CULTURA › OPINION
› Por Daniel Divinsky
Concedo el derecho de no creer una palabra de lo que voy a escribir acerca de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en vísperas de su 25º edición. Me comprenden al respecto las generales de la ley. En 1997, Kuki Miler y yo, los editores de De la Flor, fuimos distinguidos por esa Feria con el premio a la trayectoria editorial, en el marco de la presencia de la Argentina como país invitado de honor. Otorgado por primera vez en 1993 a Arnaldo Orfila Reynal, un preclaro editor argentino incorporado a la vida cultural de México (primero en Fondo de Cultura Económica, luego en Siglo XXI fundada por él), lo sucedieron Joaquín Mortiz (en realidad Joaquín Diezcanedo), Neus Espresate, de Ediciones Era, y el canadiense Jack McClelland. El homenaje, el primero que recibíamos como editores, nos convirtió en jurados de los siguientes y consistió no sólo en diplomas y el acto de rigor, sino en la edición de un libro recopilatorio de opiniones sobre nosotros: Libros, personas, vida: Daniel Divinsky / Kuki Miler y Ediciones de la Flor, armado por Carlos Ulanovsky con testimonios de autores y amigos sobre los treinta años de actividad editorial.
Catorce años después, la Feria convoca a sus editores homenajeados, tres de los cuales hablaremos en el acto del lunes 28. Además de este reconocimiento poco usual a una profesión que ha tenido “mala prensa”, bastante justificada antaño, ¿qué diferencia Guadalajara de otras Ferias del Libro? ¿Qué determinó su crecimiento ininterrumpido en este cuarto de siglo? Como asistente frecuente, destaco el carácter festivo que la FIL ha tenido desde sus comienzos. Y no sólo por la noche de “rumba” y tequila en el dancing popular Veracruz que reúne cada año a escritores, editores y periodistas culturales en un rito divertido escenificado en un ámbito diferente: palpan de armas en la entrada a los invitados varones.
Toda la Feria desborda alegría, empezando por el enorme escenario al aire libre que presenta todas las noches a grupos musicales del país invitado. Y no porque no se tome a los libros en serio: la Feria es un lugar de mucha venta al público, pero especialmente para los editores internacionales que participamos; una vidriera para los bibliotecarios de los Estados Unidos, que, a fines de noviembre, van a gastar los saldos de sus presupuestos anuales, otrora muy generosos. Es un espectáculo verlos recorrer en manadas los pasillos, apartar los títulos que les interesan y dejar a cargo de los empleados de las distribuidoras que los surten, que van guiando al pelotón, tomar nota de los libros que cada biblioteca quiere comprar. Hay también un Salón de Novedades para informarlos sobre lo más reciente en exhibición. Y desde hace unos años, un Salón de Derechos en el que se pretende emular a Frankfurt como lugar de compra y venta de derechos de traducción.
La Feria concede, además, un premio internacional de literatura, muy bien dotado, que dejó de llamarse Juan Rulfo por conflictos con los herederos del escritor, discernido por un jurado de críticos de distintos países. Y por si fuera poco, en su cafetería sirven las “tortas ahogadas”, típicas de Jalisco: un enorme sandwich sumergido en salsas, imposible de comer sin enchastrarse y prohibido para gente con bigotes.
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