CULTURA › A PROPOSITO DEL DESCUBRIMIENTO DEL PLANETA GLIESE 581G
Frente a los dictados racionales de la ciencia, la ficción ha propuesto mundos que resultan mucho más fascinantes que los que se reflejan en el cristal de los telescopios.
› Por Facundo García
Los medios mostraron la noticia como si fuera alegre, pero es melancólica. Hace una semana, el descubrimiento del planeta Gliese 581g –que quizá tenga condiciones similares a las de la Tierra– alimentó la esperanza de que los humanos no estén solos. Sin embargo, cuando los científicos empezaron a dar precisiones quedó claro que había que controlar la euforia. Después de todo, aquel mundo queda a veinte años luz y nada garantiza que sus playas justifiquen el precio del pasaje. ¿Cómo serán esos rincones de los que se sabe tan poco? Ante la dictadura de las mentes estrictamente racionales, la ficción ha ensayado mundos que –por ahora– resultan mucho más fascinantes que los que se reflejan en el cristal de los telescopios.
Hay planetas compuestos por una única ciudad que se extiende en todas direcciones. Se las llama “ecumenópolis”, en honor a una utopía inventada por el arquitecto griego Constantinos Doxiadis (1913-1975). Por lo común, sus habitantes tienen que montar granjas flotantes o importar su comida, como va a pasar en ciertas zonas terrícolas después del mambo sojero. La megaurbe de Star Wars, que es la capital del gobierno galáctico, Coruscant, entra en esta categoría. Y podrían nombrarse muchas otras. No obstante, es preferible seguir. La mundología fantástica ha admitido paisajes donde la monstruosidad se presenta con mayor sutileza.
Algunas esferas están recubiertas por mares en que los viajeros deben desplazarse cual Kevin Costner en Waterworld (aunque sin perder tanta plata, claro). Solaris –novela de Stanislaw Lem que tuvo una versión cinematográfica rusa en 1972 y otra estadounidense en 2002– transcurre en un ambiente así. En un astro lejano hay un océano y, cuando los cosmonautas se acercan, comprueban que esa masa líquida es un ser vivo que ha desarrollado su propia inteligencia. En otra columna hay que anotar a los planetas-desierto como Arrakis, de la recordada serie Dune. En ese caso se trata de un orbe surcado por tormentas secas. Los vendavales se extienden a lo largo de seis o siete mil kilómetros de llanura y tribus como los fremen atraviesan esas inmensidades en busca de una “especia” que únicamente crece ahí, produce adicción y permite hacer viajes espaciales (!). Encima unos “gusanos de arena” que son un asco acuden a cualquier vibración y atacan a los eventuales “cosechadores”. Con esos datos en la mano, es casi una obviedad señalar que Frank Herbert publicó este clásico a mediados de los sesenta, en probable coautoría con algún hongo alucinógeno.
Uno de los aciertos de Avatar (James Cameron, 2009) es haber propuesto un cambio de paradigma. En contra de la tradición que mostraba la tecnología como un ámbito separado de los seres vivos, el film plantea un panorama en que la técnica está integrada a lo biológico. Con todo, Pandora –tal es el nombre del planeta que se muestra en la película– no fue el primer ecosistema fantástico que tanteó en esa dirección. Hubo otros como Lamarckia, que aparece en Legado, un texto de Greg Bear. Ahí las leyes de la evolución que planteó Darwin no funcionan. En lugar de la “selección natural clásica” predominan procesos como los que postuló Lamarck (1744-1829); es decir que los rasgos adquiridos durante la vida de los organismos pasan a sus descendientes. Eso abre la pregunta sobre qué es lo que los humanos quieren transmitirles a las generaciones que vendrán. Vaya pues, para los curiosos, una postal olfativa de Lamarckia: “el olor era dulzón y sorprendente. El aire olía a agua fresca, uvas, hojas de té y diversos perfumes almizclados. Los brotes cercanos, que semejaban anchas flores purpúreas con centros carnosos, despedían un penetrante aroma. Olían a plátano y canela. Los brotes se abrían y cerraban, con un temblor al término de cada ciclo...”.
Menos olfativo que visual, Lagash –un mundo que Isaac Asimov ideó para su cuento “Nightfall”– se ubica en un sistema con seis soles. Se pare uno donde se pare, allí siempre se ve luz; no hay noches para los lagashianos. Excepto una vez cada dos mil cuarenta y nueve años, cuando uno de los soles queda eclipsado por otro cuerpo celeste. Entonces “se hace la oscuridad”, y es el único momento en que los pobres contemplan, emocionados, el brillo de las estrellas.
Quien haya recorrido Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, acaso recuerde al planeta Trafalmadore. Es un nido de bichos que tiene la particularidad de existir en todos los tiempos simultáneamente. Va de nuevo: en rigor, son seres que atraviesan y perciben lo cronológico como una superficie, igual que quien cruza un pasillo o mira un par de tetas. En la historia –que volvió al ruedo luego de que Lost le robara ideas para aquel capítulo en que Desmond viaja alternativamente al pasado y al futuro– los trafalmadorianos secuestran al protagonista, Billy Pilgrim, y lo encierran en un zoológico espacial. Su jaula está ambientada como si fuera una típica casa norteamericana. Hasta le han conseguido a Billy una superestrella porno, para ver si la parejita se reproduce. Así cualquiera. En Trafalgar, Angélica Gorodischer enumera las aventuras de un viajante que lleva y trae mercadería por los costados recónditos de la galaxia. “Traf” acumula andanzas por sitios tan extraños como Uunu, donde los minutos en vez de transcurrir se superponen. Si un visitante se queda dormido, puede despertarse mil años antes, o en el futuro. “Cada uno sigue con su vida en la época en que ha nacido y en la que vive, gracias a la adaptación al medio (...) Las épocas no se mezclan, ninguna invade a la otra. Coexisten. Son simultáneas. Si vos nacés en Uunu, seguís viviendo muy piolamente tu vida día a día y sabés que al mismo tiempo están pasando otras cosas en otras épocas”, subraya la autora.
En el universo atorrante lo que para algunos es ruina para otros puede ser diversión. Carlos Gardini, otro pope de la ciencia ficción nacional, imaginó en El libro de las voces el dolor de un planeta entero –Delfos– cuyos nativos comprueban que han sido creados para entretener a una audiencia de extraterrestres que quieren ver sangre, guerras, traiciones y torturas como si fueran espectadores de un reality. “Los Mundos Apócrifos son experimentos, pero también son espectáculos. Los espectadores del Cónclave observan y aplauden los mejores. Yo fui aplaudido varias veces”, revela en uno de los párrafos la máquina “siembramundos” encargada de moldear situaciones para la tribuna alienígena. La lógica en Delfos responde, por ende, a los caprichos del rating. Para los que nacieron ahí lo real “es incoherente, una burla”: un programa de Tinelli milenario y sin zapping.
Al acercarse al fin de este trayecto crece la hipótesis de que la vida no tiene por qué ajustarse a los preconceptos de la ciencia contemporánea. Así lo entendió Terry Pratchett, que en vez de romperse la cabeza analizando cómo podía tirárselas de original, recuperó la vieja concepción de que el mundo es “un plato sostenido sobre cuatro elefantes que a la vez hacen equilibrio sobre una tortuga”. En su serie de novelas Discworld –ilustradas magistralmente por Paul Kidby– esboza una descripción del territorio. “La Gran Tortuga A’Tuin se acerca, nadando lentamente por el golfo interestelar, con los pesados miembros llenos de hidrógeno congelado, su enorme y viejísimo caparazón lleno de cráteres de meteoros. Por supuesto, la mayor parte del peso se debe a Berilia, Tubul, Gran T’Phon y Jerakeen, los cuatro elefantes gigantes sobre cuyos lomos y amplios hombros bronceados por las estrellas descansa el disco del mundo, enguirnaldado por una enorme catarata a lo largo de toda su circunferencia, y cubierto por la bóveda azul pálido del cielo.”
Igual de desquiciante es una pieza victoriana hoy de culto, Flatland, de Edwin A. Abbot. Publicado en 1884, el relato se desenvuelve en un reino de sólo dos dimensiones, y se centra en las experiencias de un cuadrado que –ante la incomprensión de sus congéneres– sospecha que “hay algo más allá de lo evidente”. “Imaginen –propone el narrador– una vasta hoja de papel en la que líneas, triángulos, cuadrados, pentágonos, hexágonos y otras figuras, en vez de mantenerse fijos en sus lugares, se mueven libremente; pero sin el poder de elevarse ni de hundirse. Casi como sombras.” Por lo demás, “Planolandia” es un sitio bastante gorila. Las personas de clases “inferiores” nacen triángulos, los sectores medios están compuestos por cuadrados y hexágonos y los aristócratas son redondos. Si un triángulo se esfuerza por progresar, a lo mejor su hijo sale con más lados. La situación de las mujeres es más complicada aún, porque son meras líneas. Ni la imaginación liberada es capaz de espantar completamente la zoncera.
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