Mar 17.08.2010
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CULTURA › EDICIóN DEL DICCIONARIO DE AMERICANISMOS

“Las palabras, ni buenas ni malas, si se usan deben estar”

Así describe el cubano Humberto López Morales el criterio que se utilizó para hacer este monumental diccionario que incluye 70 mil voces y ofrece, además, apéndices sobre etnias indígenas vivas de Hispanoamérica, gentilicios americanos y un índice de sinónimos.

› Por Silvina Friera

El “mataburros” es una maravillosa caja de Pandora de más de 2300 páginas con 70 mil voces, lexemas complejos, frases y locuciones y más de 120 mil acepciones. Los hablantes del español de estas amplias y vastas tierras ahora pueden descubrir y conocer –gracias al Diccionario de Americanismos (Santillana)– las diferencias entre la lengua que se habla acá nomás, en el Río de la Plata, pero también en el resto de los países del continente. Cuando un colombiano le dice a alguien que es un “hablamierda”, está diciendo, por cierto en un tono despectivo, que es mentiroso. El “matatús” es el golpe que un muchacho de Honduras da en las manos de otro, en son de juego, para arrebatarle la golosina o cualquier otra cosa que tenga. “Banderear (se) –para los ecuatorianos– es pasar el tiempo yendo de un lugar a otro sin hacer nada. “Candinga” –en el Salvador– es un problema o asunto difícil de solución. “Jipiar” es insultar a alguien a gritos en República Dominicana. “Capocho” es torpe de entendimiento para un venezolano. “Marielito” –para un cubano– es el que emigró a los Estados Unidos en la década de 1980 por el puerto de Mariel. “Agüitado” significa estar abatido, triste y melancólico, tanto en México como en El Salvador. “Cachimbiro” es alguien vulgar en la forma de vestir y también de bajo nivel social en Guatemala. La “cabanga” es la melancolía causada por la ausencia o pérdida de una persona amada o de una cosa por los pagos de Nicaragua, Costa Rica y Panamá.

El proyecto de un Diccionario de Americanismos es un viejo sueño hecho realidad tras una labor ardua y dilatada en el tiempo de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Por cuestiones de la madre naturaleza –el reciente terremoto en Chile– no se pudo presentar en el Congreso de la Lengua de Valparaíso. La publicación de este “ladrillo” logró que el ambicioso proyecto dejara de habitar en el limbo de las buenas intenciones. Esta obra única en su especie es el más completo diccionario del léxico americano. Para aquellos que huyen espantados de los “mataburros” de toda estirpe con el prejuicio de que el bodoque de entradas es una selva dantesca, hay que aclarar que esta joyita no es un diccionario normativo, áspero e indigerible. El diccionario de americanismos es, en cambio, de uso; facilita el rastreo –y la consulta–- de todas las palabras que se emplean en el continente. Pero... siempre hay un pero; la condición para que las palabras aparezcan es que se usen y tengan documentación escrita. Los paladares exigentes, no obstante la minucia, están de parabienes. El banquete de americanismos ofrece, además, apéndices sobre etnias indígenas vivas de Hispanoamérica, gentilicios americanos y un índice de sinónimos.

Si en el siglo pasado reconocer la variedad de la lengua española era romper “la lengua nacional como lazo nacional” –según el lexicógrafo Noah Webster–, hoy esta diversidad es un lazo que refuerza un humus en común. Los españoles, que supieron cultivar un purismo rancio, han cambiado la perspectiva. Se han relajado. Han aceptado –algunos con mayor goce que otros– las “contaminaciones” americanas. Y han alentado también proyectos ambiciosos de diccionarios que incluyen únicamente las palabras de procedencia americana, como las que acopia el flamante volumen publicado por Santillana. Si se empieza por el principio –habría que descreer de toda “guía práctica” para enfrentarse a una obra como ésta–, la letra A depara algunas preciosuras. Claro que dependerá del gusto de cada buscador. “Achilado”, en Colombia, se refiere a una cosa que ha perdido su vigor y lozanía o a una persona que se encuentra desanimada. “Agarrar (se) de ojo de gallo”, en Honduras, es molestar reiteradamente a alguien.

“Bagatela” alude a un artículo sumamente rebajado, de precio muy inferior al que corresponde, en Guatemala, Panamá, Cuba, República Dominicana, Venezuela, Puerto Rico y Chile. El “bañazo” es la vergüenza que experimenta un costarricense por haber hecho el ridículo. Nuestro rioplatense “bondi” –obvio– no podía estar ausente. Otra palabra cuya sonoridad resulta impagable es “botarate”, la persona que malgasta o derrocha los bienes de fortuna, en varios países como México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Cuba, Colombia y Venezuela, entre otros. Al ron portorriqueño de mala calidad se lo llama “cañete”. Y “margarito” es la botella de cerveza con un litro de capacidad o más para los peruanos.

Otro ritual imperdible son las acepciones que tiene un vocablo. “Bacán”, en Cuba, alude tanto al homosexual como al hombre mantenido por una mujer; en Nicaragua es una fiesta bulliciosa, generalmente con bebidas. “Bacano/a” (sustantivo y adjetivo) es una persona agradable, simpática y amable para cubanos, dominicanos, colombianos y peruanos; argentinos y uruguayos, en cambio, la usan para las personas adineradas. Comulgan con “Maluco/a” –la persona enferma o indispuesta– mexicanos, guatemaltecos, nicaragüenses, costarricenses, panameños, cubanos, dominicanos, colombianos, venezolanos y peruanos; pero “maluco” también se refiere a algo desagradable para el olfato, la vista o el gusto estético. Hay materia para compartir “males” latinoamericanos. El abogado que ejerce su profesión ilegalmente o con descuido es un “cagatinta” para bolivianos, hondureños, nicaragüenses, argentinos, uruguayos y colombianos.

Si por estos pagos “catarro” suena a tos severa, los salvadoreños están hablando del dinero o ganancia ilícitos. Un “despiche” para panameños y costarricenses es una situación confusa, de desorden. El “centavero” es el tacaño para los mexicanos. El ingenio ha multiplicado los sinónimos de “testículos”: “aceituna”, “aguacates”, “alforja”, “alverja”, “amigo”, “berocos”, “blanquillos”, “bojote”, “boliviana”, “bolsa”, “coco”, “compadrón”, “porongo”, “timbales”, “triquitracas” y “maracas”, para apuntar sólo algunas de las opciones. Lo mismo sucede con el término “borrachera” y expresiones aledañas: “amanecida”, “barbasco”, “bebezona”, “chupadera”, “en pedo”, “embolada”, “esbornia”, “huasca”, “mamada”, “marimonda”, “más borracho que un metro de piedra” y “más jalao que un timbre de guagua”, entre tantísimas otras.

El cubano Humberto López Morales, secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española, habla hasta por los codos. Cuando abre la boca, pone primera y acelera con un vértigo que apabulla. Enrique Pinti es un poroto al lado de este académico charlatán a más no poder. “Es un poco vergonzante –confiesa– tener que decir que hemos esperado hasta ahora para cumplir el sueño de este gran diccionario de americanismos. Hizo falta aunar muchas voluntades. Y dinero. La participación juvenil es fundamental. Este es un diccionario moderno, actual y dialectal, una rama que se ha desarrollado en los últimos diez años. Acá se recogió la enorme riqueza que tenemos en Hispanoamérica.” El secretario general se detiene unos segundos porque el recuerdo de una anécdota lo distrajo. Y decide contarla. “Me tocó trabajar con una académica –cuyo nombre no te diré– muy enchapada a la antigua, muy religiosa. Estaba horrorizada por las malas palabras. Si la palabra se usa y tiene documentación escrita, sea buena o mala, va al diccionario. El corpus con el que trabajamos fue gigantesco.”

“Una cosa que me llevaban los demonios –como dicen en Puerto Rico–, que me ponía muy furioso, era no tener un gran diccionario de americanismos”, recuerda el académico, que aunque nació en Cuba, vive en España desde 1953. Hubo un intento frustrado de la Real Academia Española a fines del siglo XIX. Pero no había gente con quien intercambiar información, y fue imposible. En los años ’50 se recuperó la idea pero con una metodología inadecuada”. López Morales subraya que hay americanismos como “chocolate” o “tomate” que pertenecen a la lengua española y que son de dominio internacional. Ese tipo de palabras, apropiadas y usadas en España, no están incluidas en el diccionario. “Lo que más nos ha costado es que algunos académicos rancios entiendan que éste es un diccionario de uso. Las palabras no son ni buenas ni malas per se. En Hispanoamérica hay una riqueza impresionante para términos que tienen que ver con órganos sexuales. Al final del diccionario hay un apéndice de sinónimos con aquellas palabras que tienen más de diez sinónimos. La mayoría son términos escatológicos o de índole sexual. La palabra pene tiene más de 250 variedades sólo en el mundo hispanoamericano. Las palabras no son ni buenas ni malas; si se usan tienen que estar en el diccionario.” El festín que ofrece “pene” no tiene desperdicios. Basta apuntar algunas como “camote”, “cara de caballo”, “catorce pulgadas”, “chuto”, “la cuello de tortuga”, “manguera”, “palo de tombo” y “virote”.

La riqueza léxica de punta a punta, de página en página, no deja de asombrar. Los chilenos dicen “dateada” cuando se entrega una información reservada; los nicaragüenses hablan de “echar chicha al chumbo” cuando una persona o un asunto se complica más de lo que estaba; si un mexicano “echó de cayacas” está reprendiendo a alguien; tiemblan los colombianos ante la “empajada”, reprensión vehemente, amonestación severa; un chileno se da un “falopazo” cuando inhala cocaína; un dominicano usa “fantoche” para las personas fantasiosas; la “farragitis” –para los ecuatorianos– es una resaca, malestar por haber bebido en exceso; “floretear” en la jerga dominicana es piropear a alguien; un venezolano apela al “enfirolarse” para decir que alguien se viste de manera elegante; para los bolivianos el “firmear” es mantener una relación de noviazgo.

Los diccionarios, agrega López Morales como si estuviera creando el eslogan de una publicidad, son una fuente de riqueza, de novedades y de sorpresas. “Cada vez que abrís una página, aprendés algo. Que en otras partes del mundo puedan acceder a este diccionario es como abrir una ventana para que puedan encontrar las palabras que antes no podían. Además de disfrutar, cada vez que consultás un diccionario se produce un hallazgo. Siempre se aprende algo nuevo.” “Gandofia” –para un cubano como López Morales– es porquería, basura. El “garrón” nacional no requiere de muchas explicaciones para los lectores de esta nota. Cuando un peruano pronuncia “gatazo” quiere subrayar la decepción, el desengaño. Guatemaltecos y hondureños comparten el “gavetazo”, el robo que se hace a escondidas. Patrimonio común de varios países centroamericanos, al que hay que sumar Bolivia, es “Gringolandia”, que significa, naturalmente, Estados Unidos. El duplicado de una cosa hecho de manera ilegal se conoce como “gemeleo” en Costa Rica. La apatía, la pereza –para los ecuatorianos– es la “gurrumina”. En cubano un “guajiro” es un hombre campesino muy rústico.

López Morales admite que han excluido del diccionario unas 600 palabras de “muy poco uso”. Como el ejército de reserva en Marx, están esperando. “Las tenemos en stand by, si algún día ampliamos el diccionario entrarán”, anticipa. “Somos dignos de tener un buen diccionario. Hemos puesto nuestra semillita. No hay obra que no sea perfectible”, reconoce este cubano parlanchín.

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