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Domingo, 27 de enero de 2013

CULTURA › EL CIRCULO MAGICO ARGENTINO O EL MARAVILLOSO MUNDO DE LAS ILUSIONES

“No hacemos otra cosa que pequeños milagritos”

Se viene el Día del Mago y cinco referentes de diversas asociaciones vinculadas con la “comunidad” reflexionan sobre el oficio. Dicen que los espectáculos de magia permiten al espectador viajar a otro mundo, sanar el alma y reforzar la esperanza.

 Por Facundo Gari

Jack, Ray Francas, Ted White, Daniel Garber y Carlos Barragán coinciden: la misión es mantener a flote la fantasía.
Imagen: Leandro Teysseire.

El Círculo Mágico Argentino (CMA) cumple 75 años y la pregunta que impera es si contratará a algunos de sus propios afiliados para animar la fiestita. Habrá que ver. Mientras tanto, su flamante comisión interna, ahora presidida por el campeón mundial Carlos Barragán, delinea las actividades de un primer semestre de celebración y continuación del trabajo por el “bien común” del arte de lo imposible. Nacido en 1938 con la “ambiciosa meta de reunir a los magos de todo el país” y erigido como el más antiguo de Sudamérica, el CMA tiene entre sus socios honorarios a René Lavand, Pipo Mancera, David Copperfield y el mismísimo Fu Manchú, británico residente en Buenos Aires a fines de la década del ’20 que dejó para las nuevas generaciones un legado de excepcionalidad internacional.

Hay, además, otro motivo por estas fechas para agitar las varitas: cada 31 de enero la comunidad mágica festeja el Día del Mago en conmemoración del santo católico Don Bosco, patrono de los ilusionistas; evidencia no sólo del link entre magia y religión sino de la siempre sorprendente elasticidad de la fe. Este y otros temas, tanto de lo inmanente como de lo trascendente de la profesión, saldrán de la galera de la reunión de Página/12 con cinco referentes de diversas asociaciones de magos. A no hacerse falsas expectativas: ningún truco será aquí develado.

Hogwarts de acá

Las asociaciones de magos no son gremios. Si bien en algún caso puedan surgir reivindicaciones de derechos para los laburantes del palo, el clima suele ser de tertulia. En cada grupo es distinto, cada cual tiene su idiosincrasia y reglamento (por ejemplo, algunos toman examen de ingreso, en otros alcanza un apretón de manos), pero en general son espacios de perfeccionamiento del arte: hay charlas, jornadas dedicadas al uso de cierto elemento, juegos, proyecciones, clases de historia y tips para mantener a los conejos saludables. No son –he aquí la razón de la variedad en la juntada con este diario– asociaciones rivales ni sectarias. Al contrario, “somos todos amigos, nada que ver con El gran truco”, deschava Ted White, creador del vasto portal web El cometa mágico y secretario general del CMA. Este fue fundado por un conjunto de ilusionistas luego de que Juan “Wong” Hoffman los congregase con una circular en La prensa, en tiempos de gobierno de Roberto Ortiz. Más acá, hace dieciséis años, un grupo de amigos se preguntaba: “¿Por qué no nos juntamos para hablar de esto que no podemos con el resto de los mortales?”, invoca el mentalista Jack, del Club Porteño de Ilusionismo. Las reuniones son una vez por semana; y trillado es imaginar el golpeteo de un bastón, unos zapatos relucientes y la silueta de una capa rozando una calzada de adoquines, multiplicada esta descripción en toda neblinosa esquina que desemboque en un punto de encuentro, sea un bar, un centro cultural o un local de magia.

Dos factores son determinantes a la hora de identificar una asociación de esta clase: por un lado, el territorial (ejemplo, el Centro Mágico Bahiense); por el otro, el del recorte intradisciplinario (caso tipo: la Agrupación de Magos Infantiles, coordinada por Daniel Garber). No hay registro de la cantidad de grupos diseminados en la Argentina, pero diez son reconocidos por la Federación Latinoamericana de Sociedades Mágicas (Flasoma) y seis por la Federación Internacional (FISM), entidades que organizan los torneos regionales y mundiales oficiales en los que los argentinos suelen ser candidatos al podio. “Es que estamos bien conceptuados, somos admirados en algunos casos”, sostiene Garber.

Ray Francas, presidente de la quincuagenaria Entidad Mágica Argentina (EMA), rastrea el origen de esa buena salud en la escuela de Fu Manchú. En el oculto subsuelo de El Pase Mágico, su tienda ubicada en Congreso, hay un pequeño museo que incluye –además de la caja de trucos que sus padres le obsequiaron de pequeño y que fue puntapié del entusiasmo– una efigie en kimono con el rostro del mítico prestidigitador. “También tenemos secuestrado a Harry Potter”, bromea White. Grilletes y cadenas no faltan. Otra influencia fundamental, la de tradición holandesa, suma Barragán.

Cosas normales
para gente rara

La primera magia es el amor. “Para llegar al corazón, tenés que dar desde el corazón”, dice el presidente del CMA. Levanta el índice y, sentado, cruza lentamente las piernas. Su rictus es el de Juan Salvo frente a Oesterheld. “Estamos completamente chiflados, pero una entrevista requiere mantener la compostura”, salva Jack. Si se repasan sus pomposos seudónimos, algo de razón parece tener. No es que sean tipos raros, son más bien víctimas de una pasión acalorada; les cuesta mantenerse en el molde si el tema es la magia. Unos lo traen en el ADN; el propio Barragán es “tercera generación”. Otros lo descubren sobre la marcha, tarde o temprano, como White: “Cuando cumplí seis, mis viejos contrataron a un mago que ahora tiene 80, una persona encantadora con la que mantengo una amistad”. De cualquier forma, todos son magicaholics. Ilustra: “Voy a desayunar, me traen un café y empiezo a maquinar cómo puedo hacer de eso un truco”. Cuando a Garber le ocurre en casa, lo retan con un “¡pará un poquito, estamos desayunando!”.

Carlos Barragán: –¡Y no sabés lo que es para nosotros ir a un supermercado! “El piquito de las Zucaritas podría funcionar como...”

Jack: –¿Y Once? Ir a Once es una experiencia fuerte.

C. B.: –¡Uh, sí! Pensás en qué puede hacer el gatito chino que mueve el brazo... ¿Y si señala la caja en donde está oculta la pelotita? ¡Es buena!

Entre el alboroto momentáneo, Garber busca la mirada del cronista y dice por lo bajo: “Es una enfermedad”.

Ray Francas: –A veces es al revés: tenés la idea y llegás al truco.

J.: –Descubrirlo tiene su riqueza, pero también es fantástico hacer uno de 500 años y que la audiencia quede pasmada. Comprobar que aún funciona algo que está escrito en las pirámides de Egipto es fabuloso.

Sin una pasión tan viva, la magia sería otra canción. Desde el vamos, practicarla implica meter los pies en pantanosas áreas del conocimiento. Por algo es llamada la Reina de las Artes. “Tenés muchas cuestiones a tener en cuenta –afirma Barragán, y enumera–: anatomía, porque para poder manipular es necesario saber cómo está compuesta tu mano; luz, sonido, actuación, ropa, física, mecánica”. Jack se quedó en Once. “Para explotar un vaso, tenés que hacerte experto en sus grosores y tamaños.”

Si la magia es engaño, los presentes son un perfecto equipo para La gran estafa. Hay antecedentes: el norteamericano Matt the Knife fue un joven timador profesional de casinos, empresas y hasta organizaciones mafiosas antes de convertirse en el mago de la docena de records Guinness que es en su adultez. Para dolos de menor rango, uno de los cursos escolares es el de pickpocket (carterista). Pero la magia desborda el corsé de la treta: el espectador no ignora, cumple un rol tácitamente pactado. Por eso Jack señala que su especialidad son las relaciones humanas.

De Dios a Saruman

La magia es una de las artes más antiguas conocidas por la humanidad. Claro que no siempre fue como ahora: si Tusam hijo se hubiera sumergido en un sarcófago faraónico lleno de bolitas como lo hiciera frente a José María Listorti por TV, probablemente el Westcar Papyrus egipcio (datado entre el 1650 y 1540 a. C.) no hablaría de un ganso decapitado y aún andante, ni la Biblia de báculos que devienen culebras. En sus comienzos, la magia era síntesis de tres “ramas”, desasna Jack: la ciencia, la medicina y, sobre todo, la religión. “Estaban combinadas en el chamán del pueblo –sostiene–, que era el que generaba las ilusiones. Si bien con el paso del tiempo se volvieron campos específicos, la magia aún las tiene en su seno”. Y distingue: “El científico está buscando saber, el mago siempre le retruca que nunca lo sabrá todo”.

Barragán apunta al sustrato esotérico, dice que los ilusionistas son un puente con el Más allá. “No hacemos otra cosa –añade– que pequeños milagritos”. Garber habla de “ceremonial”. “Es un ritual que se da en la comunión con el espectador cuando se enfrenta a la idea de imposibilidad. Todo espectáculo contemporáneo en el que artistas y público pactan, sucede en ese marco. Si el espectador se pone en ‘todo esto es mentira’ y el mago se enajena de su función, no hay comunicación.” Y para el mentalista es fundamental ese feedback, porque dice que este arte, como todos, cumple un “rol social”. Los espectáculos de magia permiten al espectador viajar a otro mundo, olvidarse de los problemas cotidianos, sanar el alma y reforzar la esperanza, corean. “Me gusta recordar a (Harry) Houdini, que no había cadena que lo pudiera atrapar, como símbolo de la libertad en una época muy conflictiva”, cierra Jack.

Abracadabra

Eduardo Galeano rescata el significado hebreo de esa palabra llave: “Envía tu fuego hasta el final”. En cuanto a las llamas de la quimera, los ilusionistas se proponen reavivar en los adultos las de la niñez. “Los chicos agarran un palo de escoba y están convencidos de que es un caballo. Entramos ahí, haciéndolo verdad”, grafica Barragán. White abrevia que la misión es mantener a flote la fantasía. Y Jack cita a Sócrates: “La base de la filosofía es la magia, porque ella lleva a plantearte preguntas”.

Metafísica clásica, historia antigua, papiros y pirámides... ¿se trata simplemente de reproducir viejas artimañas? “No, para nada”, zanja Barragán. Según Francas, “eso se dice a veces porque hay coincidencia de elementos, pero siempre hay espacio para lo nuevo”. Pero, a ver, que funcione un truco de hace 500 años, como dice Jack, ¿significa al menos que el público no ha cambiado? “¡Claro que ha cambiado!”, ataja Garber. “Hay temas básicos para la humanidad, que tienen que ver con la vida y la muerte, con la transformación, la aparición, la mutación, la vivificación. Eso no va a cambiar nunca”. Bien. Aunque, muchachos, ¿qué espacio queda para la sorpresa de la ilusión que no esté cooptado ahora por las tecnologías y los incesantes bombardeos publicitarios e informativos? “La gente cree que la tecnología tiene todas las respuestas –se indigna Jack–, y lo sufre el arte en general. En la radio no pasan un tema completo porque nadie le presta atención. El mago es una de las armas fundamentales del hacer sin tecnología. Yo adivino la palabra en la que estás pensando sin ningún iPad. Pero en definitiva jugamos con las posibilidades: hay magos que usan tecnología. Yo viajo con un bolsito”. Cartas de tarot y de otros mazos, pañuelos, una pizarra, un fibrón, acaso un turbante onda Sandokán, le alcanzan al clarividente para desplegar su show. En cambio, para hacer su número de desmembramiento, White requiere mínimo un suicida; y ni hablar de Barragán, capaz de borrar un auto.

Garber, que trabaja en colegios porteños y nacionales, la tiene difícil con los pibes. Sus colegas le meten presión: le dicen que tiene la responsabilidad de educar futuros espectadores. Relata que hace poco fue contratado para animar a un grupo de coreanitos “de un poder adquisitivo importante”. Los pequeños llegaron escuchando “Gangnam style” al mango en sus tablets y celulares; se sentaron sin levantarle al animador sus finos ojos. Había uno que lo miraba medio mal, insinuándole “no lo vas a lograr”. Pero al mago le bastaron quince minutos para que todos dejaran sus chiches electrónicos en el suelo. “Están ganados para la magia”, se alegra. No es para menos. “Estoy compitiendo con un ritmo determinado, contra el zapping, la tecnología, la velocidad. No puedo ofrecerles de entrada un mundo de amor y paz, así que les entro con sus códigos. Una vez que tengo su atención, los llevo adonde me parece que está bueno”.

Jack distingue que con el adulto, en un espectáculo de teatro, la cosa es distinta, porque esa persona ya fue y pagó la entrada. En un evento empresarial –el segundo de los ámbitos más frecuentes para estos trabajadores del sueño– el asunto es más complejo. “Tenemos que lograr que dejen de charlar, que olviden el celular, que abandonen sus preocupaciones”, explica. Francas lo pone en dos líneas: “Para el chico, la fantasía del mago existe, lo que tenés que demostrarle es que vos existís. Con el adulto es al revés: cree en el mago, no en la fantasía”. ¿Cómo se les entra? Ya se dijo: la primera magia es el amor. En ese sentido, retoma Barragán: “Apuntamos a la emoción del corazón, a que el cerebro deje de pensar. De repente, tenés un chico que te grita en un teatro: Ah, claro, tenés un aparato de hologramas allá y por eso la chica aparece ahí.” Lo hacés subir, le mostrás que su sospecha no era cierta y no le queda más que emocionarse. En grandes y chicos, tenés que lograr la desconexión del mundo caótico del que vienen para meterlos en otro. Uno de real irrealidad, un universo en el que un simple palo de escoba no sólo ‘puede ser’ sino que ‘es’ un caballo de verdad”.

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