Domingo, 18 de julio de 2010 | Hoy
CULTURA › SHANGHAI, UNA CIUDAD MILENARIA AL RITMO DE UNA EXPO MONUMENTAL
En una urbe en la que las postales sci-fi se mezclan con las de budas y pagodas, la Exposición Universal recibe a medio millón de visitantes por día. Después de la visita presidencial, en el stand argentino cautivan el folklore, el tango y el asado, claro.
Por Karina Micheletto
Desde Shanghai
Una ciudad futurista impacta al visitante con postales sci-fi: rascacielos con las formas más extrañas que de noche se encienden en mil colores, torres como la Perla de Oriente, que da nombre a la ciudad, leds en los árboles, en las fuentes, en las plazas. Una ciudad milenaria regala postales de budas y pagodas, mercados al grito vivo, callejones de mil olores, jardines de cuento, con lagos y puentecitos, flores primorosamente cuidadas a los costados de las calles y rutas. Increíblemente, se trata de la misma ciudad, y todo ocurre al mismo tiempo. En Shanghai, el contraste impacta, no como una contradicción, sino como un modo de ser. Lo mismo puede decirse de China: una república socialista, gobernada por el Partido Comunista, que pelea el liderazgo mundial con las armas del capitalismo actual. La forma en que este país que ocupa casi diez millones de kilómetros cuadrados del planeta ha resuelto esto que no puede entenderse como una contradicción, sino un modo de ser y hacer. Se lee inscripta en los paisajes y los cuerpos de los habitantes de una ciudad como Shanghai.
En Shanghai, buena parte del intercambio comercial funciona a base del regateo, regla china que hay que saber llevar. En mercados como el que rodea Yuyuan Garden, los McDonald’s, Starbucks y Zara expresados en ideogramas chinos conviven con cientos de puestos donde se practica el arte milenario del regateo, sin que parezcan interferir uno con otro. No es “aparición contaminante” lo que se percibe, más bien convivencia naturalizada. Un grupo de hombres jóvenes que parece estar en su hora de almuerzo toma té bajo la parra de plástico dispuesta como ornamentación en un bar a la calle. La ceremonia cotidiana incluye una segunda vuelta de infusión para la que acude presuroso un mozo con prendas tradicionales, que vuelca el líquido desde gran altura, con largos chorros y extraños contoneos de cuerpo. A pocos metros, un grupo de chicas almuerza los mismos sandwichs y jugos que Starbucks ofrece en cualquier local del mundo, ideograma más o menos en su packaging. En la calle, la gente come al paso cangrejos fritos, sopas y menjunjes extraños al ojo occidental, mastica carnes disecadas como snacks. Más allá, el McDonald’s muestra la misma lucha por las mesas del mediodía que en la otra punta del globo. Es la hora del almuerzo, o más bien de los almuerzos, y nadie parece juzgar extraño o lejano el del otro.
Un par de estaciones de metro más adelante, el templo Jing’an congrega fieles que repiten el rito del incienso y la agachadita para el rezo, hacen sus oraciones frente a decenas de figuras presididas por un dorado y gigantesco Buda sentado, que sonríe con cara de satisfecho. Con sólo levantar la vista, el contraste vuelve a sorprender con los rascacielos recortados detrás de las líneas curvas del templo, síntesis fotográfica de Shanghai. Igual que el megashopping colorinche que aparece a la salida, justo junto al templo, delante del cual un hombre vende en la vereda unas chicharras chinas cazadas en jaulitas. Por la noche, en la coqueta zona de la French Concession –que alguna vez fue administrada por Francia, y guarda rasgos arquitectónicos de ese entonces–, los barcitos y restaurantes confortan el gusto occidental con elegantes propuestas de comida “del mundo”. El chispazo cosmopolita dura poco, lo interrumpe la aparición de un hombre mayor caminando tranquilamente por la calle en pijama rayado, como quien se levanta a tomar un vaso de agua.
Todo en China es Lo Otro, ante los ojos de un occidental: otra relación con el cuerpo (los hombres y mujeres practicando ejercicios milenarios todas las mañanas en las calles, antes de comenzar su rutina diaria), otra relación con el espacio (si hay un hueco libre, ¡a ocuparlo!), otra relación con las buenas maneras (los gargajos soltados en plena conversación, los paseos nocturnos en pijamas), otra relación con el sueño (todos aquí parecen habilitados a dormirse exactamente cuando les entra el sueño, ya sea en una estación de subte o atendiendo un local de ropa). La cronista piensa esto y se deja perder por las calles larguísimas del Bund, con esa vista al río bellísima, cuando el griterío de unas adolescentes con carterita Hello Kitty, que van en su dirección, corta el estado de ensoñación. Quieren sacarse una foto con ella, La Otra.
Y mientras en todos lados se repite que el futuro es chino y el viaje de la presidenta Cristina Fernández a este país acapara la atención de toda la región, una mirada a los diarios del mundo en el aeropuerto de Frankfurt –última parada occidental de Página/12– acerca una idea del presente de China. Los recortes guardados sirven a esta crónica: El diario USA Today consigna que las reservas extranjeras de este país trepan a un ritmo de un 15,1 por ciento de incremento año tras año. El Financial Times dedica una extensa nota al crecimiento de las inversiones privadas en China. En otra sección se informa sobre la venta de autos Honda en el país, y en otra la noticia es que las propiedades de las grandes ciudades chinas dejaron de aumentar en junio por primera vez desde hace un año y medio, gracias a una campaña del gobierno para reducir la especulación. The Wall Street Journal destaca que las exportaciones del país crecieron durante el mes de junio un 44 por ciento. Si para Hegel la China, igual que la India, quedaba fuera de la Historia Universal (“Desde que el mundo existe, estos imperios sólo han sabido desenvolverse dentro de sí mismos”, decía en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía universal), el presente parece indicar que China no sólo entró en esa Historia Occidental, sino que acapara su atención. En una cosa sigue teniendo razón Hegel: este imperio ha sabido desenvolverse dentro de sí mismo.
Y, ya en Shanghai, el presente es un Haibao continuo. Haibao es la mascota de la Expo Shanghai, creada a partir de un carácter chino que significa “gente”. Tiene los ojos grandes, como corresponde, y está en todos lados en Shanghai: en los carteles luminosos de cualquier calle, en las marcas de productos, en los muñequitos y llaveros por los que todos parecen enloquecer, tanto adentro de la Expo, con la garantía del sello oficial, como en los fakes (falsos), mercados donde lo trucho está institucionalizado. Haibao hasta en los arbolitos, recortados con la forma de este muñequito celeste, que al tercer día en Shanghai comienza a adquirir en la percepción del visitante rasgos de serial killer.
La Expo Shanghai es la Exposición Universal que cambió la fisonomía de este punto de China, y no sólo en las más de 500 hectáreas que ocupa, a ambos lados del Huangpu, el río que divide la ciudad en Puxi, el centro histórico, y Pudong, el distrito financiero. Los 50 mil millones de dólares que se dice que desembolsó el gobierno chino para este megaevento (no hay cifras oficiales al respecto), la enorme maquinaria de propaganda, el reclutamiento de “Expo voluntarios” que dan información en puestos por toda la ciudad, la organización de contingentes que llegan diariamente desde todo el país, son sólo una parte de la inversión. La menor.
Shanghai tiene doce líneas de subte, además de un tren de alta velocidad –el Maglev– que atraviesa 30 kilómetros en 7 minutos y medio, con final en el aeropuerto de Pudong. En China no tienen los problemas que tiene Mauricio Macri en Buenos Aires con el presupuesto y los palos en la rueda: once de estas líneas de subte se hicieron en los últimos diez años; seis, en los últimos dos. Un argentino que vivía en ese entonces en Shanghai cuenta que la velocidad de construcción era tal que estaban listos los subtes antes de que los mapas que indicaran su aparición. Tanto apuro, para llegar a la Expo con gran parte de la ciudad hecha a nuevo. Para mostrarle al mundo lo grande que es China, afuera y adentro de este megaevento que convoca la atención de todas las naciones. Como los Juegos Olímpicos de Beijing en 2008, la Expo Shanghai en 2010 es una gigantesca demostración de poder. Basta ver el despliegue del pabellón de China, que llega a verse desde varios puntos de la ciudad, para advertir el mensaje que se está dando al mundo: aquí estamos y somos grandes.
No sólo de subtes estuvieron hechos los cambios urbanísticos de los últimos dos años en Shanghai, de cara a la Expo. Se construyó una nueva autopista al aeropuerto. Se mejoraron los túneles que cruzaban el río Huangpu, y de paso se hicieron otros dos. Se inauguró el nuevo puerto de aguas profundas, con el que China puede seguir batiendo records de grandeza: actualmente es el mayor puerto del mundo por volumen de mercancías. Y también se tiraron abajo barrios de clase baja enteros para dejar espacio a la Expo, y a la villa especialmente construida para alojar a quienes vinieron a trabajar en esta Expo, provenientes de todo el mundo. La forma en que fueron relocalizadas las miles de familia que vivían allí, claro, jamás llegó a ser tema público en China. Sólo se dice que la zona, en la que también se barrió con la antigua infraestructura portuaria que ocupaba esta área, se integró ahora a la fisonomía de Shanghai.
Y siguen los contrastes, los choques de datos y realidades, en una ciudad en la que, como en otras grandes ciudades de China, es necesario un permiso de residencia para poder residir. El sistema no es tan rígido como años atrás, cuando prácticamente era imposible que un chino se mudara dentro del país, pero aun así el gobierno sigue controlando el proceso de urbanización, además de alentarlo. Si un chino quiere instalarse en una ciudad como Shanghai sin permiso, en rigor puede hacerlo, pero deberá vivir fuera del sistema, sin acceso a la salud ni a la educación de su hijo; un inmigrante ilegal en su propio país. Una Shanghai a nuevo necesita de habitantes a la altura: todos los años el gobierno otorga un cupo de residencia en esta ciudad, destinado en su mayoría a personal altamente calificado.
El control, de todos modos, forma parte de la vida de los chinos. El control de la natalidad (desde los ’70 está prohibido tener más de un hijo, aun cuando esta regla se ha ido flexibilizando, sobre todo a través de la corrupción). El control en el subte, donde el ingreso es similar al de un aeropuerto, con scanners para los bolsos. El control en la Expo, donde el temor a cualquier suceso fuera de lo previsto en medio de las multitudes que convoca (unas 500 mil personas por día, 25 millones desde su comienzo, el 1º de mayo) se evidencia en una férrea vigilancia de las entradas. Esto incluye palpación en profundidad en la entrada de la Expo y confiscación de encendedores (con devolución de uno cualquiera a la salida). Y en la entrada a la villa del personal –donde, desde luego, no puede acceder ninguna persona que no esté acreditada, por más amigo o familiar que sea–, más controles de bolsos con scanners y detectores de metales. Y finalmente el chequeo de la credencial, en forma magnética y óptica, para verificar que la cara de la foto es la misma que la del portador. Algo que a los chinos les lleva mucho tiempo, porque para ellos los occidentales somos todos iguales.
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