Lunes, 9 de enero de 2012 | Hoy
CULTURA › ANA ARZOUMANIAN Y LAS SECUELAS DEL GENOCIDIO ARMENIO
Desde el ensayo El depósito humano. Una geografía de la desaparición y desde el poemario Káukasos, la autora aborda el problema de la identidad y la diáspora armenias: “En la Argentina ese silencio estuvo relacionado con la suma de los silencios del país”.
Por Silvina Friera
El abuelo de la poeta, narradora y ensayista Ana Arzoumanian escapó de las garras afiladas que borraron del mapa de la existencia a más de un millón y medio de armenios, entre 1915 y 1923. En una hojita descolorida por el tiempo –empecinado en pintar los recuerdos con otros colores—, sigilosamente guardada en una Biblia que trajo con él a Buenos Aires, anotó cuatro nombres de mujeres, más el de la madre de esas chicas, y sus edades; nombres de sus familiares desaparecidos que giran en el pasado como en la espiral de una “contabilidad fúnebre” sin fin. “No sólo hay cuerpos ‘sin identidad’ sino que tampoco hay ‘identidad’ de esos cuerpos ausentes”, se lee en El depósito humano. Una geografía de la desaparición (Xavier Bóveda).
Contra la visibilidad al precio del hostigamiento, el armenio de la Argentina prefirió no hablar. El miedo a la palabra en su registro visible implicaba reactualizar el régimen de sospecha y muerte: “Si hablo podrán mandarme matar desde allá, a mí y a mi familia...”. Ese abuelo paterno que trabajó como fotógrafo en las plazas –“una manera de registrar cuerpos”, sugiere su nieta–, pronto comprendió que esas muertes que llevaba dentro parcelan, fragmentan y desarman aquello que, mal que bien, formaba un conjunto. El mundo se había vuelto sordo y mudo: ya no oía ni respondía. Y se encerró en el silencio, un silencio de plomo. En otro libro de Arzoumanian, el poemario Káukasos (Ediciones Activo Puente), el litigio con el tiempo asoma en el concierto de subjetividades, estímulos y lenguas que avanzan por las calles de Manhattan. El poemario “registra” una dolorosa caminata iniciática en pos de un sentido que se escapa. La imaginación taladra en las cicatrices profundas de una mujer armenia que, al entrar al Caffe Reggio, es interpelada por un hombre que le pide un sobre de azúcar y le dice: “I’m turkish, and you?”.
La pregunta del turco cae como una mancha que se derrama por las páginas de Káukasos. Repentinamente esa mujer parece atrapada por un pasado que amenaza con engullirla en un instante. “No es suficiente/ quemar los archivos./ Los hechos se desgastan, los fantasmas inventan sus recuerdos”, dice la voz poética postergando una respuesta que no puede aún enunciar. Cuando Arzoumanian conoció Nueva York, cuenta en la entrevista con Página/12, le pareció una ciudad adictiva. “No paraba ni para comer, estaba todo el día estimulada, caminando. Yo quería traducir la velocidad, la agitación. No me encontré con ningún turco, pero sí fui a un restaurante turco. Yo les pedía en turco los platos que quería comer y esperaba que me preguntaran por qué sabía decir en turco las comidas. La situación fue rara en ese lugar; necesitaba que me preguntaran quién era yo, de dónde era, hasta que pudiera decir: soy armenia.”
–¿Por qué le cuesta tanto a la voz de la protagonista de Káukasos decir que es armenia?
–Yo vengo trabajando el problema de la identidad y la diáspora armenia; en verdad toda mi literatura gira alrededor del genocidio, de lo armenio, pero no lo dice del todo. Recién pude decirlo cuando Leonardo Senkman, un profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde hice un seminario sobre Holocausto, me dijo que si yo tenía toda esta carga tan fuerte del genocidio armenio por qué nunca hablaba del genocidio. Me resultó muy fuerte porque no me había dado cuenta. Creo que Senkman me autorizó: otro que no es armenio me legitima para hablar de lo armenio, puede hacer que yo diga. Eso que al personaje le cuesta decir creo que fue mi camino. A mí también me costaba decirlo en forma pública porque no lo iban a entender. Cuando era chica, no sabía cómo decir que era armenia. Esa tensión –si soy argentina, si soy armenia– siempre estaba. Cuando estuve en Armenia, la sensación de pertenencia fue maravillosa. Y recién ahí pude usar la palabra armenia, decirla.
–Ante el trauma del genocidio, la comunidad armenia en la Argentina optó por no hablar. ¿Cómo explica ese silencio?
–En otras diásporas se ha actuado de otra manera y ha habido más producciones artísticas y literarias en Estados Unidos y Francia. Acá ese silencio también está relacionado con la suma de los silencios del país: el silencio de las dictaduras, las represiones, el miedo. La segunda generación de armenios tenía la idea de que si hablaba podía delatar, si hablaba podía ser chupada; entonces para sobrevivir era mejor callarse. Y esto fue muy traumático por las capas de silencio acumuladas. Lo que se silencia es el odio, que en lugar de salir se enquista. La imaginación es una buena manera de abordar la cuestión; imaginar lo que pudo haber sucedido. Uno tiene la idea de que el sobreviviente llegó acá por lo mejor, pero para eso también tuvo que haber pasado lo peor. Nombrar lo peor es parte de la compasión. Pero una cosa es nombrarlo y otra que el otro esté en una situación de poder escucharlo.
Arzoumanian recuerda en uno de los capítulos de El depósito humano, un libro que pronto será de lectura obligada en muchas escuelas y universidades, que los primeros en sufrir los efectos del genocidio en sus propios cuerpos fueron los intelectuales. “Con el fin de borrar una Armenia independiente, el régimen persiguió a sus probables constructores. Dicha matanza comprende, según P. Thibaud, más que el concepto de masacre, hacer desaparecer es evaporar, desorientar, prohibir la memoria. Se entiende el deseo de aniquilar en esa obsesión de dispersar por el desierto. Privado de sus escritores, sus músicos, sin los hombres adultos, una turba hambreada será a partir de ese instante un cuerpo anónimo. El programa genocida comprende la negación de la existencia del muerto como muerto, haciendo de los mismos aquellos que nunca han existido. Y es en este punto que los negacionistas participan del crimen: privar la muerte a los muertos es privarles de sus vidas.”
La escritora, que nació en Buenos Aires en 1962, repite que hay más de un millón y medio de cuerpos “que no están” para calibrar la magnitud de las heridas. “Hay fotos y evidencias de que se encontraron algunos cuerpos, pero no hubo manera de identificarlos. Yo sólo tengo nombres de familiares, no tengo fotos, sólo nombres y edades. Se encontraron huesos y restos en ciertos lugares; en muchos centros de ayuda de Dinamarca y Noruega sacaron fotos. Pero eso, como resto, se perdió. Muchos armenios fueron obligados a islamizarse, muchas mujeres optaron por estar en familias musulmanas, muchos niños varones han sido circuncidados. Ahora hay una comunidad en la Turquía actual que descubrió que entre sus familiares había armenios que se convirtieron. Las nuevas generaciones están entendiendo que el genocidio armenio atraviesa a los armenios y a los turcos”, subraya la autora de los poemarios Labios (1993), Debajo de la piedra (1998), El ahogadero (2002) y Cuando todo acabe todo acabará (2008); y la novela La mujer de ellos (2001).
–¿Usted tiene “familiares sin cuerpos”, víctimas del genocidio?
–Nunca lo dije ni lo pensé así, pero es una expresión interesante que la voy a empezar a usar... Toda mi literatura está atravesada por los cuerpos sometidos, diezmados, sojuzgados. Quizá la fragmentación no se refiera solamente al propio cuerpo, sino al cuerpo del otro que no se tiene. Cuando fui a Armenia por primera vez, me preguntaba si se parecerían a mí, quería reconocerme en esos rostros. Pero no me parezco tanto porque los armenios de Armenia tienen rasgos más caucásicos, en cambio mucha gente de la diáspora tiene rasgos más de Medio Oriente. Recién ahora me di cuenta de que ahí también estamos como quebrados, que habría dos “tipos” de armenios. Armenia es el Cáucaso, pero yo tengo en mi imaginario más el Medio Oriente. Sin embargo, en Armenia entendí la teoría deleuzeana de cómo lo social arma una subjetividad: estar allí fue como encontrar una madre patria; es impresionante lo que construyeron emocionalmente en mí esos veinte días que estuve, en septiembre de 2010. Mi hijo me dijo algo muy interesante. Nosotros acá hablamos armenio para que no nos entiendan, como algo secreto. Pero en Armenia se habla para que el otro te entienda. Mi literatura es elíptica y aparentemente oscura; no hay historias que se entienden del todo y supongo que tiene que ver con la forma en que el lenguaje se instaló en mí.
–¿Cómo fue la relación con la palabra, con el idioma, durante esos días en Armenia?
–La palabra estaba adherida a mi cuerpo en Armenia, mientras que en el español y las otras lenguas que sé, la palabra está por un lado y mi cuerpo por otro. Eso se reproduce en mi literatura; hay un cuerpo que no tiene palabra y va en busca de la palabra, pero la palabra se fragmenta y el cuerpo aparece también fragmentado. Lo que muestro es ese quiebre entre cuerpo y palabra; por eso mi literatura no cree mucho en las palabras: cuando la encuentra, la pierde y la vuelve a buscar. Lo que muestra Káukasos es ese agotamiento; algo que todo el tiempo se pierde. Hace poco conversaba con un amigo y me reprochaba que yo trabajo sobre la memoria y no tengo memoria. En mí hay algo que siempre se pierde. Quizá sea una forma de evitar el sufrimiento; les pasó a ellos, a mí no tanto...
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