CULTURA › RAYUELA. UNA MUESTRA PARA ARMAR EN EL MUSEO DEL LIBRO Y DE LA LENGUA
Frente a la “contranovela” escrita por Julio Cortázar, la socióloga y escritora María Pía López, directora del museo, concibió una exposición “antimuseo”, intervenida por instalaciones artísticas tan experimentales como lúdicas.
› Por Silvina Friera
El encanto de jugar es una travesía que, por obra y gracia de la imponderable curiosidad, no necesita de guiones, ni hojas de ruta, ni tableros de direcciones. “¿Encontraría a la Maga?”, el interrogante inicial, tan citado como repetido, tiene una respuesta a simple vista desconcertante. De golpe y porrazo, el visitante podrá ver a Talita, sufriendo las inclemencias del tiempo, con su cabellera colorada un tanto alborotada por el viento, sentada sobre un tablón que asoma por el segundo piso del Museo del Libro y de la Lengua. Como colgada del aire, como un desvío de lo esperado, el maniquí de Talita es el anzuelo que invita a los transeúntes desprevenidos a ingresar a Rayuela. Una muestra para armar. Si Julio Cortázar imaginó una “contranovela”, una narración no tradicional, una obra abierta, un conjunto de fragmentos o pedacitos que ensamblarían los lectores, la socióloga y escritora María Pía López, directora del museo, concibió una muestra “antimuseo” –intervenida por instalaciones artísticas tan experimentales como lúdicas– que incluye “el Juego del Cementerio” (que consiste en abrir al azar el diccionario y armar frases con la serie alfabética de palabras ofrecidas por la página abierta), una rockola donde se puede elegir y escuchar a los músicos que aparecen mencionados en la novela –Louis Armstrong, Sidney Bechet, Benny Carter, John Coltrane, Duke Ellington, Oscar Peterson y Bessie Smith, entre otros–, y hasta se puede ver un corto de ficción de veinte minutos sobre el capítulo 23, especialmente filmado para la ocasión, dirigido por Santiago Larre.
“No hay en toda la muestra ninguna rayuela. No queríamos que tuviera presente lo icónico más convencional. Hay formas muy asociadas a la novela que queríamos esquivar –plantea López a Página/12–. Lo que nos interesa es lo que Cortázar propone a nivel experimental. Cuando él dice por qué elige ese nombre, lo que está diciendo es que elige ‘rayuela’ como podría haber elegido ‘mandala’ o ‘almanaque’; está refiriéndose a un método.” Diego Bianchi se encargó de la intervención estética del museo como curador de las instalaciones artísticas. Algo de la absurda costumbre de juntar piolines se dispersa a la manera de una trampa que envuelve al visitante por el pie. Habrá que estar atento para no enredarse con los hilos que arrojó el artista Bruno Grupalli, que emergen como una sutil telaraña. Hay una estación dedicada a Ceferino Piriz, un uruguayo que no es un invento de Cortázar. Ceferino quería ordenar el mundo a través de una serie de corporaciones o ministerios desopilantes, como “Corporación Nacional de los Doctos en Ciencias de lo Idóneo y sus Casas de ciencias” o “Corporación Nacional de Agentes Comisionados en Especies Coloradas del Negro y Casa de Labor activa Pro Especies Coloradas del Negro”, que están minuciosamente enumeradas en el capítulo 133.
Una máquina “maravillosa” permite contrastar la definición de una palabra en el diccionario con el uso que hace Cortázar en la novela, por ejemplo “pizpireta”, en el capítulo 46 de Rayuela: “La calle Cachimayo estaba ruidosa al caer la noche, pero en el patio de don Crespo, aparte del canario Cien Pesos no se oía más que la voz de Traveler que llegaba a la parte de la obrerita juguetona y pizpireta / la que diera a su casita la alegría”. López hojea el cuaderno de bitácora de la muestra, con los guiones y cómo fueron cambiando los bocetos de todo lo exhibido. “En vez de tenerlo en una caja, que es donde termina siempre este tipo de materiales, está a la vista del público. La idea de poner esto a disposición del público es jugar con la concepción de una muestra para armar y dar cuenta de los hilos, los pedazos, dejar a la vista el work in progress.” En un rinconcito de la planta baja, flirteando con la clandestinidad, está la Zona Erótica, el célebre capítulo 7 de esta novela publicada en 1963. La vuelta de tuerca al “toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano...” está en las voces sampleadas del propio Cortázar con las de escritores y artistas como Osvaldo Baigorria, Laura Klein, Ariel Idez y Analía Couceyro, formando un collage auditivo y sensorial que genera extrañeza.
En el subsuelo del museo, aparecerá la Maga. Hay una estación en el recorrido poblada de objetos que remiten al personaje: el conejito Rocamadour, la cuna vacía, una carta de tarot; una instalación que le imprime una atmósfera intrigante y a la vez levemente siniestra. “Las cosas asociadas a la Maga tienen una fuerte oscuridad; hay una escena de sexo que es de una crueldad infinita en la que aparece la Maga; está la muerte del bebé, está lo que uno supone un suicidio –repasa López–. Es una figura que es una víctima a lo largo de toda la novela, al mismo tiempo es el personaje más reconocible, mucho más que Oliveira. Trabajamos con el carácter irrepresentable de la Maga; entonces por eso está planteada en objetos, como si fuera un fantasma que aparece en algunas partes del museo, una figura caminando, sin rostro. La idea que tenemos es que la Maga no tiene rostro.” A cada paso del itinerario irrumpe la iniciativa de un juego. Como la posibilidad de saltar entre palanganas, detenerse a escuchar las canciones de jazz y tango que ambientan la novela o animarse a “armar tu propia Maga”, una suerte de “elige tu propia aventura”, en una máquina donde se puede optar por el color de pelo y de los ojos. “Como pasa con todos los personajes literarios potentes, está bueno que no tengan un rostro, aunque uno tenga la sensación de cómo podría ser –sugiere López–. Lo importante es que cada uno se pueda construir una Maga.”
“Un escritor juega con las palabras pero juega en serio; juega en la medida en que tiene a su disposición las posibilidades interminables e infinitas de un idioma y le es dado estructurar, elegir, seleccionar, rechazar y finalmente combinar elementos idiomáticos para que lo que quiera expresar y está buscando comunicar se dé de la manera que le parezca más precisa, más fecunda, con una mayor proyección en la mente del lector” se lee en Clases de literatura: Berkeley. Cortázar hizo de la literatura, especialmente en Rayuela, una experimentación lúdica. Inventó lenguajes: el gíglico, el ispanoamerikano, la atribución de haches o el juego del cementerio, consignado en el capítulo 41: “Fue a buscar el diccionario de la Real Academia Española, en cuya tapa la palabra Real había sido encarnizadamente destruida a golpes de grillete, lo abrió al azar y preparó para Manú el siguiente juego en el cementerio. Hartos del cliente y sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar una clica. Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso ascenso de agua mezclada con clinopodio, revolviendo los clisos como clerizón clorótico”. Imposible ser pasivo al convite cortazariano. El lector y el espectador, en la novela como en la muestra, es interpelado constantemente a participar y afrontar palabras desconocidas y extrañas a su propia lengua. “¿Ké ubo primero en Abila Sanhes, el desarreglo mental o Un alkoolismo? No lo sabemos, pero ambos, kombinados, fueron la ruina de su vida y la kausa de su muerte” es un ejemplo del ispanoamerikano.
En la estación de la Clochard se despliega la manera en que Cortázar está cavilando la vida del linyera en París desde una perspectiva de libertad. “Por eso lo queríamos pensar junto a Néstor Sánchez y Juan Filloy, donde el linyera no es el modo del miserabilismo ni de la sordidez, sino un kibutz de la amistad”, plantea López. Al llegar a otra de las estaciones, la directora cuenta el arduo trabajo de filmación del capítulo 23, cuando Oliveira entra a una sala de conciertos y escucha a la pianista Berthe Trépat, que comienza a tocar algo desquiciado e imprevisible mientras los espectadores se paran y se van. “Para mi gusto, es uno de los capítulos más extraordinarios de Rayuela –pondera–. Hicimos un corto de ficción de veinte minutos, titulado Los artistas sólo cuentan con las estrellas, dirigido por Santiago Larre, y le encargamos a Santiago Bauer que compusiera la música original de Trépat.” La interpretación de la actriz Amancay Espíndola como Trépat es simplemente formidable.
“Si el juego de nuestra muestra cortazariana enlaza fragmentos y restos, si quiere que el espacio se convierta en el territorio de una lúdica travesía, en el segundo piso llega el momento del Otro Cielo –se advierte en uno de los textos del catálogo–. No el cielo de las religiones, tampoco el de los astrónomos, ni siquiera el de la rayuela. Se trata del cielo de los bibliófilos, de los lectores que cultivan la pasión por las primeras ediciones o las publicaciones originales.” En El Otro Cielo se exhibe parte de la colección de Lucio Aquilanti, la colección privada más importante del mundo. Los visitantes podrán reparar en Presencia (1938), el primer libro de Cortázar que publicó como Julio Denis en una tirada de 250 ejemplares; en la primera y rara edición mexicana de Final del juego, y en piezas únicas como Un elogio del Tres, plaqueta con linografías del artista Luis Tomasello; el mecanoescrito del poemario Razones de la cólera, una de las joyitas más apreciadas por Aquilanti; la traducción que hizo Cortázar de Mujercitas, de Louisa May Alcott; y Les discours du pince Gueule (1966), un ejemplar firmado por Cortázar y con litografías de Julio Silva, por mencionar apenas un puñado de las cien piezas exhibidas.
A la abundante correspondencia de Cortázar, editada en cinco tomos por Alfaguara, habrá que agregarle, en próximas reediciones, un hallazgo que se expone en una de las vitrinas del segundo piso del museo: las cartas y postales que el escritor intercambió con Ana Svensson, poeta, artista y militante política que estuvo internada en el Moyano desde 1975. Alejandra Slutzky, su hija, revela que la correspondencia se mantuvo durante toda la última dictadura cívico-militar. Que las cartas del escritor siguieron llegando incluso después de la muerte de su madre, en 1982, como “el amigo que a distancia acompaña a la encerrada solitaria, cuyos hermanos están presos o exiliados, su marido detenido-desaparecido, su madre suicidada”. Su hija, que estuvo exiliada en Holanda, explica que Cortázar le enviaba a Ana cartas, postales, libros, dinero, y que consiguió que su madre fuera internada en una clínica privada. “No hay tumba de Ana, tampoco de sus hermanos y esposo, pero sabemos que murió en esa clínica por la ayuda de Cortázar y acompañada de sus cuidadosas y cálidas palabras.”
La directora del Museo del Libro y de la Lengua subraya que cada espectador puede armar su propio recorrido. “Nosotros proponemos un tablero, pero cada uno puede recorrerla como le parezca, para trabajar con el plano experimental que tiene la propia novela, que te pide eso. Ir a ese Cortázar que está abriendo todo el tiempo la puerta al juego.” López advierte sobre el envejecimiento irremediable de ciertas zonas de Rayuela. “Hay una inscripción más icónica de la chica con boina en los ‘60 parisino, la idea de juventud y la angustia más existencialista, que es propia de esa década. Al releer la novela, encontré una imagen de lo que es ser un escritor para ese momento, que es un escritor que tiene cierta pedantería y que me distanciaba mucho como lectora. Cuando la volvés a leer, te das cuenta de que es otro libro. Trabajamos mucho sobre el interrogarnos qué nos había entusiasmado de la novela en el pasado. Hay algo que es lo que te conmueve a los 18 años, que tiene que ver con la aventura sentimental. Estás más cerca de decir ‘qué lindo irte a vivir a otro país’, de la bohemia, que produce una identificación del orden de la educación sentimental. Pero pasados los cuarenta años, ya no la tenés más. En la correspondencia, Cortázar dice que se sorprende por lo mal recibida que es la novela por las personas de su generación y el entusiasmo que genera entre los más jóvenes. Oliveira tiene cuarenta años y no produce identificación en la gente de cuarenta, sino en los jóvenes de veinte años.”
López confiesa que hoy como lectora la interpela más la obra de Roberto Bolaño. “El propio Bolaño decía que no podía existir Los detectives salvajes sin la obra de Cortázar detrás. Cortázar coquetea con lo barroco, pero no llega a ese límite. Tiene una idea de experimentación literaria que es poderosa y produce una desnaturalización en la idea de ser lector y en la linealidad en la lectura, de capítulo a capítulo, que es una operación vanguardista. Como toda operación vanguardista, le sentís más rápido lo que envejece que a las cosas clásicas. Rayuela sigue siendo muy potente, aunque te distancia. Y como toda gran obra se banca las discusiones en el tiempo.”
* Rayuela. Una muestra para armar se podrá recorrer de martes a domingos de 14 a 19, con entrada libre y gratuita, en el Museo del Libro y de la Lengua, Las Heras 2555.
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