CULTURA › ENTREVISTA AL CRITICO E HISTORIADOR INGLES SIMON REYNOLDS
El autor de Romper todo y empezar de nuevo, invitado al Filba, analiza el pasaje que se dio entre el punk y el postpunk, pero más que como historia musical, en el sentido de documentar los movimientos de la juventud en su relación con la política.
› Por Luis Paz
Cuando los Sex Pistols dieron su primera entrevista, les era imposible conseguir un lugar donde tocar. John Ingham, cronista del diario musical británico Sounds, fue a buscar a su cantante Johnny Rotten para hacer el primer acercamiento periodístico al grupo, en abril de 1976, y Rotten no tardó en espetarle que la movida punk de Nueva York no tenía absolutamente nada que ver con los londinenses Sex Pistols: “De lo único que hablan es de la imagen, ¡ninguno menciona la música!”. Para abril de 1980, Rotten había recuperado su nombre tras la apostasía de haber dejado disolver al grupo geiser del punk, luego de la célebre muerte del bajista Sid Vicious, y ya como el original John Lydon, presentaba su nuevo proyecto, llamado justamente Public Image Limited, y lo anunciaba como compañía antimúsica.
Con menos de gambeta ética que de rabona irónica a su propio futuro (ese que declaró inexistente para sí y todos en el “No Future” de los Pistols), la sentencia encarnaba la transformación que se había dado en esos años, no tanto hacia el interior de Rotten/Lydon, sino desde él hacia el campo musical alternativo y joven. Con el punk muerto y todavía no resucitado, Lydon anunciaba sin quererlo una nueva era en la música, que iría a tener en el otrora Jesús punk a un mesías reelecto en su cargo para el postpunk.
“El postpunk se trató, en un punto, de ser más punk que el punk.” Así lo definió Simon Reynolds, crítico e historiador de músicas alternativas fuertemente reputado en los últimos años a partir de la aparición de dos libros fundamentales: Retromanía y Romper todo y empezar de nuevo, ambos con edición local por parte de Caja Negra, sello que también encaró una compilación de sus ensayos, publicada bajo el título Después del rock. El segundo de esos tomos está dedicado precisamente al postpunk, ese enjambre de ideas, métodos y sonidos que afloró durante e inmediatamente después del estallido original del punk. La aparición local en español de ese libro originalmente publicado en 2005 es el motivo de su participación en este quinto Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), que fue inaugurado ayer (ver aparte).
“El postpunk fue más extremo en su crítica al poder, su narración de la lucha por el poder y su investigación de la naturaleza humana”, definió el autor en diálogo con Página/12, a solas y a un lado de la conferencia de prensa que ofreció ayer. “Pero sin el punk, estas bandas conocidas como parte del postpunk, que de igual manera ya existían tal vez años antes de Sex Pistols, no habrían tenido el lugar que obtuvieron. Devo, Cabaret Voltaire o Throbbing Gristle tuvieron un público porque el punk abrió un espacio en sellos y en lugares para tocar, pero también porque habilitó una apertura en los públicos. John Lydon es la espina vertebral del libro porque la suya es la carrera arquetípica del punk hacia el postpunk... y hacia algo no muy bueno en el final de su carrera. Pero al pasar de los Sex Pistols a PIL fue increíblemente influyente”, relató Reynolds, que a lo largo de la conferencia adelantó muchos de los conceptos que repasará en las dos charlas que brindará en Buenos Aires, hoy y mañana a las 19.
Romper todo y empezar de nuevo deja en claro que el postpunk fue no sólo el resultante de una serie de avances en lo musical (la incorporación de ritmos negros dejados de lado por el punk), en lo ético (con la lógica de autogestión del “hacelo vos mismo”) y en las tecnologías (con el recurso a sintetizadores e instrumentos no convencionales) sino también de una dura coyuntura socioeconómica. “Cuando el punk empezó a ocurrir, el gobierno que estaba en el poder en Gran Bretaña era el del Partido Laborista, una forma de socialismo que estaba limitada en lo que podía hacer por el avance del conservadurismo, que se condecía con un creciente racismo en las calles. Había una polarización de la sociedad: los laboristas queriendo mejorar las cosas y los conservadores encarando una reacción feroz, sobre todo en el espacio de la inmigración, de la homosexualidad y la liberación sexual”, relata Reynolds (Londres, 1963), quien además se licenció en Historia en la Universidad de Oxford antes de encarar un trabajo en la crítica y el periodismo musical que se aproxima a cumplir treinta años.
“El punk buscó llevar las cosas más allá, en un país dividido en dos direcciones. Por un lado había muchos colectivos y trabajadores que se organizaban y manejaban fábricas; y por el otro el Partido Unionista de Ustler (de la derecha conservadora) estaba ganando. El postpunk se gestó en esos años de agitación política y tuvo un hito con el colectivo Rock Against Racism, que empezó como una respuesta a un episodio en el que Eric Clapton, estando borracho, dijo sobre el escenario estar de acuerdo con Enoch Powell, un líder unionista muy importante en el conservadurismo que alertaba sobre los peligros de la inmigración. Clapton se manifestó de acuerdo con Powell en una enorme contradicción por parte de un músico que le debía todo al blues negro y cuyo mayor hit en los ’70 fue su versión de ‘I Shot The Sheriff’, de Bob Marley.”
A lo largo de los capítulos de Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo –que asimismo funciona como historia de la música radical entre 1978 y 1984 y como un documento de los movimientos de la juventud en su relación con la política– aparece una serie de indicadores que vinculan a muchos músicos del postpunk con ciertas costumbres de los fascismos: los parcos uniformes de Joy Division o Devo, la obsesión por la psicología del poder de Throbbing Gristle, la afectación por la historia nazi por parte de Bernard Sumner y de Peter Hook, de Joy Division / New Order. “Todo era parte de un extremismo conceptual. Estamos hablando del ’77 o el ’78, a veinte años del fin de la Segunda Guerra. Cuando crecí, en el Reino Unido estaba lleno de edificios reconstruidos y había películas a toda hora en las que los británicos salvaban al mundo. De alguna manera, eso generó un culto que tenía más que ver con lo estético. El fascismo fue algo horrible, pero a la vez algo muy interesante. Era muy común ver a pibes leyendo historia del Tercer Reich, era historia reciente. También estaba muy presente en el glam, en músicos como David Bowie. Brian Ferry, de Roxy Music, de hecho dijo que ‘digan lo que digan, los nazis tenían un estilo tremendo’.”
Devo, Joy Division, Public Image Limited, así como Talking Heads, Cabaret Voltaire, The Slits o Wire, The Human League, Gang of Four o The Fall son algunos de los espejos en los que Reynolds intenta refractar una historia que es a la vez individual, generacional e internacional. Es la historia de la confirmación de un futuro de posibilidades abiertas por un movimiento que se encumbró detrás del grito de que “no hay futuro”, como el punk, y la conformación de algunos diseños musicales y estéticos que luego darían paso a movimientos en sí mismos, como la música industrial, la música tecno, el synth pop, el rock gótico, el dub blanco y la new wave.
Tal vez el gran mérito de Reynolds sea –más allá del rigor periodístico de su trabajo y de la implantación de teorías ajenas a la crítica musical– el ser capaz de capturar una época de libertades y de inquietudes de una manera sobria pero atrapante, con la música (punk, postpunk, postrock o retro rock, según sea en cada uno de sus libros) como catalizador de movimientos que desde el seno mismo de la cultura pop sirvieron de sus tetas el amplio tazón de la cultura joven contemporánea.
Reynolds mismo se ha visto atraído por sucesivas instancias de un camino que él intenta no tanto mitificar como ajusticiar en su origen punk, que derivó en el postpunk y pudo abrirse hacia la new wave o el house para luego recalar en la música tecno. “La música tecno es, a su modo, otra que se vale de la estética y la dinámica del fascismo. Pero es como un ‘lindo fascismo’, ¿no? Toda esa cosa de las consignas para orientar la conducta de las masas... Creo que tan pronto como se empezaron a dar grandes shows de rock en estadios, la cosa empezó a parecerse a Nuremberg. A comienzos de los ’70 se planteó que Zeppelin estaba explotando la estética fascista en sus conciertos masivos. Cualquier grupo grande de gente, puede ser uno en algún tipo de ceremonia religiosa o un evento deportivo o lo que fuere, parece un ejército. Pero hay un lindo hecho en unirse a grupos grandes de gente, sea en marchas, en protestas o en boliches. Es poderoso. Pero no por eso la música tecno, inclusive la más dura y agresiva, tenga mucho más que ver con el fascismo. Tal vez el punk haya determinado, durante unos cuantos años, que para hacer rock tenías que ser un grupo de monstruos. Pero al final de cuentas, hoy ves a un grupo de muchachos heavy metal y es poco probable que tengas razones para asustarte por ellos.”
Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo dice que cuenta otra historia, una que suena más cristalina que el punk, armada con guitarras más delgadas, bajos con berretines melódicos, teclados y sintetizadores: la historia de cómo el punk vino a romper con todo pero le bastó con hacer añicos las puertas para que pasen todos los faroleros del postpunk. Pero al fin de cuentas, y de las 550 páginas de la edición en castellano, puede que la verdadera narración que Reynolds haya venido a ofrecer sea la del mundo desde el gran estallido reaccionario de Thatcher y Reagan, y todo el después, atravesado en este caso por la música alternativa como antes la historia fue mediada por la escritura, las especias, el algodón, el acero o quizá los ferrocarriles.
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