CULTURA › OPINION
› Por Gabriel Guralnik *
Aquiles, héroe entre los héroes, tuvo que elegir entre vivir mucho y morir en las sombras, o vivir poco, pero que su nombre se volviera inmortal. Tal vez el nombre de Evaristo Galois habría sido inmortal, incluso si hubiese vivido mucho. Pero su destino fue revolucionar la matemática a los veinte años. Fue todo lo que vivió, antes de morir a manos de la extrema derecha francesa de su época.
En Francia, en 1832, la militancia republicana era tan peligrosa como lo era, en la Argentina de 1976, recibir el mote de “subversivo”. Los conservadores no querían otra revolución. Matarían a quien fuese para evitarla. Galois era un genio entre los genios. Y un republicano furioso. Tan furioso como el Aquiles de Homero. La posición ética de honrar aquello en lo que creía estuvo siempre, en él, por encima de todo riesgo.
Recién a los 15 años tomó Galois contacto con la matemática, en el Liceo Louis le Grand de París. Pero la matemática del Liceo le quedó chica. En pocos meses comenzó a estudiar los textos más avanzados de su época. Así fue como conoció el álgebra, y los problemas que los matemáticos aún no habían podido resolver.
Antes de los 17 trató de ingresar en la Ecole Polytechnique, y fue rechazado. Un profesor, viendo su genialidad, apeló la decisión. Pero los rígidos cuadrados de la Ecole no le hicieron caso. Por supuesto, esto no amilanó a Galois. Todavía en el Liceo (lo que hoy sería un secundario), publicó su primer trabajo innovador. Y logró resolver un problema que habían encarado los mejores matemáticos del mundo, sin éxito, durante más de un siglo. Era sólo el comienzo. Galois tenía 18 años cuando comenzó a crear la teoría que revolucionó la matemática. Lo que llamamos teoría de grupos. Temas que, en la segunda mitad del siglo XX, se dieron en llamar (en el nivel secundario) “matemática moderna”. Y que nacieron de la mente de un joven que apenas tendría hoy la edad para estar terminando la secundaria.
La mente de Galois era, sin duda, tan rápida como los pies de Aquiles. Pero fue rechazado, por segunda vez, de la Ecole Polytechnique. E ingresó en la (por entonces) menos prestigiosa Ecole Normale. Al mismo tiempo, la Academia de Ciencias francesa evaluaba ya sus trabajos sobre la teoría de grupos. Para que haya un héroe, tiene que haber un villano. El villano fue Cauchy. Un matemático tan eficaz como acomodaticio, que recuerda a esos que cambian de bando con facilidad y “olvidan” que habían participado en el bando opuesto hasta poco tiempo atrás. Cauchy era un tecnócrata del poder de turno. El pequeño Galois le quedaba grande.
Mientras sus trabajos eran evaluados, Galois participó, activamente, en la Revolución de 1830. Cayó el rey Carlos X, pero la monarquía sobrevivió, con el menos absolutista rey Luis Felipe.
La Academia rechazó los trabajos de Galois. Su presentación se “perdió” en un cajón. Hay quien sugiere (acaso sin pruebas) que fue Cauchy quien ocultó esos papeles, que reaparecieron luego de su muerte.
A los 19 años, en 1831, Galois fue encarcelado por la monarquía. Se dice que, en una cena, blandió un enorme cuchillo y propuso un brindis: “Para Luis Felipe”. Liberado tras un mes, volvió a ser detenido, esta vez por ocho meses.
En ese año turbulento de su vida, Galois había redondeado muchos temas de su teoría. Pero la Academia volvió a rechazar sus presentaciones. Con o sin Cauchy, los resultados de Galois eran tal vez muy avanzados para esa época. Lo que ocurrió después parece sacado de Stendhal. O de Borges. Liberado el 29 de mayo de 1832, Galois se acomodó, tranquilamente, en un café. Una joven se le acercó y comenzaron a charlar. Un hombre la insultó. Galois creía en el honor: siguiendo los códigos de ese tiempo, lo retó a duelo. Era una trampa. Acaso la joven fue parte de ella. El ofensor era nada menos que el campeón de esgrima del ejército francés. No podía ser un duelo sino un modo prolijo de asesinar a Galois, un peligroso republicano.
Esa noche, del 29 al 30 de mayo, se recuerda como una de las más heroicas en la historia de la ciencia. Sabiendo que le quedaban pocas horas de vida, Galois no durmió. Se dedicó a describir todas las implicancias de su trabajo, con el mayor detalle que pudo. Algunos teoremas que postuló no llegó siquiera a demostrarlos. “No me queda tiempo”, se lee, en pasajes desesperados de esos manuscritos. Ya otros probarían los teoremas por él.
En la madrugada del 30 de mayo, Galois fue a la muerte. Herido por el sicario, falleció al día siguiente. Cayó por su ideal de una revolución republicana, no sin antes hacer su propia revolución en la matemática.
Sus manuscritos fueron publicados mucho después. Las consecuencias de su teoría llegan hasta hoy. Murió joven, y se volvió inmortal. Como Aquiles. Su hermano, Alfredo, lloraba. Las últimas palabras de Galois fueron: “No llores. Necesito todo mi valor para morir a los veinte años”.
* Computador científico. Doctor en Psicología. Director Editorial de Intersecciones Psi.
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