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Domingo, 19 de enero de 2014

CULTURA › SEBASTIAN CARASSAI, AUTOR DEL LIBRO LOS AÑOS SETENTA DE LA GENTE COMUN

“Aquella clase media era menos heterogénea que la actual”

La investigación del sociólogo indaga en el imaginario de un sector de la sociedad tan distante de los grupos de poder como de la militancia popular. Un argentino medio que atravesó la época interpelado por publicidades, telenovelas y programas humorísticos.

 Por Cristian Vitale

En pleno trance de posgrado en la Universidad de Indiana, Sebastián Carassai ya tenía claro tres cosas: el objeto epocal de su tesis (los años setenta), el sujeto (la clase media –o el “argentino medio”–) y los tópicos centrales (la política y la violencia). Orbitando alrededor de tales franjas de análisis, y bajo la tutoría de Daniel James, este joven sociólogo pensó un plan de acción y encaró una tan original como sesuda investigación que determinó no sólo su tesis doctoral, sino también el libro en cuestión: Los años setenta de la gente común (La naturalización de la violencia), publicado por Siglo XXI. “Si estuviésemos en 1984 y tuviéramos que pensar un tema para ese período histórico, ese tema sería la militancia, claro, pero dado que transcurrieron muchos años y que hay muy buenos libros sobre eso, me pareció que había que explorar en lugares más distantes del compromiso político. Diría que esta investigación suma al rompecabezas de los setenta una pieza más”, introduce Carassai sobre el principio motor de un trabajo que precisamente indaga en el imaginario de un sector de la sociedad argentina, tan distante de los grupos de poder como de la memorable militancia popular.

Los años setenta de la gente común implica entonces un intenso téster generacional que, sobre la base de testimonios personales, material gráfico y encuestas de opinión in situ, le quita la lupa al combate político en sí –o a los sectores que formaron parte de él– y la reubica en las representaciones mentales de ese argentino medio “y silencioso”, que atravesó la época interpelado por publicidades, telenovelas de gran rating y programas humorísticos. “No se trata de negar el proceso de creciente interés por la política, que movió a muchos sectores juveniles a izquierdizarse o peronizarse, sino de ver qué pasaba por fuera; es decir, cómo fue percibido ese proceso, que efectivamente fue un signo de los tiempos, por sectores que yo no llamo necesariamente apolíticos, porque son sectores que tenían alguna percepción sobre lo que pasaba en el mundo político”, desarrolla Carassai.

–Una percepción con diversos niveles de interés, porque tales sectores efectivamente vivenciaban la política como “una cosa más”, dentro de una realidad más amplia que incorporaba intereses personales, familiares y de proyección económica, entre otros.

–Sí. Yo tomé como base de testimonios a Correa, un pueblo santafesino de cinco mil habitantes, como los que había miles, y había una percepción de lo que pasaba por lo que salía en los diarios, pero era una percepción diferente. Entonces, las preguntas arrancaron desde ahí: cuáles eran sus consumos culturales, sus referentes, en fin...

–De ahí que ponga especial énfasis en el programa humorístico de Tato Bores y en la telenovela Rolando Rivas, taxista como espejos de tales sectores...

–Los trabajo porque me parecía que eran vehículos interesantes para estudiar por qué tipo de discurso se sentían más interpelados estos sectores. Bores era muy aceptado por ellos, porque expresaba lo que ellos sentían. Y Rolando también, los datos del rating marcan que cambió la historia de la telenovela en la Argentina, porque introdujo cuestiones políticas en la tira que interpelaba al argentino medio. ¿De qué manera? La relación entre el buen muchacho trabajador y familiero (Rolando), y su hermano Quique, un chico universitario y algo vago para el trabajo, que vivía de su hermano y que termina siendo el secuestrador “guerrillero” del padre de la mujer de Rolando. Ingresar esas escenas de la vida cotidiana al mapa de los setenta aportaba una visión diferente que valía la pena explorar.

Entre ellas, una desagregación de la violencia en diferentes niveles. El autor no sólo indaga en la percepción que la “gente común” tenía de la violencia de la Triple A, los militares y la guerrilla, sino también de la social y de la que operaba en el campo simbólico. Para dar con tal objetivo se valió de unos doscientos testimonios de personas no comprometidas políticamente, y con residencia en tres áreas geográficas diferentes: el mencionado pueblo de Correa, San Miguel de Tucumán y Buenos Aires. “En su mayoría tomé empleados, profesionales independientes y comerciantes, pero el criterio que tomé en la búsqueda de testimonios fue, más que sus ingresos económicos, su pertenencia que se define distanciándose de los sectores altos y bajos”, señala Cara-ssai, que también es investigador del Conicet, miembro del Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes y docente en la carrera de Sociología de la UBA.

–Utilizó una metodología que delata la influencia de su tutor: Daniel James. Aparecen las entrevistas personales, las estructuras del sentimiento, en fin, determinados métodos, visiones y herramientas de investigación que el historiador inglés utilizó en Resistencia e integración.

–Buena parte de las ideas centrales del libro las discutí largamente con él, sí. Es un tipo capaz, talentoso, y un gran lector, que me hizo devoluciones interesantes de los borradores. Y su libro influyó en el modo de pensar la cultura que tiene tal sociedad. Así como James piensa la cultura de la clase obrera en los sesenta, yo traté de hacer algo inspirado en su trabajo, pero pensando en las clases medias.

–¿Peronistas?

–Bueno, hubo sectores de la clase media que apoyaron al peronismo desde su origen, como el empleado de Molinos que entrevisto, y que estaba por comprarse su primer auto y por formar su familia. Ese testimonio sirve para ver que el regreso de Perón representaba para esta persona la posibilidad de ver, en vivo, a aquel líder del que le hablaban sus padres, que eran peronistas desde el origen. Había puesto en ese retorno una expectativa muy grande... y aquí está bueno distinguir ese peronismo que no llegó a un compromiso político militante o que no se radicalizó, del peronismo de los jóvenes universitarios radicalizados. En su caso, se ve defraudado por Perón y se distancia del proceso político y no toma partido por el líder, como sí hacen amplios sectores que sacan el 62 por ciento, en las elecciones de septiembre de 1973.

–Pensando en Jauretche y el medio pelo, ¿a estas clases medias les corresponde determinado imaginario?

–A ver: aquellas clases medias eran heterogéneas, pero en los setenta tal heterogeneidad no era tan grande como iba a ser en los noventa. Era una sociedad más integrada, digamos, en la que la desocupación no hacía estragos, y la brecha entre clases altas y bajas no era tan profunda como lo fue después de la hiperinflación y la década neoliberal. Dicho esto, sí, uno puede hablar de que hay un imaginario con elementos que interpelan a ese sector social heterogéneo, pero que comparte algunas aspiraciones. Por ejemplo, en términos de movilidad social, los padres pensaban siempre que sus hijos iban a estar mejor que ellos, algo que cambió hacia el final de la década del ochenta... había cuestiones que estas clases compartían.

–Cuya síntesis podría ser Tato Bores...

–Un referente ineludible, porque no era un humor chabacano y sí compatible con esa aspiración ilustrada de las clases medias.

–Los “peronistas de Perón” no lo querían nada...

–Exactamente. Yo logré constatarlo en ciertos testimonios de gente que veía en Tato una especie de burla hacia lo popular.

–De subestimación, claro...

–Y sin embargo era una especie de héroe cultural de los sectores medios no peronistas. En el caso de Rolando Rivas, él trascendía a la clase media, pero designa de entrada a su audiencia: el ama de casa, el estudiante universitario, al patrón del hogar, y no a la señora que limpia... la historia tenía una audiencia en mente, basada en tales estereotipos.

–¿Con qué intención final encaró la investigación?, ¿cuál cree que es su aporte central?

–Incorporar a un actor que no fue protagonista pero que sin embargo sufrió la influencia de los protagonistas y que, de alguna manera, también ejerció alguna influencia sobre los protagonistas de la época. Otra contribución es la de pensar dos niveles: un plano consciente, donde trabajo sobre testimonios, encuestas y prensa de la época; y otro inconsciente.

–Deseo y violencia, el último capítulo...

–Que me llevó a pensar que el rechazo a la violencia que podía verse a través de las encuestas y los testimonios orales no era el mismo a través de otros canales como las publicidades, que hablan del deseo de la gente. Que la violencia haya sido un vehículo eficaz para interpelar consumidores de clase media aporta un ingrediente bastante novedoso, porque aparece cierta naturalización de la violencia que, como dijo el investigador Martín Rodríguez, no se sabe que se tiene. Eso se ve en la enorme cantidad de publicidades con armas que aparecen. Este es un aspecto poco explorado de la violencia en los setenta, que tiene que ver con la inconciencia social y no con la conciencia de clase. Cierta inconciencia que denota un universo preideológico, porque esa violencia que aparece en el espacio simbólico no es una violencia política. Suma la arista de que la violencia de los setenta, que siempre fue pensada como política, tiene un reflejo prepolítico en la publicidad.

–¿Algún puente que se pueda tender entre la clase media de entonces y la de hoy?

–Hoy tenemos una clase media bastante más heterogénea de lo que era hace cuarenta años. Resumiría esto en tres aspectos: la nueva pobreza, la aparición de los nuevos ricos, gente que ha subido de clase pero que culturalmente ve a Tinelli, y la recuperación de esa clase media empobrecida que ha logrado recuperarse en los últimos años. Digamos que hoy es difícil hablar de la clase media como una categoría social sólida. Haciendo tal salvedad, uno puede encontrar que hay puntos en común con los setenta o fines de los sesenta: cuando uno desagrega por edades el apoyo a Onganía de un sector de la clase media bastante importante, encuentra que son los adultos los que apoyan y los jóvenes quienes rechazan... la generación era un elemento clave para entender el pensamiento político de estas clases medias. Y si uno lo traslada a hoy, se podría decir que el kirchnerismo logró interpelar a los jóvenes de clase media, mucho más que a los adultos. Es una variable clave para entender la heterogeneidad de las clases medias.

–¿Y otro puente entre Tato Bores y Lanata?

–Qué difícil... a ver, tienen un elemento en común, y es que hay sectores sociales de clase media que no son afines a movilizarse por sí mismos, que no tienen un compromiso que los lleve a militar activamente y que rara vez se manifiestan públicamente... ese sector se ve interpelado por un programa como el de Lanata en la actualidad, del mismo modo que un sector análogo lo hacía con Bores en los setenta. En este plano sí, pero después hay diferencias porque lo que hace cada uno es diferente: en el caso de Lanata hay una suerte de espectacularización de la noticia y de la investigación política... tratar de convertir una investigación sobre corrupción, por ejemplo, en una suerte de show; lo de Tato era un poco al revés: partía del humor y, en esa retórica con fuerte basamento en la sátira, introducía cuestiones del día a día.

–Pero los tópicos eran más o menos lo mismos... la “corrupción” o aquello que, sea verdad o no, molesta a esa clase media “aspiracional”...

–Yo diría la sospecha sobre la política.

–¿O sobre los políticos?

–Puede ser, que en Tato incluía también a los militares. Todo caía en la misma bolsa para él. Uno puede ver en él y en Lanata que hay un público que se siente atraído por el discurso antipolítico, de sospecha generalizada respecto del mundo político, en este sentido sí, también son compatibles.

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Carassai analiza, por ejemplo, la recepción que tuvieron Tato Bores y la telenovela Rolando Rivas, taxista.
Imagen: Sandra cartasso
 
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