CULTURA › DANIEL MORDZINSKI, EL “FOTóGRAFO DE LOS ESCRITORES”
El fotógrafo argentino radicado en París presenta en el Centro Cultural Recoleta Las tres orillas, una muestra integrada por 280 imágenes de escritores. “Yo tomo la fotografía como una manera de contar historias, porque soy consciente de que no las puedo escribir”, dice.
› Por Silvina Friera
“Danielito: siempre humildad y serenidad.” Esa voz, la del abuelito paterno de Daniel Mordzinski, vuelve. Nunca se ha ido. Pero ahora se escucha otra vez. Regresa –ese consejo inolvidable– en la voz de su nieto pródigo, el “fotógrafo de los escritores”, ese hombre que suele andar vestido de negro como una pantera insaciable en busca de una historia perdida en rasgos, semblantes, expresiones. Las fotos de Mordzinski –desde las más lúdicas hasta las que parecen más “serias”– hablan. Cuentan las historias más íntimas de esos autores, el silencioso torrente de sus voces capturadas por la mirada de un fotógrafo que escribe por otros medios una literatura trenzada de imágenes, sueños y memorias. En el principio de lo que pronto sería un formidable atlas humano de la literatura hispanoamericana contemporánea, hubo un retrato. Cuando “Danielito” todavía hacía cine, allá por 1978, llevó la cámara de su padre para retratar el rostro de perfil de Borges. Había comenzado un proyecto, sin saberlo entonces, con la figurita más difícil. Después rumbearía hacia París, donde reside. A puro zoom, flash, click y “chac, chac, chac”, el infatigable colorado perdería su tupida cabellera, pero jamás las mañas. Y sumaría a Julio Cortázar, Juan José Saer, Ernesto Sabato y tantos más que ya perdió el registro de cuántos escritores ha fotografiado. Lo cierto es que impresiona ver las 280 imágenes que integran Las tres orillas, la muestra con la que Mordzinski regresa a Buenos Aires, en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta.
Las mariposas que ha cazado Mordzinski durante 33 años están desplegadas a lo largo de las paredes. “Gabo –Gabriel García Márquez– aparece sentado en una cama, en un cuarto que se adivina tan gigante como su figura. También está Osvaldo Soriano con un gesto pícaro en la terraza de su casa, con su hijo apenas escondido entre la ropa colgada. Por ahí también asoma otro gigante, Roberto Bolaño, detrás de una vegetación, mirando el cielo de París. O César Aira, puro piernas, metido en una bañadera de un hotel de Aix-en-Provence. Hay más, mucho más: Ricardo Piglia en un baño público en Madrid; Claudia Piñeiro, pura sonrisa, remando su botecito en los lagos de Palermo; y Enrique Vila-Matas como un Bartleby descarriado, coqueteando con su vanidad. “Esta exposición sin dudas es la más importante de mi vida, no sólo por el número de fotos sino por lo que representa para mí”, dice el “fotógrafo de los escritores” a Página/12. Lo dice despacio, como exorcizando la emoción con el énfasis de la dicción.
–¿Por qué tardó tantos años en mostrar esa foto emblemática que le hizo a Borges?
–Pensaba que era una mala foto porque me molestaba esa mano que entraba en el frame. Lo bonito es que veinte años después, cuando me proponen hacer una exposición en Madrid hasta lo que en ese momento eran los primeros veinte años de mi trabajo, me piden que busque perlitas raras en mis archivos. De repente encontré una plancha contacto –porque antes hacíamos planchas contactos y marcábamos las fotos con un lápiz rojo– y esa foto no estaba marcada. El encanto de esta foto es justamente la mano. Por lo que antes no me gustaba, ahora me gusta. Esa mano me dice: “Hacia ahí, Dani”. Esa mano me indica que detrás del Aleph hay todo un atlas, un abecedario a completar. Me doy cuenta de que finalmente somos nosotros los que cambiamos y las fotos quedan.
Ese primer retrato a Borges lo hizo en 1978, en Buenos Aires. “Yo trabajaba como meritorio, segundo asistente de dirección, en la película Borges para millones, de Ricardo Wullicher; una persona importante en mi vida porque cuando me fui a París, en el ’79, una de las primeras locuras que hice fue irme a dedo al Festival de Cannes, pensando que era fácil –recuerda–. Cuando llegué a Cannes, me encontré con Ricardo Wullicher, que me ayudó a acreditarme y me abrió la puerta de la habitación de su hotel para que me tirara en el piso. Pero cometí todos los errores posibles en esos años. Hice dedo en la autovía y el único que me paró fue el coche de la policía para llevarme preso. Me llevaron a la comisaría, me pidieron el pasaporte y me explicaron que estaba prohibido hacer dedo...”
–La peor manera de enterarse de lo que no podía hacer...
–Y yo, de caradura, les dije a los policías franceses: “¿Me pueden acercar a Cannes?” (risas). Lo único que sabía es que quería vivir en París.
–¿Qué hecho modificó ese “andar un tanto perdido” por París?
–Suena a tango malo, pero a veces la realidad es más bella que la ficción. A los pocos meses de estar en París me proponen hacer una exposición. Las fotografías que hacía en esa época eran como era yo: directas, inocentes, de contrastes fáciles, del tipo un vagabundo al lado de un cartel de McDonald’s. Un día, antes de la inauguración, me dije que faltaba alguien: Cortázar. Yo no era periodista y no tenía la agenda que tengo hoy. Pero, gracias a esa inocencia, hice un gesto que hoy no haría: busqué el número en la guía telefónica. Y estaba. Cuando lo llamé, me atendió un contestador. No me animé a dejar mensaje y corté. Pero ni bien corté, pensé en mi mamá... Sigo con un tono de tango feroz, un cursi total (risas). Pensar en mi mamá y en el hecho de que no podía volver me llevaron a marcar de nuevo. Me atendió otra vez el contestador.
–¿Y qué dijo?
–“Hola Julio: me llamo Daniel, no soy nadie, nunca hice nada, pero mañana inauguro la primera exposición de mi vida. Me da mucha vergüenza invitarte, pero sería el pibe más feliz de París si pudieses venir a la exposición. Disculpá, pero te dejo la dirección.”
–Y Cortázar fue...
–Sí. Y cuando lo vi entrar, me derretí. Me pareció un gigante de tres metros y le dije lo peor que se puede decir: “Julio, ¿cuál es la foto que más te gusta?” (risas). Yo le quería sacar una foto al lado de la foto que a él le gustaba. La foto que eligió Cortázar es la única que resistió al paso del tiempo de las 50 fotos que expuse. Dentro de esa carga social documental facilonga, era un estuche de violín de músicos callejeros con dinero adentro, con un bebé que salía gateando del violín. Y me saqué la foto con Julio.
Mordzinski parece un mimo. Se lleva las manos hacia la cabeza y las va expandiendo en círculos para reproducir una inmensidad colorada que suprimió el devenir del tiempo. “Tenía una melena así de rulos, parecía un actor de Hair. Cualquiera que hubiera visto mi foto con Julio, pensaría de ese tipo que fui yo que podría llegar a perder un brazo o una pierna, pero jamás el pelo.” Ahora se habla del atlas Mordzinski de los escritores, pero según el fotógrafo es un atlas lleno de lagunas, de océanos. “Esto es como el mito de Sísifo: cuanto más subís, más caés; cuanto más intentás fotografiar, más te falta. Y esto también es lo que me entusiasma, el hecho de que es un libro interminable.”
–Al principio fueron fotos sueltas, una foto “amateur” como la que le hizo a Borges, ¿no?
–Esa idea es algo que intento mantener vivo. En la palabra amateur está amar y en mi búsqueda no hay lucro. No hay nada menos fotografiable que la profesión de escribir. No hay nada más solitario y efímero que un escritor. La noción de amar y de no lucrar es algo que me fascina, no saber por qué hago todo esto, por qué tengo esta colección de mariposas. La vida no se reduce a los retratos; me parece fascinante no haber perdido la capacidad de ser curioso y de escuchar a la gente. De poder hacer las fotos con los oídos y con los pies, caminando con los escritores. Y no solamente con los ojos, que es casi el lugar común.
–¿Cómo es hacer una foto con los oídos?
–Un escritor puede estar diez años para escribir; en el fondo es un grito, una gran necesidad de que se lo lea. Cuando llega un fotógrafo para ofrecerle una propuesta diferente, procuro que no sea una foto más. Lo digo humildemente, en el sentido de que mi proyecto es ambicioso porque lo hago dando lo mejor de mí. No sé si pueda salir mañana en el periódico, no sé si estará colgada en alguna exposición o si saldrá en algún libro, pero esto es lo que te propongo. Y ahí me paro y el resto es lo que escucho de él. Evidentemente cuando lo has leído, cuando tirás una palabrita mágica de uno de sus personajes o de uno de sus libros, le acariciás el amor propio y a todo escritor le gusta ser leído. Para eso escribe.
–¿Cuándo lo empezaron a llamar el “fotógrafo de los escritores”?
–No sé, al principio me sonrojé, luego me reí, después lo empecé a decir yo mismo (risas). Me acuerdo de quién inventó lo de “fotinski”, así les llaman a esas fotos juguetonas, divertidas, mezclando las fotos con parte de mi apellido. El primero fue el escritor español Enrique de Heriz, un tipo espectacular. La foto de Mario Vargas Llosa adentro de una cama es del Hay Festival de Cartagena de este año. Nunca le había hecho una “fotinski”. El me dijo que la hiciéramos. Primero lo escuché en la charla que dio, en la que contó que uno de los primeros recuerdos que tiene de su inconformismo era cuando se quedaba leyendo por las noches, se escondía dentro de las sábanas y la mamá pasaba y le decía: “Mario, yaaa, apaga la luz, vete a dormir”. Ahí me di cuenta de que tenía la “fotinski”.
–Hay dos tipos de fotos: la más “convencional” y la que se ha bautizado como “fotinski”, más zarpada, juguetona. ¿Estaban en sus planes estas “fotinskis”?
–Pero esto es culpa de ustedes, los periodistas. Yo no intelectualizo, no digo los lunes, miércoles y viernes hago “fotinskis”, y los martes y jueves hago “Mordzinski”. Mi abuelito paterno Aarón apenas hablaba español y era medio analfabeto, pero tenía una sabiduría increíble. “Danielito: siempre humildad y serenidad”, me decía. Yo tomo la fotografía como una manera de contar historias porque soy consciente de que no las puedo escribir. Intento proyectar las historias de los escritores que me gusta leer, a veces poniéndolos un poco en escena. Entonces alguien dice que es una “fotinski”, y me gusta. Y otro dice el “fotógrafo de escritores”, y lo termino repitiendo. Pero no tengo un jefe de marketing. ¡Mirá cuándo llego a Buenos Aires! Tengo 51 años y hace 33 que retrato a escritores. Estoy feliz de estar acá, en este momento. Pero yo sigo escuchando la voz de mi abuelito.
* Las tres orillas permanecerá en la Sala Cronopios del C.C. Recoleta (Junín 1930) hasta el 14 de agosto, de lunes a viernes de 14 a 21, y los sábados, domingos y feriados de 10 a 21, con entrada gratuita.
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