Domingo, 19 de septiembre de 2010 | Hoy
CULTURA › UN DEBATE IMPERDIBLE EN EL CONGRESO DE CULTURA
En el encuentro que finaliza hoy en San Juan, Julio Fernández Baraibar, Horacio González y Patricio Rivas encontraron las palabras para seguir avanzando en la construcción de una Patria Grande hecha de diferencias y coincidencias.
Por Facundo García
Desde San Juan
Hay un reflejo verbal, casi un asomo de costumbre, que anda circulando por los salones del Tercer Congreso Argentino de Cultura que terminará hoy. A veces, cuando los oradores se refieren a un interlocutor de otro país latinoamericano –hay invitados bolivianos, chilenos, peruanos, etcétera– suelen llamarlo “compatriota”. Lo hacen con naturalidad, sin calcularlo demasiado. Como si algo en las profundidades del sentido –aunque más no sea en las capas tectónicas del deseo– se estuviera desplazando de modo leve pero evidente. Es difícil expresar ese movimiento en palabras. Y uno de los intentos más logrados fue la mesa en la que el periodista, político y escritor Julio Fernández Baraibar, el director de la Biblioteca Nacional Horacio González y el doctor en Filosofía de la Historia Patricio Rivas se abocaron a reflexionar a partir del título “Memoria, identidad y culturas: aportes del pensamiento latinoamericano en la construcción de la Patria Grande”.
Baraibar contextualizó el debate recordando que la idea de formar una gran nación no es nueva. “En la época de las revoluciones del XIX, muchos de nuestros hombres y mujeres estaban seguros de que emergería una gloriosa entidad, que abarcaría desde el río Grande hasta Tierra del Fuego. En esta atmósfera se dieron las batallas de la independencia”, lanzó. Más tarde las “fuerzas centrífugas” arraigadas en los puertos ricos comenzaron “su tarea de desarticulación”. De todas maneras, en la memoria emotiva de las sociedades ocurre igual que en el amor: no es raro que “lo que pudo ser” pese tanto como “lo que realmente fue”. En efecto, el contraste entre los festejos en galera del Centenario y los del pasado mayo marcan dos ilusiones distintas. “Tras el aislamiento –comentó Baraibar– nuestros países encuentran una segunda chance de acceder a la unidad. Ninguna generación desde aquella batalla de Ayacucho donde se terminó de expulsar a los realistas había despertado tan intensamente este sentimiento. Hoy la disyuntiva es urgente, porque la única posibilidad que tenemos de seguir siendo argentinos es ser capaces de integrarnos con el resto del continente.”
La segunda exposición, la de Rivas, fue aplaudida un largo rato. El chileno empezó llamando la atención sobre la huelga de hambre que están llevando adelante treinta y cuatro mapuches trasandinos desde hace más de dos meses, en protesta por la aplicación de una ley antiterrorista que permite el doble procesamiento por ley civil y militar. Luego asoció ese conflicto con las desidias que desde hace mucho socavan los avances colectivos y el respeto por la diversidad. “El futuro sólo será viable en la medida en que contengamos un mosaico de intereses a largo plazo, incluyendo a comunidades, pueblos y naciones distintas”, puntualizó el académico.
Está claro que la unión en términos económicos, de derechos humanos y de intercambios simbólicos ya no admite demoras. Falta un trecho: quien haya mochileado caminos de América sabe que, más allá del optimismo militante, en casi todas partes hay un sector de la población para el que da lo mismo un argentino, un brasileño o un alemán. “Necesitamos averiguar cómo se irá armando eso que llamamos Nación Latinoamericana”, insistió Rivas. “Y eso nos obligará a pensar más allá de los límites a los que estamos acostumbrados. Les voy a dar un ejemplo: los latinos tenemos un país que no reconocemos. Son los cuarenta millones de personas que viven como inmigrantes en Estados Unidos y Europa. No podemos dejar de tenerlos en consideración.” Por fuera de los lemas decimonónicos, y más allá de las consignas setentistas, hay un vacío retórico, teórico y político que está pidiendo ser llenado. “Reconozcamos nuestros propios balbuceos. No neguemos que es difícil ser boliviano en Buenos Aires, peruano en Santiago o guatemalteco en el DF. Nos encanta meditar sobre la xenofobia que hay en Europa... y nos olvidamos de las propias”, provocó el trasandino.
¿Vale la pena hablar entonces de fronteras que se terminan? El punto es complejo. Rivas sugirió que existe una oportunidad de demostrar que aquí no sólo se vive dentro de estados, sino en el interior de “grandes regiones geoculturales” como los Andes, las selvas del noreste o el Pacífico; “que acaso sean las zonas donde la integración más profunda esté por dar sus primeros pasos”. Más cauteloso que en desacuerdo, Horacio González opinó que va a ser difícil borrar la huella dejada por los Estados. “Los pueblos no lo aceptarían, aunque da la impresión de que sí asumirían unidades mayores y nuevas”, dijo.
“Sin embargo –enlazó el director de la Biblioteca Nacional– he aquí un nombre: ‘Latinoamérica’. Lo usamos con la esperanza de un proyecto. ‘Indoamérica’ suele usarse como su contrapunto. Ambas nos dejan cierta intranquilidad de conciencia. Encima ahora tenemos también ‘Unasur’. Hay, supongo, una instancia política nueva que hace que busquemos nuevos lenguajes.” Desde los abismos del tiempo, las sociedades se esforzaron por describirse a sí mismas; y el sociólogo marcó una posible genealogía de “nombradores” de la Patria Grande. “Hay que repasar la Carta de Jamaica que escribe en 1815 Simón Bolívar. En ese texto eleva la condición indígena, y obliga a los europeos a reconsiderar su propio papel”, recalcó. La cita fue el preludio de un posible calendario de lecturas para el que esté interesado en la hermandad y sus encrucijadas. Se mencionó a Nuestra América, de José Martí; La raza cósmica, de José Vasconcelos; y se rescató asimismo a Mariátegui y su defensa del mestizaje, a Lezama Lima y su neobarroco y a Ingenieros y su panamericanismo.
Con todo, lo más jugoso vino al final. “Tenemos por ahí la palabra socialismo. ¿Qué hacemos? ¿Es adecuada?”, se preguntó González. “Sin duda unió y sigue uniendo a los pueblos. Es poderosa. No podemos perder palabras así. Debemos tocarlas con respeto, pudor y destreza. Yo intuyo que no vamos a gozar menos por saber que está esperando a ser pronunciada. Decimos lo que nos demanda la circunstancia, pero sabemos que los nombres viejos son capaces de encontrar la ocasión de decirse en el presente. Necesitamos, eso sí, a los sabios que sepan cuándo utilizarlos. Ese es uno de los misterios de este momento que vivimos”, resumió.
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