CULTURA › OPINION
› Por Juan Duizeide *
Pese a haber navegado profesionalmente durante años, mi encuentro con los mensajes embotellados se dio en el mar de la literatura. Y se dio, además, mucho antes de que pisara la cubierta de ningún barco, en la época en que de manera difícil, si no imposible de discernir luego, se comienzan a formar gustos, tendencias y aversiones. Esos encuentros, con la fascinación por los barcos naufragados que embrujaban las costas de mi infancia, me arrastraron a navegar.
Seguramente recogí mi primera botella con su correspondiente mensaje en alguna novela de Verne, quizás en La isla misteriosa. No lo sé. Sí en cambio reconozco cuál es el más antiguo de esos artilugios –artilugio de socorro y literario– que recuerdo: no es otro que el de Manuscrito encontrado en una botella, de Edgar Allan Poe. Por encima de las peripecias de esa narración –una de las pocas de asunto náutico de él– resaltan las propias características de ese doble artilugio. De lo que se trata es de eludir a un narrador omnisciente, que podría restar dramatismo a lo relatado, y contar con un narrador testigo o protagonista que narra como desde un limbo de ausencia y peligro, porque ignoramos si sobrevivió o sobrevivirá. El mensaje detrás del mensaje parece gritar si el socorro no llega a tiempo, porque el lector justo no llega a tiempo, que este escrito tenga al menos, por improbable que sea, una oportunidad.
No me tocó, por fuera de las miles de páginas navegadas, la sorpresa de encontrarme a flote un espécimen semejante. Los pedidos de socorro llegaban por radio de onda corta o larga. Y aunque en distintos mares, a veces como en cierta navegación por el Pacífico, nos hemos encontrado con islas de botellas de plástico, entrelazadas con otros residuos a flote, esa masa informe era en sí misma el mensaje inequívoco de un mundo desencantado en el que todo se ha vuelto mercancía. Sobras de un orden autodestructivo que, paradoja de paradojas, los mismos exploradores y aventureros, con su curiosidad y su ansia de ir siempre más allá, contribuyeron a formar. Tampoco lancé ninguna botella al mar desde ningún barco. Tal vez por falta de fe en el método o rendido ante la certeza de la sobreabundancia. Sin embargo, como cualquier aspirante a escritor, después de las dudas y tachaduras del caso, termino en algún momento por arrojar mis botellas aun cuando a veces parezca que ya casi no queda agua. La apuesta por el sentido es desesperada. Por eso es válida.
* Periodista, escritor y traductor.
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