Lunes, 8 de octubre de 2012 | Hoy
CULTURA › LA SEGUNDA CONVENCIóN INTERNACIONAL DE TATUAJES, EN LA PLATA
Este fin de semana, el Centro Cultural Pasaje Dardo Rocha se convirtió en centro de atención de artistas del tatuaje y un público variopinto y de toda edad. Con un notorio crecimiento, el encuentro amenaza convertirse en un referente internacional.
Por Facundo Gari
Para llevar arte encima no hace falta colgarse una acuarela del cuello. Los tatuados que se arriman a las escalinatas del Centro Cultural Pasaje Dardo Rocha, donde este fin de semana tuvo lugar la Segunda Convención Internacional de Tatuajes, experimentan en carne viva las punzantes miradas de los transeúntes, que pispean sus rosas en ascendencia al cuello: admiran cuerpos (alejados del paradigma de belleza de pasarela), no objetos. Adentro no llaman tanto la atención, el voyeurismo se vuelca más al morbo de los puntitos de sangre que brotan de la espalda de un almacenero de 54 años. Recién pasó el mediodía del sábado y todavía no se adivina qué eligió estamparse por siempre.
Más de 140 stands y cerca de 400 tatuadores se congregan en la nave central del edificio de La Plata. Cientos de personas van y vienen, la mayoría con algo de crispación en la cara. Están buscando “su artista”, y éste los está buscando, exhibiendo fotografías laminadas y catálogos de los más diversos dibujos: allí conviven Marx y Jesús, alfabetos orientales y tipografías de curia anglosajona, calaveras y angelitos. Tatuadores y tatuados son, de esa manera, dos puertos de un link acaso providencial. La concurrencia es de lo más heterogénea: rockeros y hippies, amas de casa y empleados de oficina con carritos de bebé, abuelos con sus pequeños nietos y nietos adultos con fotos de los nonos; gallinas y bosteros, teñidos y al natural, hipsters, geeks y nerds que revisan las mesas de piercings mientras aportan datos antropológicos de tribus esquimales que incurrían en esa técnica como ritual de pasaje a la adultez. En un recodo del hall, una joven le pide a su pareja que no la presione, que se hará el anillo tribal de compromiso que acordaron juntos, que le dé unos minutos para tomar envión. Para otros, el ambiente es narcótico.
Dando vueltas por el pasillo circular que forman los stands va Emiliano Puertas, director artístico de la convención. “El arte del tatuaje es sanador”, revela. Lleva puesta una remera de la Virgen María. “Las tribus curaban enfermedades del alma con los tattoos. La gente busca eso, aunque muchas veces no estemos preparados. El próximo paso es aprender a dejar de lado los catálogos y la técnica para prestar atención a la realidad de la persona que vamos a tatuar, con sensibilidad.” En eso frena y se pone a charlar con unos colegas de Uruguay. “Somos una gran familia”, repetirán los expositores. Una familia con miembros venidos de Brasil, Colombia, Venezuela, Panamá, España, Estados Unidos y Japón, además de porteños, bonaerenses y de provincias del interior. “Las convenciones se hacen en la Argentina desde 2002 en diferentes lugares. En La Plata es la segunda, con más convocatoria que la anterior. En dos o tres ediciones más, se va a transformar en uno de los eventos de tatuaje más grandes del mundo”, vaticina.
Es complicado charlar con los tatuadores, concentrados en las pieles que tienen adelante. Son tantos los sujetos ansiosos por hacer de su cuerpo un hogar más propio, que los artistas (así los identifican sus credenciales) están siempre ocupados, a veces –por la extensión de un mismo dibujo– durante arduas horas. No obstante, Gaby Peralta invita a los curiosos a aproximarse a la camilla en la que trabaja en cuero su compañero de vida, el uruguayo Víctor Peralta, sobre el tobillo de un metalero quieto como el acero. Los tatuajes les cubren la piel, y exhiben además escarificaciones, suspensiones con ganchos, piercings, expansores en los lóbulos de las orejas e implantes debajo de la epidermis. “La piel es el lienzo, las agujas son los pinceles”, compara él. De cerca se siente olor a alcohol y a plástico (todo está envuelto en film) y el calorcito aceitado de la máquina quirúrgica. “La gente cada vez se anima más”, recalca. “Incluso la gente mayor, personas de 60 años que me visitan para tatuarse, que vienen con la nena y se hacen su corazoncito.”
A todo trapo, la música acompaña la versatilidad de gustos de los presentes: suenan Rob Zombie, Los Redondos, Vicentico. Hay sincretismo, resignificación, convivencia. Hay, para observar y comprar, sables samurai, máscaras de lucha libre mexicana, fileteado porteño, remeras de diseño offset y artesanal, skates, pines y gorritas, revistas del rubro y diminutas choperas fabricadas con engranajes reciclados. Hay cartelitos pidiendo piel para concursos de excelencia y seminarios de higiene. Hay cajas con útiles, ropa y calzado de niños para escuelas rurales; latitas con llaves para el monumento a la mujer originaria, propuesto por Osvaldo Bayer en reemplazo del de Julio Argentino Roca cercano a la Casa Rosada. Hay óleos que homenajean el universo tattoo, realizados por Leandro Klapputh. “Mi viejo es pintor y empecé de chiquito, pero con el mundo del tatuaje me metí más de grande”, cuenta. Nota que, al menos en los últimos diez años, esta práctica cobró más fuerza. “Era un tabú para las mayorías: ya no”, indica, mirando hacia la multitud.
La noche muestra su hilacha y ahí va Puertas, por el pasillo, revisando que todo marche bien, que a nadie le falten gasas ni camillas. “Somos artistas profesionales”, zanja. “Los académicos nos consideran artistas menores, pero ellos no hacen arte para todos. El arte de los tatuadores ocupa un rol social muy importante, como expresión en el cuerpo y salvación. Creo que podemos extinguir a los psicólogos”, apuesta. Justo merodea el almacenero. Ya puede distinguirse el dibujo en su omóplato izquierdo, debajo de un film aceitoso: es una balanza con firuletes de colores, su primer tatuaje. “Es verso eso de que si la mente quiere que algo pase, pasa; con eso hacen plata Ravi Shankar y los de El secreto”, chicanea. “Tenemos que buscar formas de equilibrio espiritual; ésta es mi manera.”
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