Viernes, 2 de agosto de 2013 | Hoy
CULTURA › UN EX LADRON REHABILITADO Y SU DEFENSOR OFICIAL, EN EL BAN!, QUE EMPIEZA HOY
Pedro Palomar y Federico Stolte están invitados a la segunda edición del festival internacional de novela policial, “donde el crimen real se mezcla con el crimen de ficción”. El ex ladrón se pasó más de la mitad de su vida preso y sabe cómo contarlo.
Por Silvina Friera
El sistema lo convirtió en victimario y en víctima. Pero no logró quebrarlo, a pesar de la cadena de humillaciones y torturas que padeció. El destino teje tramas increíbles; la ficción –escribe el hombre que quiere ser escritor– “todavía no se dio cuenta de que la realidad es más cruel que Hannibal Lecter”. El Peti, el niño-rata que llegó a conocer las catacumbas de la ciudad cuando a duras penas balbuceaba un castellano combinado con el guaraní –su lengua madre–, husmeaba en los locales de comida, buscando cualquier cosa que le pudiera mitigar la angustia de tener el estómago vacío. El Correntinito o el Indio, que vivía el día a día en las calles porteñas de fines de la década del ’50, se entrenó en el arte de radiografiar a las personas. Sació su sed de ladrón siempre con su propia sangre. Arriesgó su vida muchas veces. Nunca puso en riesgo la vida de los demás. Nunca –repitió, repite y repetirá– disparó un tiro para matar ni herir a nadie. Era su ley más preciada: animarse a todo, menos a matar. Si suma todas las veces que estuvo encarcelado por distintas causas, ha pasado más de la mitad de su vida preso. Casi no hay instituto de menores ni cárceles del país donde no haya estado por estafas, hurtos, defraudación. Robaba a la antigua usanza; era un ladrón romántico. Pedro Palomar camina con pasos vigorosos por la oficina de la Defensoría Nº 12 de la Defensoría General de la Ciudad, donde trabaja desde hace seis años. A veces sonríe bajando los ojos, como si con ese ademán de picardía resguardara un recuerdo que no quiere compartir. Federico Stolte, el defensor oficial, el primer hombre honesto que conoció, el que le dio una mano fundamental en la rehabilitación, lo escucha hablar con la íntima satisfacción de la misión cumplida.
“Robé por placer y por necesidad. Me encantaba robar; por eso hasta los cincuenta años creía que robar estaba bien. Que era lo único que sabía hacer, lo único que me iba a llevar al éxito. Yo me considero un tipo de muchísima suerte. Yo deseo algo y no pasa mucho tiempo sin que se concrete”, dice Palomar, invitado junto a Stolte a la segunda edición del BAN!, Buenos Aires Negra, el festival internacional de novela policial –“donde el crimen real se mezcla con el crimen de ficción”– que empieza hoy. “Las rejas no me sacaron la libertad, sólo me escondieron el horizonte”, afirma en Mi vida como ladrón, su primer libro publicado en 2008, un testimonio de su carrera delictiva escrito cuando estaba terminando de cumplir su condena en la cárcel de Olmos. “Yo soy una prueba de que la rehabilitación existe. Yo estaba absolutamente convencido de que portarse mal estaba bien. La rehabilitación es difícil, al menos que haya una serie de factores y una auténtica vocación de todas las partes. Sembrar el campo sin ararlo es inútil. La rehabilitación necesita buena tierra, si pensamos en una metáfora posible”, plantea Palomar a Página/12.
Aunque tuvo otras chances de rehabilitación en el pasado, explica por qué entonces no pudo ni quiso abrir esa puerta. “Cuando uno está institucionalizado dentro del mundo del delito, es más fácil ser delincuente. Es menos complicado tener algún tipo de futuro, aunque sea malo. A un albañil le va a ser más fácil poner ladrillos toda su vida que hacer una cirugía de cerebro. Era más cómodo robar para mí. Aparte, a determinada edad, no me cuestionaba nada. Los cuestionamientos llegaron de grande, cuando uno empieza a ver que existe otro mundo, porque uno vive dentro de la delincuencia creyendo que ése es el único mundo posible.”
–¿Hubo algún período en que dejó de robar y pensó que podía salir de ese único mundo que hasta entonces conocía?
–Sí, hubo una época en que había robado bastante y pensaba que tenía el futuro asegurado. Entonces me dediqué a la religión afroamericana. No lo hacía con la vocación de ser el pai Pedro de Bará sino por el mero afán de divertirme, sin saber del tema. Hasta diría que hice mal porque yo era un loco rematado. No creía en absoluto, para mí era un curro, lisa y llanamente (risas). Armé un circo al respecto y a lo mejor los que me seguían, creían; pero yo no creía. En esa época dejé de robar, aunque como tenía mucho seguimiento policial, la policía pensaba que estaba involucrado en otro tipo de cosas. No me fue bien como pai porque era muy disipado, recién en estos últimos años soy una persona más o menos coherente. Me vi involucrado en una causa; tres jueces federales se unieron para hundirme. Y me hundieron. Tuve que pagar la condena que me inventaron y salir a robar, pero ya no tenía ganas. Había perdido la chispa, el talento que se necesita para robar. Estaba cansado y viejo.
Hubo un tiempo en que fue un niño que jugaba, feliz y despreocupado, con otros gurises entre los verdes pastizales de una isla de los Esteros de Iberá, en Corrientes, donde según parece nació alrededor de 1951, aunque recién fue anotado dos años más tarde en el Registro Civil de Loreto. Su primer documento lo tuvo recién a los 33 años. Angeles Mancuello –su madre– lo había entregado a la familia Laguna. El Peti, como le decían todos en la isla, un impreciso día de verano de 1956, vio llegar a una mujer de rasgos delicados, pelo largo y rubio, “como un ángel deslizándose por un mar de nubes”. Esa mujer le dijo en guaraní: “Vos sos Pedro Antonio, mi hijo; y yo soy Angeles, tu mamá, y te quiero mucho”. Y se lo llevó primero a la ciudad de Corrientes, luego hacia Barranqueras y finalmente rumbo a Buenos Aires. Llegó a Retiro sin hablar media palabra de castellano. Se perdió. No volvería a ver a su madre sino hasta muchos años después. Unas monjas lo rescataron de la primera comisaría que pisó cuando tendría seis o siete años. Lo llevaron al asilo Gobernador Viamonte, que hoy es el Centro Cultural Recoleta. Siempre se escapaba, lo agarraba la policía y de vuelta al asilo. Palomar subraya que no le alcanzará la vida para agradecerles a esas monjas que lo educaron, le enseñaron a hablar en castellano y a amar al prójimo. “Para mí era un complejo no saber hablar, y encima no quería porque me resultaba más cómodo quedarme en mi idioma, lograba materialmente más cosas. ‘Uy, pobre chico, no sabe hablar castellano, ayudémoslo...’ Estaba todo servido. Eso fue haciendo que mi pereza se fuera más hacia el delito. Todo fue por comodidad. Estoy hablando con una catarsis de sinceridad enorme. No creo que hable nunca así”, confiesa Palomar.
Stolte nunca olvidará el día que conoció a Palomar, en 2005. “Cuando lo veo a Pedro, le digo que tiene una causa por portación de arma. ‘Una portación, ¿cómo me voy a acordar de una portación? Le pido disculpas, yo colaboro como sea.’ Ya tenía algo cansino –recuerda el defensor oficial–. Ahí me cuenta que había tenido fantasías suicidas, que había sobrevivido por la literatura. Rápidamente me di cuenta de que había leído mucho. Entonces le propuse verlo al fiscal, que le diga que no se acuerda del caso y que yo arreglo con el juez un abreviado corto por unos meses más de la pena que ya tenía; pero como somos los últimos en condenarlo, lo saco de Olmos, lo traigo acá a Viamonte –todavía teníamos la cárcel de Viamonte–, lo pongo en una celda individual con una computadora y se dedica a escribir. Cuando lo miro, está llorando y me dice: ‘Doctor, es lo más lindo que me han dicho en mi vida’. La llamé a la jueza, pero la causa estaba prescripta. Agarré el auto y con mi secretario fuimos a Olmos: ‘Se acabó, tiene una causa menos’. Pero fue un sentimiento desolador salir de la cárcel porque para Pedro nosotros éramos la última opción. A la semana volvimos a visitarlo a Olmos y empezamos a ir una vez por semana o cada quince días.”
–¿Por qué se involucró tanto con el caso de Pedro?
–Pedro dice: “No fue usted, fui yo que lo elegí”. Parece que hay una escena, la primera vez que lo vi en el camión que lo había trasladado, en la que le dije a mi secretario: “Mirá cómo trasladan a la gente”. Pedro me escuchó y dijo que nunca había escuchado a un funcionario que se preocupase por eso. El otro día hablábamos con Pedro y nos preguntábamos qué vamos a decir de la rehabilitación en el BAN! Yo creo que la rehabilitación es posible sólo caso por caso. Tengo otros casos en que he podido ayudar, pero la paradoja de nuestro trabajo es que los podés ayudar cuando están detenidos, no cuando salen... Yo me fui al juzgado de San Martín y me convertí en curador de Pedro para que pudiera sacar el libro. Si me preguntás si está dentro de la legalidad... seguramente no... A veces se hacen malabares con cuchillos muy afilados: si errás, te cortás.
Acertó Toti, como todos conocen a Stolte, cuando depositó toda su confianza en la rehabilitación de Pedro. Logró que a Palomar le hicieran un contrato para trabajar en la defensoría, donde hace trámites varios, lleva documentación, atiende a las personas. “Soy uno más, mi puesto es de auxiliar y estoy conforme –revela Palomar–. Me sirve para ver que puedo ser digno y me hace muy bien.” A lo largo de su estadía en distintas cárceles leyó alrededor de seis mil libros. Sus autores preferidos son Ernest Hemingway, Henry Miller, Gabriel García Márquez, Chesterton, Sarmiento, José Ingenieros, Borges, Shakespeare, Juan Rulfo, Pablo Neruda y especialmente Roberto Arlt. “El hombre mediocre me hizo reflexionar sobre la moral auténtica, profunda. Después de leer a Ingenieros empecé a querer ser buena gente, a querer que se me mire de otra forma”, cuenta Palomar. “Aprendí a leer y a escribir en la cárcel. Tuve la suerte de aterrizar en la vieja Unidad 16, cuando había un pabellón incipiente de lo que sería después la Unidad 3 de menores. Eramos pocos pibes y no teníamos lugar en otras unidades por nuestra peligrosidad. Yo ya era considerado un delincuente peligroso; tendría 16, 17 años. Y aterricé en un pabellón donde estaba Jorge Villarino y otra gente muy famosa y pesada de ese tiempo. Ellos me enseñaron a leer. Yo nunca había ido a la escuela. Es todo un tema; tengo una reticencia, una dificultad para asimilar conocimientos estructurados, impuestos”, reconoce.
Un desengaño amoroso abrió una puerta improbable en el horizonte de Palomar. “Tenía la opción de suicidarme o escribir –enumera con ese modo de acariciar las palabras, como si intentara amortiguar la carga dramática–. Y opté por escribir. Estaba en la cárcel, en la Unidad 1 de Caseros. No habrá un libro inconcluso es una novela corta, que espero que se publique en algún momento, sobre un personaje borrachín, un vagabundo. Ese hombre existió, murió hace unos diez años. Era un decidor de historias –no un relator–, que caía casi siempre los fines de semana en las comisarías y contaba una historia. Pero nunca la podía terminar. Hasta que un día la terminó. El personaje se llama Juan de Dios Buenaventura. Es el libro más marginal que pueda existir. Hasta tiene cosas místicas muy bien desarrolladas; hay una conversación entre Dios y el diablo, representada por una mujer y un anciano, que me dijeron que está muy bien lograda. Pero cuando empecé a escribir me salió un engendro diabólico, ni yo lo entendía. Después tuve que pulirlo.” Palomar agrega que es imposible escribir desde un lugar malo. “La literatura no puede ser maldita. Que los demás la consideren maldita, en algún momento es otra cosa. El escritor tiene que ponerse de un lado bueno, tiene que entregar lo mejor de sí. Decir literatura es una cosa muy grossa, es como una misa.” Stolte interviene. Y da en el blanco: “Lo singular de Pedro es que no tiene un atisbo de resentimiento”.
“Es cierto –confirma Palomar–. No tengo resentimiento; bronca sí, por supuesto. El resentimiento es negativo. Yo he visto cosas tan malas de relatar que sólo si las presenciás te das cuenta de hasta dónde llega la aberración mental. Es tan grande lo que quiero decir... que no lo puedo decir con palabras. Estuve seis meses en el Pozo de Banfield, tuve la mala suerte de caer ahí. Cuando fui a declarar a La Plata, no me reconocían. Me torturaron frente a la permisividad de funcionarios de ese tiempo. Esa gente no tuvo límites. Yo estoy contando esto desde otro cuerpo, desde otra mente. Ya no soy ese tipo que estuvo ahí.”
Hasta hace poco tiempo, Palomar vivía sobre la calle Pasco, “en una terraza para mí solo, de estilo morisco”. “Sentía que ésa era mi celda para toda la vida. Pero pasó un tiempo y empecé a desear tener compañía, y encontré la persona. Eso es tener suerte. La conocí en un velorio de una ex pareja mía con la que tengo un hijo. Ella era amiga de mi ex; al final se fueron todos y quedamos nosotros dos. Y, bueno, empezamos a salir y hoy estamos viviendo juntos. Estoy luchando por mi vida, estoy en el mundo, ingresé a la sociedad, con todo lo que eso significa. Tengo ideas para escribir, pero necesito un ámbito muy especial. Voy a tener que hacer una celda en mi casa donde encerrarme para poder escribir.”
* La programación del BAN! está disponible en www.buenosaires negra.com.ar. Palomar y Stolte participarán del festival en la charla “La vuelta a casa: ¿existe la rehabilitación?”, el jueves 8 a las 22 en el Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551.
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