CULTURA › UN RECORRIDO POR LA ENORME EXPO 2012 Y LA SORPRENDENTE CIUDAD DE YEOSU
El típico “Maradona” ya fue reemplazado en Corea del Sur por el nombre del crack del Barça a la hora de identificar a la Argentina. Sin embargo, en el pabellón que montó la Secretaría de Cultura en el Expo Site, la atención de los locales la llaman las milongas que se desatan.
› Por Eduardo Fabregat
Desde Yeosu
“Aryentina... ¡oooh, Aryentina! ¡Messi!” Los tiempos han cambiado. Hasta no hace tanto, la mención del país disparaba la inmediata asociación con Diego Armando Maradona. Aún sucede, pero menos: el taxista que va al Expo Site está mucho más al tanto de las hazañas del petiso goleador del Barcelona, y su sonrisa y el pulgar en alto son para esa referencia y no para el Diez gambeteando ingleses. También da la impresión de que está más pendiente de una versión coreana de Cantando por un sueño que se ve en la TV del tablero de su vehículo, que de nimiedades como los semáforos y los autos que van delante. En eso, también, los tiempos han cambiado: el panel parece más de la NASA que de un taxi de Yeosu y el chofer puede hacer su trabajo sin dejar de ver su programa favorito. Los nervios del pasajero frente a esa dualidad –y frente a los berridos que surgen del concurso de canto– son una cosa secundaria. Cosas de este lugar a 20 mil kilómetros de las pampas: a nadie se le ocurre pisar la senda peatonal antes de que lo habilite el semáforo, pero los taxistas tienen tele en el tablero.
Todo queda atrás cuando el móvil al fin arriba –sin llevarse nada por delante– al enorme conglomerado de pabellones, edificios, stands, patios de comida, áreas de descanso, baños impecables y smoking areas (unos cubículos que apestan a la distancia: aquí no se fuma ni al aire libre) que conforman la Expo 2012. Una feria mundial que busca llamar la atención sobre la posibilidad de que, si la humanidad sigue en este tren, en algo menos de medio siglo ya no queden casquetes polares, con las obvias inconveniencias que tal idea supone. Para fogonear el debate, las autoridades coreanas instalaron una serie de pabellones temáticos que se complementan con otros auspiciados por marcas clave de la economía coreana como las empresas de tecnología Samsung, LG y Posco, o el conglomerado Lotte, además del gigantesco acuario que es una de las grandes estrellas de la muestra. La recorrida deja sensaciones encontradas: si la visita al pabellón Posco se convierte en una disfrutable interactuación con chiches digitales que deviene rave animada por muñecos inflables activados a distancia, no sucede lo mismo con el decepcionante auditorio 3D de LG y algunas presentaciones de los pabellones temáticos, como el Climate & Environment, tan naïf en el mensaje, o el Theme Pavilion, de inesperado estatismo en una muestra de estas características.
De manera inevitable, la Expo surcoreana gana matices en los pabellones internacionales, allí donde 104 países ofrecen una multitud de visiones posibles y hay sorpresas de toda calaña. El que pasa por el pabellón de Vietnam, por caso, no deja de recomendar calurosamente la experiencia a todo el que se cruce: dos veces al día, toca una banda que ejecuta instrumentos tan extraños como una marimba de piedra y otra de cañas, una especie de máquina de coser que suena como un theremin o un instrumento de cuerda que se toca de pie y viene con una especie de talk box artesanal: juntos y con pilcha ceremonial, los nueve o diez integrantes de esa orquesta irrepetible desencadenan una fiesta que llama a repetir la visita.
La Argentina también supo desatar sus milongas. “La cultura es una de las producciones más prolíficas y ricas que tenemos los argentinos. Los protagonistas del pabellón en la Expo son la música y la danza, el folklore y el tango, dos excelentes embajadores para acercarnos al mundo”, dice Marcela Cardillo, subsecretaria de Gestión Cultural de la Secretaría de Cultura de la Nación, organizadora de las actividades en Yeosu. Y en las primeras dos semanas (que para la Expo significaron más de 600 mil visitantes), el pabellón azul ya dejó escenas vibrantes y cruces que demostraron que los artistas están dispuestos no sólo a hacer lo suyo, sino también a producir intercambios que dibujan otros escenarios. Sucedió con La Chicana, que puso a Acho Estol coreando en el micrófono con Alfredo Piro, o con Mavi Díaz y las Folkies (Silvana Albano, Pampi Torre y Martina Ulrich), que se mezclaron con el mismo Piro en el pabellón y en su show al aire libre con “El profeta” y “Zamba del ángel”. Y que recibieron a menudo la visita de músicos de Angola que, con la oreja africana acostumbrada al 6X8, se prendían a la fiesta de chacareras y subían la fiebre de coreanos acostumbrados a ritmos algo más circunspectos.
“El folklore no tiene tanto lobby como el tango, pero armamos un repertorio para arriba y nos encontramos con una respuesta increíble –-cuenta Mavi a Página/12–. Si bien no son un público enormemente apasionado, no agitan como los angoleños, son muy agradecidos, y después de cada show venían a saludar, a agradecer, a preguntar si teníamos discos para vender.” Al día siguiente del concierto en la Expo Plaza, las Folkies anduvieron de paseo por una playa cercana; allí se les acercó un hombre que resultó ser un pastor protestante (religión que profesa el 27 por ciento de los habitantes) que las felicitó por lo visto en la muestra y, en un inglés muy básico, las invitó a comer a su casa al día siguiente. El cuarteto de mujeres terminó en una cena pantagruélica en la casa situada junto a la iglesia y, al agradecer tocando el piano familiar, descubrió que todos balbuceaban las letras: habían filmado el show en la Expo y lo veían todos los días. “Es esa clase de experiencias que te quedan adentro para siempre”, dice la cantante, que con el regreso a la Argentina encarará una gira por el sur, actuaciones en Rosario y Córdoba y un Ateneo para octubre, justo antes de empezar a grabar canciones para el sucesor del notable Sonqoy.
De las experiencias que dejan marca hablan también Dolores Solá y Acho Estol, el dúo impulsor de La Chicana. Ellos tuvieron que remar desde los primeros días, cuando la feria todavía estaba terminando de armarse y el público iba llegando de a poco. Pero eso no les impide registrar los beneficios de dar la vuelta al mundo. “Cuando vas a un lugar muy lejano, muy exótico, muy extraño, es interesante mostrar lo tuyo, desde lo tradicional tanguero hasta la propio –detalla Estol–. Pero nos enviciamos con lo que está pasando, con las rupturas del lugar, que nos retroalimentan para el próximo disco. Cuando fuimos a lugares como Africa, a China hace doce años, a Singapur, Malasia, no es tanto lo que nos pasa arriba del escenario a nosotros, sino lo que es absorber la cultura del lugar. Y esta vez también fue así.” Puesto a analizar la experiencia oriental, el guitarrista prefiere no intentar conceptos definitivos. “Los shows son raros, no sabés qué reciben ellos de vos, pero yo recibo cosas de la cultura coreana, y me compro instrumentos raros, y aprovechamos para cruzar unos días a Japón y escuchar su música, y todo eso se refleja en lo tuyo. Cuando conocés una cultura, empezás a escuchar la música de ese país de un modo diferente. Después de un mes en el oeste de Africa, empecé a escuchar la música del oeste de Africa de otra manera. Y eso te pasa con China, con Japón, con Singapur, Malasia o el lugar que sea. La música ya no te suena igual, le ponés un contexto. Y creo que le pasa lo mismo al extranjero que visita la Argentina con el tango o el folklore.”
El dúo no es precisamente neófito en cuestiones orientales. Desde su primera visita a China, hace ya doce años, La Chicana desarrolló una relación de cariño y conocimiento con esa cultura que le permite establecer diferencias de carácter e idiosincrasia. “Los chinos sorprenden por su latinismo, por sus ganas de comunicarse, por su sentido del humor –dice Estol–. Uno piensa que son inescrutables y nada que ver, se matan de risa, te tiran sus niños para que juegues, te dan de comer, es una cosa muy campechana. Y en Japón sentís que viene la máscara y un metro atrás el japonés, hay una distancia. Son solidarios y cordiales, pero muy impostados.” Solá apunta que los coreanos son “no desdibujados, pero sí un poco más neutros, los que llaman menos la atención”, y se detiene en la principal impresión que le produjo el trip japonés. “Hay un machismo tremendo: el 95 por ciento de las mujeres son todo risitas, aniñadas, como que no entienden nada, que todo debe ser resuelto por los hombres. Es muy impresionante. Y las que hablan en inglés, cuando querés que te contesten algo, les decís ‘yes or no?’ y te responden ‘jijij, maybe’, porque necesitan la aprobación del hombre, que les diga lo que tienen que pensar y decir mientras ellas se quedan en su casa. Es una cultura de la adolescencia, todas quieren parecer nenitas, frágiles, tontas... empilchadas como nenas, con mini y zoquetitos. Todo el concepto de erotismo y belleza está orientado a algo añinado, a un punto que te produce incomodidad: en un pornoshop ves un DVD que muestra nenas jugando en bañador, solo eso, sin ninguna cosa sexual... pero al lado de trescientos modelos de consolador.”
De acuerdo con el relato, la sociedad coreana marca algunas diferencias y ayuda a descartar ese viejo lugar común sobre la igualdad de todos los orientales. Desde las jóvenes que, omnipresentes con sus uniformes celeste–amarillo, son parte esencial del funcionamiento de la Expo hasta las mujeres ya mayores que en las barcazas de la bahía de Gamangman o en el mercado de Gyodong trabajan sin un hombre cerca que les dé permanentes instrucciones, Corea parece distinta de ese Japón que está cruzando el charco. Ni hablar del Río de la Plata, que está del otro lado del mundo, tan lejano y a contramano horaria que suena irreal. Aunque Messi, rodeado de jeroglíficos y sonriente en cualquier vidriera deportiva, oficie de contraseña que disuelve las distancias.
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