Miércoles, 14 de julio de 2010 | Hoy
CULTURA › ERAMOS UNOS NIñOS, LAS MEMORIAS DE PATTI SMITH SOBRE SUS DíAS CON ROBERT MAPPLETHORPE
En este libro, la cantante, poeta y artista plástica repasa de manera notable su historia en paralelo con la de su amante y amigo, desde las alcantarillas neoyorquinas hasta los primeros planos de la música y la fotografía.
Por Roque Casciero
Patti Smith sí que sabe de buenos comienzos. “Jesús murió por los pecados de alguien, pero no por los míos”: así empezaba su poema “Oath”, que luego fusionó con el clásico de Van Morrison “Gloria” para convertirlo en el himno con el que (hablando de comienzos) arrancaba su álbum debut, Horses. También está “Piss Factory”, en el que las primeras palabras eran “Trabajaba en una fábrica de pis” (o “de enojo”, una dualidad atractiva en el inglés original). Todo esto viene a cuento porque la cantante, poeta y artista plástica publicó hace poco unas memorias de sus días junto al fotógrafo Robert Mapplethorpe, cuya traducción acaba de ser editada por Lumen/Mondadori bajo el título Eramos unos niños. Y allí, Smith vuelve a sacar de su frondosa imaginación uno de esos inicios demoledores, imposibles de borrar de la memoria: “Yo estaba durmiendo cuando él murió”, escribe en el prólogo. En esa breve introducción recuerda el momento en que recibió la noticia del fallecimiento de su amigo, amante y alma gemela, mientras en la televisión sonaba el aria “Vissi d’arte”, de Tosca. “He vivido para el amor, he vivido para el arte”, transcribe la cantante las palabras de la ópera. Y concluye: “Cerré los ojos y entrelacé las manos. La Providencia había dictado cómo sería mi despedida”.
El prólogo ocupa apenas una página y media de las casi trescientas de Eramos unos niños, pero marca el tono que la siempre poética Smith le imprime a todo el libro. Esta es la historia de dos seres unidos por su amor por el arte, que fueron capaces de sobreponerse a situaciones complejas (ella, un embarazo temprano; él, la homosexualidad que reprimía) y canalizar a través de poemas, pinturas, fotografías y canciones todo eso que latía dentro de ellos. Patti y Robert, cuando eran unos niños, confluyeron en Nueva York, que en los inicios de los ’70 era la meca del arte pop, con Andy Warhol como Midas que operaba desde su Factory de paredes plateadas. En esa ciudad que nunca dormía –porque parecía estar siempre creando, transpirando sexo o drogándose–, estos dos descastados se conocieron cuando ella entró a la habitación de Brooklyn en la que, se suponía, vivían unos amigos. En cambio, ahí estaba él, dormido en una cama de hierro. “Era pálido y delgado, con una oscura mata de pelo rizado. Tenía el torso desnudo y collares de cuentas alrededor del cuello. Me quedé quieta. El abrió los ojos y sonrió.” Ella se fue con la dirección donde buscar a sus amigos. Más tarde, él entró a comprar un collar persa –al que ella le había echado el ojo– a la sucursal de la librería Brentano’s en el que Smith era cajera. “No se lo regales a ninguna chica que no sea yo”, le dijo ella. “Descuida”, contestó él con una sonrisa.
El tercer encuentro fue más “aventurero”. Ella no tenía ni siquiera dónde dormir, por eso solía escabullirse en la librería sin que se dieran cuenta los encargados de bajar la persiana, y su dieta distaba mucho de ser la adecuada. Un supervisor de Brentano’s le había presentado un escritor de ciencia ficción que la invitó a comer. “Pese a tener veinte años, la advertencia de mi madre de que no fuera a ninguna parte con un desconocido resonó en mi conciencia –recuerda Smith–. Pero la perspectiva de cenar hizo que flaqueara y acepté.” Después de comer pez espada, el hombre le sugirió que subieran a tomar una copa a su departamento. “Miraba frenéticamente a mi alrededor, incapaz de responderle, cuando advertí que se acercaba un joven. Fue como si se abriera una puertecita del futuro y de ella saliera el muchacho de Brooklyn que había elegido el collar persa, como una respuesta da la plegaria de una adolescente”, relata Smith, quien le pidió al chico que se hiciera pasar por un novio celoso antes de salir corriendo con él, lo más lejos posible del escritor despechado. Esa noche en que “Bob” la invitó con un egg cream se selló una amistad indisoluble.
Patti Smith ha sido acusada de acomodar la realidad a su medida, cuando no de mitomanía. Puede ser que “embellezca” las situaciones para adecuarlas a su mirada poética, en la que la mugre está ahí porque también estaba en las películas que la hicieron llorar. Como sea, en Eramos unos niños hace gala de su habilidad para narrar, y traslada al lector hasta el centro de esa relación que arrancó sexual y terminó en una profunda amistad, pero que siempre fue de un amor compartido por las artes, de apoyarse mutuamente, de trabajar (o de prostituirse, en el caso de Mapplethorpe) para poder pagarse los elementos con los que crear. Con sus frases certeras, Smith también hace un recorrido por la Nueva York de inicios de los ’70. Lleva de la mano por las librerías en las que trabajó, la incipiente escena rockera que desembocaría en el punk, el Max Kansas City en el que Warhol reinaba desde una mesa redonda en el VIP o el célebre hotel Chelsea –donde ella y Mapplethorpe vivieron un tiempo– repleto de freaks y celebridades. Y también instala al lector en los estudios Electric Lady, adonde conoció a Jimi Hendrix durante la fiesta de inauguración –él se había escapado del bullicio, ella no se animaba a inmiscuirse–, justo antes de la muerte del guitarrista, y donde unos años después grabaría Horses con John Cale como productor.
Eramos unos niños es, además, la crónica del despertar de Mapplethorpe como gay y como fotógrafo. “Yo sólo lo miré, sin comprender. No había nada en nuestra relación que me hubiera preparado para semejante revelación”, confiesa Smith, quien siguió siendo amante de su amigo Bob durante un tiempo, mientras él dejaba salir su sexualidad reprimida. Y era ella quien le insistía para que le prestara atención a la fotografía, cuyo proceso le resultaba demasiado molesto al ansioso Mapplethorpe. El libro refleja, también, el ascenso de ambos como artistas, cuando ella comenzó a cantar en recitales de poesía y luego formó su banda de rock. Y durante, sus encuentros como Janis Joplin, Sam Shepard, Jim Carroll, Allen Ginsberg...
A Mapplethorpe le costó más “llegar”, porque recién cuando le regalaron una Polaroid que también tenía negativo pasó a centrarse en la fotografía. “Yo no había anticipado la absoluta entrega de Robert a los poderes de la fotografía –narra Smith–. Lo había animado a hacer fotografías para que las integrara en sus collages e instalaciones, con la esperanza de que tomara el relevo a Duchamp. Pero Robert había cambiado su centro de atención. La fotografía no era un medio para alcanzar un fin, sino el fin mismo.” Cuando Smith publicó su primer poemario, y más tarde su primer álbum, las fotos de tapa fueron de Mapplethorpe. La historia detrás de la imagen andrógina de Horses es bastante más sencilla que el impacto que provoca todavía hoy, pero más todavía es la revelación de la cantante acerca de esa foto famosísima: “Cuando ahora la miro, no me veo nunca a mí. Nos veo a los dos”.
Mapplethorpe, mientras tanto, había comenzado a desarrollar sus imágenes sadomasoquistas, ésas que impactan a muchos de los visitantes a la retrospectiva Eros and Order, que actualmente puede verse en el Malba (Figueroa Alcorta 3415, hasta el 2 de agosto). “Robert no era un mirón –-asegura la cantante en Eramos unos niños–. Siempre decía que tenía que participar de una forma auténtica en las obras que surgían de su interés por el sadomasoquismo, que no había fotografías por sensacionalismo ni se atribuía la misión de contribuir a la aceptación social del sadomasoquismo. No creía que debiera aceptarse y nunca pensó que su mundo clandestino fuera para todos.” Smith admite que le costaba “compaginar” al nuevo Robert con el muchacho que había conocido. “Y, no obstante, cuando miro la obra de Robert, sus modelos no dicen ‘Lo siento, estoy enseñando el pene’. El no lo siente ni quiere que nadie lo haga. Quería que sus modelos estuvieran satisfechos con sus fotografías, se tratara de un sadomasoquista que se metía clavos en el pene o de un glamoroso famosillo. Quería que todos sus modelos estuvieran seguros de su relación con él.”
Mientras él cobraba fama por su trabajo, ella tenía su hit “Because the Night”, compuesto a medias con Bruce Springsteen. “Robert estaba claramente orgulloso de mi éxito. Lo que quería para sí, lo quería para los dos. Exhaló un hilo de humo perfecto y habló en un tono que sólo utilizaba conmigo; un tono de reproche mezclado con perplejidad, una admiración sin envidia, nuestro lenguaje de hermanos. ‘Patti –dijo, arrastrando la voz–, te has hecho famosa antes que yo’.” Después de ese momento crucial, en apenas unas líneas, la cantante narra su alejamiento del mundo del rock para vivir junto a su marido Fred Sonic Smith (guitarrista de los MC5) en Detroit.
Y después, el capítulo final de Eramos unos niños, con otro de esos comienzos que golpean: “Robert supo que tenía sida al mismo tiempo que yo descubrí que estaba encinta de mi segundo hijo”. “Era 1986, finales de setiembre, y los perales estaban cargados de fruta”, recuerda ella. En ese momento, junto a su esposo trabajaban en el disco Dream of Life, y él sugirió que llamara a Mapplethorpe para que hiciera la foto de portada. Cuando recibió la noticia de que su amigo estaba internado, Patti quedó “aturdida”. “Me puse la mano en la barriga de forma instintiva y empecé a llorar.” Sus últimos encuentros, las últimas polaroids, la certeza de que él iba a morir, la última imagen de él, tan parecida a la primera (“un joven dormido bañado de luz, que abrió los ojos y sonrió con complicidad a una persona que jamás había sido una desconocida”): hasta el lector más duro se quiebra con las palabras de Smith. Si hasta se puede imaginarla llorando mientras tipiaba en su máquina de escribir estas palabras que suenan a autorreproche: “¿Por qué no puedo escribir algo que resucite a los muertos? Ese es mi afán más hondo”.
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