Lunes, 15 de agosto de 2011 | Hoy
CULTURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR Y PERIODISTA MEXICANO JUAN VILLORO
El autor de la novela Materia dispuesta y del libro de cuentos La casa pierde sostiene que hay que dejar de hacer una “crónica del poder”. Y propone “un periodismo de las víctimas que se opone a ese poder de la muerte, de las armas y del dinero”.
Por Silvina Friera
Un rasguño en la madera agrietada de las conciencias. “Los olvidados no olvidan al país.” Juan Villoro pronunciará esta frase redonda que escribió en una crónica reciente sobre la Cruz Roja mexicana. Los pobres –los olvidados con memoria– son la columna vertebral que sostiene la asistencia. Pero antes de que diga esta frase, la silueta del escritor se alarga a medida que se aproxima por el hall del hotel. Un recuerdo se agiganta con su felicidad remota ahora que estrena en Buenos Aires su segunda obra de teatro, Filosofía de vida, dirigida por Javier Daulte y protagonizada por Alfredo Alcón, Rodolfo Bebán y Claudia Lapacó (ver aparte). Habrá que imaginar a ese adolescente que a los 14 años (en 1970) garabateó lo primero que pudo mostrar: una obra de creación colectiva, Crisol, inspirada por la estética de Alejandro Jodorowsky, el “gurú hippy” de montajes deslumbrantes. La pasión por el teatro no se olvida, aunque haya sido aplazada por el periodismo y la literatura. “Este es mi mes argentino”, dice Villoro. No se jacta de ser un viajero curtido. Pero detesta las visitas relámpago. Prefiere una agenda recargada de charlas, presentaciones de algunos de sus libros reeditados, como su novela Materia dispuesta (Interzona), los cuentos de La casa pierde (Alfaguara) y la participación en un homenaje a Roberto Fontanarrosa en el Festival Internacional de las Artes, en Rosario.
“Mis crónicas son francamente parciales y responden a la principal exigencia periodística del viejo Severio: ‘Escriban con los riñones’”, se lee en el primer cuento de La casa pierde. El escritor recuerda que esa cita de “Campeón ligero” la escupe un periodista deportivo “un poco reventado” que ha recibido los maltratos de las redacciones, donde se considera más importante el vitalismo de la información que el rigor o la calidad estilística. “Ese periodista pretende ser un escritor, aunque es alguien que fracasó, quiso seguir a Onetti y a otros autores, pero sabe que no podrá emularlos. Entonces habla con cierto resentimiento de esta preceptiva que tiene que cumplir”, subraya Villoro en la entrevista con Página/12.
–¿Qué opina de esta preceptiva de “escribir con los riñones”?
–Yo creo que es decisivo escribir con emoción; sin pasión, ni siquiera un omelette tiene sentido, nada sale bien. El problema es que en cierto tipo de crónicas se adelanta demasiado la emoción de una manera tremendista para vender la noticia y se priva al lector de descubrir el placer de que eso es emocionante. Si el cronista se emociona demasiado, si lloró la crónica, te priva del placer de llorarla tú.
–¿Qué ejemplo reciente recuerda de una crónica o una cobertura que anticipa demasiado la emoción?
–No es muy reciente, pero me marcó porque estaba en un período formativo en el periodismo y en la escritura. Hubo unas explosiones de gas en San Juan Ixhuatepec, en las afueras de México, en 1984. Fueron explosiones de gas que mataron a muchas personas, un “pequeño Hiroshima” en las orillas de la ciudad. Uno de los grandes defectos de la cobertura fue que los periodistas contaron el horror que habían sentido y ya no te permitían sentirlo del mismo modo. Sabías objetivamente que era una tragedia, pero no te impactaba con la sorpresa de la emoción que es tuya y sólo tuya. Hubiera funcionado mucho mejor la cobertura si al darnos los datos más secos, nos hubieran permitido a no-sotros el derecho a la emoción. La noticia es pública, pero la emoción sincera es siempre individual. El impacto individual a veces te lo regatea el periodista que se anticipa a esa emoción.
–El miedo que produce la violencia del narcotráfico, ¿funciona de igual modo que la emoción? ¿Impacta tanto que el periodista la regatea?
–En México tenemos una discusión en curso muy interesante que tiene que ver con los límites para notificar el espanto. El crimen organizado golpea dos veces: en el mundo de los hechos y en el mundo de los medios; tiene claramente una estrategia de propaganda que les permite expandir su terror a través de la representación de ese terror. Esto hace que los medios sean una caja de resonancia de las actividades del crimen organizado. No se trata de algo privativo de México; son las formas de operación del terror contemporáneas que pueden llevar a dos reacciones extremas, ambas muy perniciosas. Por un lado, la banalización, que nos acostumbremos a vivir con el horror. En Ciudad Juárez hay niños que juegan con los casquillos de las balas y buscan en los cadáveres algunas reliquias que les parecen interesantes. Ya han normalizado una forma de vida entre cadáveres y esto es gravísimo. La otra reacción extrema es la paranoia más absoluta que te impide salir de casa y te paraliza. El periodismo responsable debe dosificar las cuotas de violencia y es lo que estamos discutiendo ahora: cómo hacerlo. Nadie tiene un manual para suprimir la violencia, porque no se trata de censurar los hechos sino que lo ideal es crear un contexto y una explicación. El mayor desafío del periodismo es convertirse en una captación de sentido porque la realidad ocurre de manera impulsiva, arbitraria, barroca y contradictoria. No le pide permiso a nadie, no tiene por qué ser lógica. De hecho, el mundo no lo es. Ante un mundo que se resiste a ser razonado o a tener sentido, el periodismo puede crear unidades de sentidos. Esas explicaciones parciales permiten que lo que vemos como un hecho violento no sea solamente el derrame de la sangre sino que se ponga el acento en que lo prioritario es lo que se pierde con la sangre: la historia, la vida, el contexto, la víctima; cambiar el enfoque del que comete el crimen al que lo sufre.
–¿Qué implica ese cambio de enfoque que desplaza el eje hacia la víctima?
–Implica entender que son las víctimas las que tienen las historias, porque nosotros normalmente hacemos una crónica del poder. Al poner el acento en los criminales o en los presuntos culpables, estamos haciendo una narrativa del poder. En el caso del narcotráfico se trata de un poder alterno, pero que controla varias partes del país, incluso zonas del territorio. Tenemos que pasar a un periodismo de la resistencia, un periodismo de las víctimas que se opone a ese poder de la muerte, de las armas y del dinero. Pero es difícil hacer ese viraje porque es contar una narrativa de perdedores, hacer una resistencia desde la fragilidad. Y estamos acostumbrados a una narrativa de los que triunfan, de los que se imponen. Entonces siempre es más importante el criminal que la víctima. Y eso es terrible. Se trata de un viraje cultural difícil de lograr que muchos estamos tratando de impulsar con éxito muy relativo, más bien muy pequeño.
–En la literatura, salvo algunas excepciones, siempre se prefiere al derrotado, a la víctima; el perdedor suele tener “más prensa”. ¿Por qué la ficción es mejor territorio para el perdedor que el periodismo?
–En la ficción, los ganadores suelen ser odiosos y la felicidad cumplida es un tema aburrido. Por eso Tolstoi escribió en Ana Karenina que “las familias felices no tienen historia”; desde el punto de vista narrativo es algo insustancial porque carece de conflicto. En cambio, la literatura relacionada con la pérdida, con la derrota, enriquece las posibilidades de la trama. La casa pierde es un libro de perdedores. A mí me interesaba mucho no sólo la categoría de la gente que pierde, sino cómo las nociones de triunfo y de derrota de pronto cambian de signo. Una de las cuestiones interesantes a las que te lleva la derrota es que son caídas que secretamente te alimentan, te permiten ver algo a lo que no te hubiera llevado la victoria. Y al revés: hay triunfos que envenenan, que te corroen por dentro. El primer relato es la historia de un boxeador que se encumbra porque él quiere purgar un delito que cree que cometió. Digamos que tiene una herida “eficiente” que le permite tratar de castigarse para poder superar ese crimen que supuestamente cometió; de modo que recibir el castigo en el boxeo lo ayuda mucho. Pero cuando se entera de que es inocente, pierde la motivación para seguir combatiendo y que le rompan la cara en el cuadrilátero. Una buena noticia, saberse inocente, se convierte en una desgracia. Me interesa mucho el cambiante valor de la derrota y el triunfo. En el caso del periodismo, los periódicos han escrito la gran narrativa del poder. Todos los periódicos del mundo comienzan siempre con la agenda presidencial, lo que dijo el rey, si se trata de una monarquía; lo que dijo la Bolsa de Valores, que es la Teodicea contemporánea que rige esos cielos inaccesibles de la macroeconomía. En ese relato del poder cuentan a los disidentes cuando se levantan en armas, es decir cuando tienen una cuota de poder. Es muy difícil encontrar un periodismo de la debilidad, una narrativa alterna, incluso algunos de los mejores cronistas procuran seguir a las celebridades.
–Quizá entre los mejores cronistas, Ryszard Kapuscinski fue uno de los primeros en pensar en un “periodismo de la debilidad”...
–Sí, una de las grandes lecciones de Kapuscinski fue demostrarnos que el sujeto más humilde tiene todo el derecho del mundo a ser perfectamente neurótico, a tener una vida interior complicadísima; que no es sólo un dato estadístico para informarnos antropológicamente de algo sino que es un sujeto con una vida interior que puede ser detestable, pero fascinante por sus enredos. Pero el caso de Kapuscinski es bastante insólito; en general tendemos a ver a las figuras que no son protagonistas, que no tienen fuerza, como seres anónimos. Esta es una cuestión que en el combate con el narcotráfico tenemos que cambiar. Los muertos no tienen nombre, son cinco o seis bultos tirados en la carretera, pero todos los capos que se capturan tienen nombre, tienen apodo y tienen historia. Las víctimas ni siquiera son nombradas. Ahora esto está empezando a cambiar; ha sido muy importante en México el papel de las mujeres periodistas. Alma Guillermopietro encabezó un retablo de 72 relatos que rinden tributo a 72 migrantes que fueron asesinados en México, tratando de cruzar la frontera con los Estados Unidos. Hay ejemplos de restitución muy necesarios y creo que el periodismo debería crecer en esta línea. Existe, pero debería ser la zona dominante.
Villoro cuenta que hace poco visitó la Cruz Roja mexicana y escribió la crónica “Vivir en México: un daño colateral”. “Lo más interesante fue saber que las personas que más dinero dan en la colecta son los pobres. La gente con menos recursos sostiene la Cruz Roja. Y eso habla mucho de lo que es un verdadero país y de un tejido social del que no se está hablando –plantea–. Está esa resistencia frágil, la resistencia del que tiene poco, pero da. A través de este tipo de historias podemos recuperar una noción de esperanza, porque tú no puedes combatir el horror sin tener una esperanza alterna. Se trata también de construir un discurso oponente al horror.”
–Hay una frase en uno de los cuentos en la que un narrador plantea que si no puede escribir una historia, la provoca. ¿Se siente representado por esta especie de consigna? ¿Intentó provocar historias?
–La derrota del escritor es siempre tratar de cobrar venganza en la vida; es más difícil escribir una historia que vivirla. Cuando no puedes escribirla, no te queda más remedio, a veces, que vivir algo que te parezca una historia. Yo creo que a todos nos ha sucedido que por la impotencia de no poder escribir algo tratamos de provocarlo en la realidad. Para mí es muy fácil escribir sobre cosas que no he podido hacer porque la vocación literaria está relacionada con un afán de sustitución en la imaginación. Yo trabajé tres años en Berlín Oriental, en la Embajada de México; fui agregado cultural y sabía que me espiaban porque todos los extranjeros que vivíamos ahí, teníamos un expediente en la Stasi.
–¿Como en la película La vida de los otros?
–Exactamente. Durante mucho tiempo pensé cómo sería esa vida en las sombras y creí que si investigaba mejor mi propia vida, o aquella parte de mi vida de la que no estaba muy consciente, descubriría a una persona más interesante de lo que pensaba que era. Y descubrí que mi vida secreta era tan poco sorprendente como mi vida real. Fue una lección moral que me tenía reservada el espionaje y que me obligó a verme en el espejo y decir: “Esto es con lo que cuentas y nada más” (risas). Claro, había un par de detalles significativos, como el hecho de que me habían seguido vigilando hasta cinco años después, hasta unos meses antes de la caída del Muro. Reconocí a algunas personas que habían informado de mí, pero no hubo nada que cambiara en lo sustancial. Eso fue una lección: las cosas que no puedes imaginar bien, no tienes que buscarlas en otra parte.
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