CULTURA › PEDRO PATZER Y SU LIBRO AGUAFUERTES PROVINCIANAS
Guionista radial y docente, su trabajo consistió aquí en recuperar realidades y leyendas de la Argentina profunda y armar con ellas una especie de cartografía literaria, traducida en breves pero intensas aguafuertes.
› Por Cristian Vitale
“Soy un zonzo que se ha avivado”, dice Pedro Patzer sobre sí. Intenta explicar así, en clave jauretcheana, una simbiosis que le notificó una reorientación a su búsqueda. “Un zonzo que conocía a Rimbaud, pero no lo que Berbel te puede decir acerca del río Limay; que conocía de la gastronomía francesa pero no entendía eso que nos dice Larralde del guisito. Cuando estudiaba letras en la UBA me hablaban de surrealismo o dadaísmo, pero no de la Salamanca”, desarrolla él y va desentrañando los ejes sobre los cuales gira su libro Aguafuertes Provincianas, publicado recientemente por Editorial Corregidor. Un libro cuya sinopsis lo pone en el lugar de mapa poético de la Argentina profunda. Una especie de cartografía literaria, traducida en breves pero intensas aguafuertes, que se expresa en manifiestos de la cultura popular. En mariscadores, hacheros y zafreros. En cartoneros, tejedoras y rezadoras. En vidaleras y payadores. Que pone en acto lo que el autor supo mirar, más allá del aula universitaria. “El libro está hecho de la suma de pequeñas historias: la mano del zafrero, la mirada del ferroviario que perdió el tren, todo lo que cabe en el silencio del minero, el horizonte, el hombre del cerro o los nombres de los pueblos ¿no?, porque todos conocen Palermo Soho o Palermo Hollywood, pero pocos que en la Patagonia hay dos pueblos que se llaman Cajón de Ginebra Chica o Cajón de Ginebra Grande”, extiende.
Lo que se escribe, entonces, queda claro. Quien lo escribe es un ex estudiante de Letras de la Universidad de Buenos Aires devenido guionista radial. Un docente de tal condición en el ISER y en el ETER, que hace diez años, en su carácter de realizador de contenidos, carbura ideas para Radio Nacional Folklórica. Que escribe libros de poesía (Artefactos de mar, Efectos secundarios), y obras de teatro como Epígrafes, seleccionada por el ciclo Teatro x la Identidad, para ser representada en todo el país. “La idea de estas aguafuertes es comprender que la cultura de la Argentina profunda está hecha por la gente y por sus historias, entender que somos hijos de lo ancestral y de los trenes, no sólo de los barcos. Carlos Fuentes dice que nosotros venimos de los barcos, pero acá hay una discusión: yo digo venimos de los trenes. Primero venimos de una cultura ancestral... tenemos la edad de la papa, la edad del maíz, y también somos hijos de los trenes. Nuestra cultura se junta con esas tonadas que vienen de las regiones, con el quechua o el guaraní, con las leyendas, los carnavales o los diablos del noroeste.”
–Alguien podría decirle: “Bueno, sí, pero los trenes vinieron de los barcos”. ¡Hay que estar preparados para la reaccción!
(Risas.) –Sí, pero antes de los barcos acá había una cultura ancestral. Es cierto que en algún sentido venimos de los barcos, pero se enfoca mucho ahí y no en la cultura que se desarrolló a partir de eso. Todas las cosas que vinieron con los trenes y transformaron la Argentina son parte profunda de nuestra realidad. En definitiva, sigue habiendo una tensión entre la cultura del barco, la cultura ancestral y la cultura del tren, porque son tres movimientos que están en disputa. La Pachamama, de alguna manera, vino en tren y Halloween o mi abuelo de los barcos, pero hay un momento en que uno tiene que tener conciencia de dónde estamos, de quiénes somos, porque el tren fundó ciudades y fundó desiertos. Cuando fue eso de “ramal que para ramal que cierra”, murieron más de 600 pueblos, y quedaron un montón de fantasmas, una cultura latente. Pienso que el tren es el gran tema de la cultura argentina. Hablás de ellos en una radio y tenés miles de llamados. Yupanqui era hijo de ferroviarios, María Elena Walsh, Jairo, Daniel Salzano y Manuel J. Castilla, también. Es un mundo fascinante el de los trenes, es la gran deuda de la cultura popular.
–¿Por qué le dedicó el aguafuerte que habla de ellos (“Los hijos del tren”) a Tarragó Ros?
–Porque él tiene una mirada muy hermosa sobre esto. Es un hombre que ha recorrido el país en tren. Me ha contado, por ejemplo, que cuando el tren económico de Corrientes se atascaba por la inundación, todos los pasajeros se bajaban a empujarlo, o lo que significaba el tren para La Pampa, o para Formosa, donde el doctor Laureano Maradona se bajó y se quedó allí, en plena selva y durante sesenta años, para curar a los indios del lugar. Pienso en Kosteki y Santillán, también.
“Los hijos del tren” es una de las 85 aguafuertes que Patzer resuelve en casi 200 páginas. Muchas van dirigidas a alguien en especial y algunas asociaciones son inevitables: “América descalza, continente de pie”, y Hugo Chávez; “Los tilingos y la civilización y barbarie”, y Norberto Galasso; “Hombres que nos hablan desde la otra orilla del río”, y Marcelo Simón; “La caja, monumento sonoro de la copla”, y Mariana Carrizo; “La puna, una exclamación de la vida humana”, y Jaime Torres; o “Pueblo y corazón, dos palabras un destino”, y Néstor Kirchner. “Pienso que cuando la poesía dejó de hablar de la palabra corazón, la política dejó de hablar de la palabra pueblo, y la reemplazó por ciudadano, vecino, gente y toda esa mierda. Me calenté con esa idea, me puse a viajar y encontré que en La Biblia, en Shakespeare, en la Odisea o en el Quijote la palabra corazón y la palabra pueblo son casi sinónimos de dos cosas tan iguales, que hasta nos resulta difícil llevarlas al lenguaje. Pienso en la palabra antigal, también. Cuando estudiaba letras, los lingüistas estaban fascinados con los misterios de la palabra saudade, pero nadie me explicaba qué era la palabra antigal, y me di cuenta de que esa palabra, que ni siquiera puede cobijar el Diccionario de la Real Academia, es tan poderosa, tan nuestra, que todavía no la hemos descubierto del todo.”
–El recurrente mandato cultural de la “civilización”.
–Sí, porque en ciertos sectores de la sociedad es más fácil que se celebre Halloween, que la Pachamama. O es más fácil hablar del Saint Patrick Day irlandés, que del pombero de la región guaraní o los duendes del Noroeste. Esto no es una arenga nacionalista, sino un llamado de atención cultural, una mirada hacia los idiomas secretos que abundan en nuestro país, porque nos criamos conociendo los ríos europeos, pero no lo que sucede a orillas del Pilcomayo. Este libro es hijo de esas carencias.
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