 mil fotografías y publicidades, 1300 guiones originales, 100 mil noticias periodísticas y 4 mil libros especializados. Son doce colecciones distintas, desde afiches y vestuarios hasta cámaras y proyectores. El material fílmico, sumadas las copias de 16 y 35 milímetros, supera las 60 mil latas. Se destacan las casi 10 mil que acumulan 850 horas del noticiero cinematográfico Sucesos Argentinos desde 1938 hasta 1972. O las 12 mil latas de fílmico reversible del noticiero televisivo del ex Canal 9, material que se rescató de la calle a principios de la década del ’80. Pero las malas condiciones de preservación, la ausencia de temperatura y humedad reguladas, son el vehículo hacia un desenlace tan fatal como predecible. En mayo del año pasado, la Federación Internacional de Archivos Fílmicos (FIAF), una de las asociaciones de archivos de cine más importantes del mundo, que reúne más de 150 instituciones de 77 países, realizó en Argentina el tercer congreso de la especialidad. “Vino una delegación de técnicos para revisar el archivo. Midieron el nivel de temperatura y humedad y el grado de degradación actual”, recuerda el sindicalista. La sentencia fue irrefutable: “En estas condiciones, al patrimonio le quedan sólo diez años de vida”.

Más allá del valor artístico y cultural, un descuido puede mutar en tragedia. El proyecto de Ambasz no contemplaba dónde ubicar el archivo fílmico que hoy descansa junto a los 48 empleados del museo, en el segundo piso de la Sede del Correo. “Quise ponerlo en el techo, de modo que, en caso de incendio, las llamas se vayan para arriba. Preferiría tenerlo fuera del edificio, a unos cuantos kilómetros”, aseguró en aquella ocasión a La Nación. El arquitecto temía por la enorme volatilidad de las 500 latas de nitrato, primer soporte de material fílmico que se utilizó hasta mitad del siglo pasado (en la actualidad se usa poliéster). La sensación era fundada: en 1982, la Cineteca Nacional de México ardió a causa de un incendio cuyo origen nunca se esclareció, pero que alcanzó niveles incontrolables cuando las llamas saciaron su apetito con las cintas de nitrato ubicadas detrás de la Sala Fernando de Fuentes, que la fatalidad quiso que en ese momento estuviera llena. Se perdieron siete mil películas y un número nunca esclarecido de vidas, que oscila entre las cuatro víctimas oficiales y las 80 de las versiones alternativas.

Futuro incierto

Con escasos recursos, casi a espaldas de los emprendimientos culturales de la ciudad y cargando con la incertidumbre de una posible relocalización y casi cuatro años de desarraigo, los empleados del museo siguen adelante. A la edición de la colección editada el año pasado “Mosaico Criollo: primera antología de cine mudo argentino”, compuesta por diez films del período, debe agregarse un hallazgo que sorprendió al mundo cinematográfico, pero no a los gestores de iniciativas económicas o edilicias que soplen a favor de la nueva sede. A mediados de 2008, un grupo de técnicos encontró entre miles de latas una copia completa de Metrópolis, de Fritz Lang, que contenía escenas presuntamente extraviadas desde su estreno comercial, en Berlín, en 1927. Los alemanes escanearon el negativo e hicieron una copia a cambio de una suma de dinero que el museo recibirá próximamente y que invertirá en la preservación del material en nitrato. “Eso demuestra que todavía hay tiempo. Si bien el hallazgo es producto de una casualidad, es también el resultado de una investigación”, se esperanza Antín. La aparición del clásico de ciencia ficción encumbró al Museo del Cine en los primeros planos internacionales cuando la copia restaurada por los alemanes se exhibió en la Puerta de Brandeburgo durante el último festival de Berlín, en febrero. Las latas originales llegaron al museo en 1992. Apenas les tocaron en suerte las tres últimas mudanzas.

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