CULTURA › EDITAN EL CONMOVEDOR ESPISTOLARIO ENTRE INGEBORG BACHMANN Y PAUL CELAN
Tiempo del corazón, la correspondencia entre los dos poetas en lengua alemana más importantes de la segunda mitad del siglo XX, va más allá de la intimidad de los amantes para reflexionar sobre Auschwitz, Heidegger y la lucha por el lenguaje.
› Por Silvina Friera
El epistolario amoroso condensa el mapa de una pasión trágica, un muestrario de intemperies, ausencias, encuentros y desencuentros. Hay silencios demasiado obstinados y palabras que se escriben al pie de una página que jamás llegará a destino. No puede faltar el tópico de los enamorados cuyas penas magnifican la puñalada trapera. Las cartas, esos objetos que iluminan las vacilaciones del instante, construyen un vasto espacio abierto donde las figuras deambulan, pasan del sol a la sombra, se pierden de vista y reaparecen, pero sin adoptar jamás posiciones fijas. La relación intelectual y sentimental entre Ingeborg Bachmann y Paul Celan constituye uno de los capítulos más dramáticos de la historia de la literatura posterior a 1945. Tiempo del corazón (Fondo de Cultura Económica), la correspondencia entre los dos poetas en lengua alemana más importantes de la segunda mitad del siglo XX, no es un manojo de notas resecas que cualquiera podría publicar movido por el afán de desnudar la intimidad de los amantes. Las casi doscientas cartas, reunidas en una cuidada edición –traducida por Griselda Mársico y comentada por Bertrand Badiou, Hans Höller, Andrea Stoll y Barbara Wiedemann– esquivan esa premisa del sentimentalismo que consiste sólo en recordar el recuerdo. En las más delicadas vísceras del pasado, un puñado de textos potencia las reflexiones sobre los problemas de la escritura y la autoría después de Auschwitz, la cuestión respecto de Heidegger y su “error político” y el antisemitismo “enmascarado” con el ropaje de la crítica literaria. La lucha por el lenguaje, la disputa con la palabra, es la médula ósea del intercambio entre Bachmann y Celan. Quizá sea la novela epistolar más desgarradora, escrita a cuatro manos.
El primer encuentro fue en Viena, la ciudad a orillas del Danubio, en mayo de 1948. Bachmann, una joven austríaca de 21 años que estudiaba filosofía, logró liberarse de la pesada herencia que implicaba la temprana afiliación de su padre el nazismo. Celan, nacido en 1920 en el seno de una familia judía de Czernowitz (Rumania), sobreviviente de un campo de trabajo rumano, tenía entonces 27 años. Sus padres habían sido asesinados en un campo de concentración alemán. La correspondencia comienza con “En Egipto”, un poema de Celan dedicado a Bachmann, la joven poeta en cierne, en junio del ’48. En una carta posterior a ese poema fundacional, Celan postula el imperativo categórico de esa pasión: “Cuando te encontré fuiste ambas cosas para mí: lo sensual y lo intelectual”. Las señales de vida de la poeta llegarán recién en la Navidad de ese año, casi seis meses después de un incómodo silencio: “Hoy te quiero, y te tengo tan presente. Quiero decírtelo sin falta (entonces muchas veces no lo hice)”. La escritura ocupa el centro de la existencia. Pero para ninguno de los dos escribir es algo sencillo; las cartas no están exentas de esta desgarradora dificultad. “Dos o tres veces te escribí una carta que después no envié –le cuenta Bachmann en enero de 1949–. Pero qué importa eso si cada uno piensa en el otro y tal vez sigamos haciéndolo mucho tiempo más (...). En el otoño unos amigos me regalaron tus poemas. Fue un momento triste porque vinieron de otros y sin una palabra tuya. Pero cada uno de los versos fue un resarcimiento.”
Una carta de junio de 1949 “anticipa” el futuro, veinte años antes de tiempo. “Llévame al Sena, vamos a mirar y mirar bien adentro hasta que nos hayamos vuelto pececitos y nos reconozcamos”, le dice Bachmann. El autor de Amapola y memoria, Reja de lenguaje y La arena en las urnas, entre otros títulos, se suicidó arrojándose al río Sena en abril de 1970. En el primer tramo despuntan las dudas sobre la importancia del encuentro entre ambos. La sucesión de cartas, bastante escasas entre 1948 y 1952, está marcada por la tentativa desesperada de repensar lo que fue. Y por volver a recuperar una forma practicable para la relación, aun después de separaciones entendidas como definitivas. Las pocas semanas de Viena son un punto de referencia, incluso cuando ya no sean repetibles y finalmente sólo la amistad siga siendo lo que queda en pie. “¿Sabes, Ingeborg, por qué te escribí tan poco durante este último año? No sólo porque París me empujó a un silencio terrible del que no podía salir, sino también porque no sabía qué piensas sobre aquellas pocas semanas en Viena. (...) ¿Cuán lejos o cuán cerca estás, Ingeborg? Dímelo, para que yo sepa si cierras los ojos si ahora te beso.”
El lector se desplazará por las orillas de un enigma. Nunca sabrá las razones concretas de los silencios y las recriminaciones mutuas; pertenecen, más bien, al terreno de las conjeturas. Casi tres meses después, Bachmann le responde: “Veo con mucho miedo que te alejas a la deriva por un gran mar, pero yo voy a construirme un barco y recogerte del desamparo. Sólo que tú también tienes que aportar algo y no hacérmelo demasiado difícil. Tenemos el tiempo y muchas cosas en contra, pero el tiempo no debe poder destruir lo que nosotros queremos rescatar de él”. Y le adjunta una carta que no supo enviar en su momento, de una sinceridad implacable. “No sé qué quieres saber ahora y qué no, pero te imaginarás que el tiempo que va de ti a ahora no ha transcurrido para mí sin relaciones con hombres. Hay un deseo que tenía entonces en ese aspecto que he satisfecho; eso tampoco te lo había dicho todavía –confiesa la poeta–. Pero nada se convirtió en un vínculo, no me quedo mucho tiempo en ningún lado, estoy más inquieta que nunca y no puedo prometerle nada a nadie (...). Sólo puedo decirte una cosa, por improbable que parezca hasta para mí misma: estoy muy cerca de ti. Es un bello amor el amor en el que vivo contigo, y sólo porque tengo miedo de decir mucho es que no digo que es el más bello.”
El intercambio poético no es recíproco. Celan no contempla aún la producción de la autora de El tiempo postergado. “Me resulta completamente nuevo y sorprendente, me parece como si se hubiera logrado quebrar una compulsión de asociaciones y se hubiera abierto una nueva puerta. Es tal vez tu poema más bello, y no tengo miedo de que sea ‘el último de todos’ –comenta Bachmann el poema ‘Agua y fuego’–. Me ha dado una felicidad indecible y llena de esperanza por ti me meto en tu período oscuro. Un reproche que me has hecho a menudo es que no tenga un vínculo con tus poemas. Te ruego que dejes de lado esa idea, y no lo digo por este poema, sino también por los demás. A veces sólo vivo y respiro a través de ellos.” Tal vez el miedo enorme de estar lejos o la burla de la realidad laceró esa pasión superior. De repente podrían reproducir fragmentos del tango “Como dos extraños” en clave alemana. “No hablemos más de cosas que son irrecuperables, Inge. Lo único que consiguen es que la herida vuelva a abrirse, provocan en mí ira y disgusto, reavivan lo pasado”, le pide Celan en 1952, cuando el poeta ya había iniciado su relación con Gisèle Celan-Lestrange, que pronto sería su esposa y la madre de su hijo Eric.
El lector apreciará uno de los tramos más ricos de la correspondencia luego del reencuentro en 1957. Los roles se modifican. Ahora es Celan el que compone unas cartas de una intensidad abismal y piensa por primera vez en la obra de Bachmann. La desmesura de la avanzada de él podría explicar la reticencia de la poeta. Acaso necesita silencio, distancia, un escudo de protección. “Entiendo, Ingeborg, que no me escribas, que no puedas escribirme, que no vayas a escribirme: sé que te lo hago difícil con mis cartas y poemas, más difícil aun que hasta ahora”, admite el poeta. “Debes entender: no podía actuar de otra manera. Actuar de otra manera hubiera significado negarte. No puedo hacerlo.” Ella demora, pero responde. “Te agradezco que le hayas dicho todo a tu mujer, ya que ‘ahorrárselo’ sería agrandar la culpa y disminuir a tu mujer. Porque ella es como es y porque tú la amas. ¿Pero tienes una idea de lo que significan para mí su aceptación y su comprensión? ¿Y para ti? No puedes abandonarlos, a ella y a vuestro hijo. Me contestarás que ya está, que en el fondo ya ha sido abandonada. Pero por favor no la abandones. ¿Tengo que darte las razones?”
Celan insiste, le exige a Bachmann que le escriba al menos una vez por mes. “Piensa ‘En Egipto’. Cuantas veces lo leo, te veo ingresar a ese poema: eres la razón de mi vida, también porque eres y seguirás siendo lo que justifica mi palabra... Pero no es solamente la palabra. También quería estar mudo contigo.” Tiempo del corazón incluye además documentos complementarios de la relación, como las cartas entre Bachmann y Celan-Lestrange, y entre Celan y el escritor suizo Max Frisch, que convivió con la poeta y narradora alemana. El título del epistolario procede del primer verso de “Colonia, Am Hof”, de Celan, suerte de pasadizo secreto entre los amantes: “Tiempo del corazón, los/ soñados representan/ la cifra de medianoche./ Alguno habló en el silencio, alguno calló,/ alguno se fue por su camino/”. El diálogo se interrumpe otra vez después de una reyerta con Frisch por una crítica adversa de Reja del lenguaje de Celan. Sobrevuela el antisemitismo en esa discusión. Sólo quedan las ruinas de ese amor. En una de las últimas cartas, el poeta da en el nervio de este doloroso epistolario cuando le cuenta a Bachmann sobre su nuevo libro de poemas. “Hay diversas cosas entretejidas allí, por momentos seguí un camino –estaba prácticamente escrito– bastante ‘ajeno al arte’. El documento de una crisis, si quieres. ¿Pero qué sería la literatura si no fuera también eso, y si no lo fuera radicalmente?”
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