Domingo, 17 de enero de 2016 | Hoy
CULTURA › LA INDUSTRIA DEL VIDEOJUEGO, LOS LOGROS Y LO PENDIENTE
Un dato da cuenta de su alcance: en 2015, el cine tuvo un año record en taquilla con 40 mil millones de dólares de recaudación; la industria de los fichines superó 90 mil millones. Pero las renovaciones permanentes chocan con viejos vicios y prejuicios.
Por Luis Paz
El pasado 9 de enero cerró, en Las Vegas, la feria de electrónica de consumo CES 2016. En la corriente edición de este encuentro que lleva dos décadas de regularidad anual –y en el que en su momento fueron presentados el DVD, el televisor HD y el BluRay– hubo más cristalizaciones del futuro: drones, una superheladera, una cámara fotográfica de 100 megapíxeles, ese tipo de cosas. Pero hubo un anuncio que se comió todo. Ni siquiera fue el de un producto, sino el de su precio y salida a preventa: desde el 6 de enero y a un valor de 600 dólares podrían encargarse los kits de realidad virtual Oculus Rift, que serían distribuidos a partir de marzo o abril. Apurado, el CEO de Sony salió a confirmar que ellos tienen “alrededor de cien juegos” en desarrollo para su propio dispositivo, el PlayStation VR. Microsoft (HoloLens), Google (Cardboard) y Samsung (Gear VR) también trabajan en chucherías similares.
Como se hizo evidente en los últimos años, la industria gamer se adjudica una proyección única entre las culturales y es un campo que aún, y pese a sus más de 40 años de historia, permanece en bruto. Es que se dan pasos tan veloces allí como en ningún otro apartado de la cultura –ni la música ni el cine ni las series, aunque vivan su propia Edad de Oro–, y entonces todo es tendencia y las costumbres no terminan de sedimentar que ya aparecen otras flamantes, impulsadas por nuevos dispositivos y modelos de negocio, por disrupciones.
A diferencia de aquellas otras industrias, que pujan para sobrevivir en la era digital, los videojuegos son la insignia de ella. El cine batió en 2015 su record mundial de recaudación por taquilla, con un estimado de 40 mil millones de dólares, según la medidora de audiencias Rentrak. Su par en videojuegos, Newzoo, calculó por encima de los 90 mil millones los ingresos del mercado gamer global, al que le adjudicó la posibilidad de superar los 100 mil millones en 2016. La industria de videojuegos crece en todos lados: en China, con su 7 por ciento de crecimiento económico tan escueto para sus estándares, los videojuegos generaron un 23 por ciento más de ingresos.
Los últimos datos que dio la Asociación de Desarrolladores de Videojuegos Argentina (ADVA) indican que en el país hay 75 empresas, que alrededor de 60 son porteñas, que emplean a 2000 personas y generan unos 40 millones de dólares anuales. En general son pymes o estudios indie –aquí sí la denominación entraña cierto compromiso ético y estético– de treintañeros, que exportan sus juegos vía tiendas de aplicaciones. Y eso sólo en cuanto a producción.
En la circulación aparecen cada vez más eventos, encuentros y convenciones, aunque muchos orientados solo a colocar productos. Pero este empuje derrama a la vez en nuevas casas de estudios técnicos y artísticos del videojuego, espacios de información, de reunión y de contacto, pocas publicaciones (la revista local Irrompibles, respawneo de la insigne XtremePC que lo anticipó todo, dejó de salir) y un hormigueo en radios web, blogs y canales YouTube.
Si se suma el consumo tanto de producciones locales como juegos, consolas y periféricos importados y títulos digitales, el mercado argentino generó 124 millones de dólares en 2014, último año con informe de PwC, consultora en materia de tecnologías de información, comunicación y entretenimiento que además ubica a Argentina en el puesto 22 de los mercados gamers mundiales. Y habría que atender al dato ad hoc de que el 95 por ciento de las partidas no son pagas, por elección del desarrollador o por avivada del jugador.
El mercado local legal y pago crecerá a una tasa del 10 por ciento anual el próximo lustro, hasta llegar al final de la década moviendo 200 millones de dólares, siempre en cálculos de PwC, que propone un volumen mundial menor al de Newzoo, de 70 mil millones de dólares. Aun así, el monto casi duplica el de los ingresos del cine por taquilla y es 10 veces mayor al generado por las ventas digitales de música según IFPI, la cámara internacional de la industria fonográfica. A tal punto que los músicos aplican cada vez más a vender sus temas para videojuegos, en masas rockeras para los Guitar Hero y de manera más vedada como banda de sonido para títulos deportivos o de acción. O que directores y guionistas de cine y TV participan cada vez más del desarrollo de grandes fichines. O que actores y músicos protagonizan algún título. O que, en viceversa, un gamer se convierte en estrella de TV.
No es por ninguna de estas cifras que los videojuegos reclaman al menos un protagonismo similar al que se da a las series, fenómeno en boca de todos. Es que en ellos se combinan varias hileras de hechos artísticos, técnicos, éticos, administrativos, legales y tecnológicos, además de económicos. La música, la literatura y el cine aportan a cada anuario –al margen de obras memorables, por supuesto– poco más que cifras y dos o tres tendencias. Pero año a año, esa plastilina cultural que es el mundo gamer se ensalza entre la quichicientava generación de consolas, el Juego con Mayor Presupuesto de la Historia, el nuevo joystick supercalifragilístico, la batalla FIFA vs PES, el reputado cineasta de ocasión que pasa a producir fichines (J.J. Abrams, el último), el descenso a la Tierra de la realidad virtual y una viralización que escurre de cualquier abrazo: ahora vienen los fanarts, ahora los youtubers, ahora Twitch, ahora los e-sportistas. Es ese contexto de innovación permanente, en que la industria en lo único en que persiste es en cambiar, lo que hace que nunca termine de ser “la gran cosa nueva”.
Pero para alzar la mano y reclamar el mote de décimo arte, el Videojuego tiene que resolver primero una serie de taras, curarse de vicios recientes y resolver de qué manera se estabilizarán sus actuales tendencias. Lo que sigue es un repaso por diez de sus episodios actuales, buenos y no tanto.
- Los juegos como servicio. El modelo de negocios cambió, y ya no es el de las compañías vendiendo grandes títulos a través de tiendas. Mientras en la superficie se da la migración digital, debajo va un puente más interesante por el cual los videojuegos procuran convertirse de productos a servicios. Las suscripciones “Season Pass”, la tendencia a los juegos episódicos, el fulgor de los DLC (mejoras y ampliaciones descargables a posteriori), todo busca que el “comprador” ocasional se convierta en “abonado” al juego. Hay un caso paradigmático en los juegos gratuitos, que generan continuidad de ingresos en la medida en que enganchan al jugador con niveles extras, con contenidos exclusivos o tonterías cosméticas. Y hay un modelo de referencia ajeno muy admirado: el de George Lucas y su universo Star Wars expandido.
- La posibilidad de una multipantalla. El primer intento de generar juegos que fueran útiles para el celular, la tablet, la computadora, la consola portátil y la hogareña fracasó debido a la suficiente variación que hay de un dispositivo a otro. Que todos tuvieran pantallas y comandos no los hacía iguales, por algo tan elemental como que nadie le regalaría a su pequeña hija un leoncito (lo felino no quita lo dañino). La industria se repuso comprendiendo que el chiste era hacer un juego para cierto soporte y usar los demás para sumar audiencia, eventuales compradores. “Normalizando” las comunidades de fanáticos, contratando a youtubers, aprovechando las redes sociales y su alcance, patrocinando los eventos, institucionalizando tanto el streaming como el sharing de sus juegos, sumando merchandising de todo.
- La nube nebulosa. ¿Qué pasará con el jugador solitario con la creciente tendencia de basar todo en las partidas online? Star Wars: Battlefront, un fenómeno de ventas asociado a la película, puso en evidencia cómo el ímpetu puesto en el multijugador vía internet puede vaciar de historia un universo tan vasto como el de La Guerra de las Galaxias: en apenas media hora acaba la “misión” single player, que es básicamente un tutorial de botones y de acciones. Es una fractura que también se da en otras sagas de videojuegos que, habiendo estado asociadas a excitantes historias, viraron al malón online, colgándose de las barbas vikingas de los Mmorpg, juegos masivos vía internet como League of Legends o DOTA. Por supuesto, esto tiene su gracia, pero la anulación del jugador solitario es un retroceso, no es vanguardia.
- Comunicación de las tecnologías. El auge de los youtubers, el éxito de la “televización web” de partidas (Twitch, Mobcrush, la utilidad “share” de la PlayStation 4) y torneos, y la cantidad de blogs de reseñas basadas más en entusiasmo que en herramientas críticas son todos exponentes de la falta de trato serio de los medios tradicionales, que apelan a los videojuegos a la hora de las listas de compras o los escándalos, pero no generan ni crítica ni análisis ni puesta en contexto. Así se corre el riesgo de confundir por canal de información a medios de propaganda: community managers, canales de eSports (videojuegos competitivos pero no necesariamente deportivos) cuyos dueños son las desarrolladoras de los juegos en los que se pugna, y así.
- La isla de los piratas. Dragon Age Inquisition fue uno de los videojuegos más esperados de 2014. Cuando lo sacó, la empresa BioWare anunció que le había sumado un sistema de defensa de Denuvo Software Solutions que haría imposible que fuera crackeado (liberados su descarga y uso sin trabas). Al mes, ya se lo podía bajar de cualquier lado. Otro año pasó, Denuvo mejoró su sistema y aún no se ha podido doblegar la seguridad de Just Cause 3, un también esperado juego que salió el 1º de diciembre. Lo mismo pasa con FIFA 16 desde septiembre. A tal punto creció el esfuerzo por la industria para evitar las descargas y las jugadas ilegales que el fundador del foro chino 3DM, cuna web del juego crackeado, esbozó recientemente que si así sigue la cosa, de acá a dos años “ya no habrá juegos que puedan ser pirateados”.
- Un entretenimiento intergeneracional. Los grandes desarrolladores están mimetizándose con otros popes de las industrias culturales: los sellos discográficos y los estudios cinematográficos. Así como aquellos a menudo apelan a innecesarias remasterizaciones, a reediciones de coleccionista, cajas compilatorias y sarasas que devuelven a glorias pasadas como por un tubo (o un YouTube). Por otra parte, exitosas sagas contemporáneas ya han acumulado entregas en casi una década, dándole el mismo personaje a varias generaciones de jugadores (Uncharted, Tomb Raider). Ultima instancia del vericueto es interna a los videojuegos: cómo esos personajes envejecen (o no), y con ellos cambian su ambiente, sus intereses, sus capacidades, con Max Payne como caso característico. Demasiados vectores para una realidad: la de que ya hay gente de 50 años que alguna vez se cebó con un jueguito, conviviendo con gamers de 12 en un ecosistema que debe organizarse y ser más específico, desarrollando entretenimiento diverso para gente diversa si es que quiere que las generaciones se acoplen en lugar de suplantarse.
- Diversión y diversidad. Como campo cultural en ciernes, el gamer aún no se ha comprometido a debates respecto a integración, diversidad e igualdad. Ni de género ni racial, siquiera de GPS. En gran volumen, es una industria que produce juegos para “jóvenes blancos heterosexuales y angloparlantes”. Recién el primer chispazo se dio con el GamerGate, corolario de una serie de costumbres en el juego online, donde fue y es común el acoso y bullying a las chicas jugadoras. Prácticamente no hay títulos protagonizados por mujeres; y si los hay, son tetonas pixeladas como Lara Croft o son jóvenes animé semidesnudas o damiselas en apuros o villanas comehombres o el premio del protagonista o la tonta de la cuadra. El videojuego reina en materia de cliché y prejuicio: prácticamente todos los negros son pandilleros y los pobres ladrones, y la diversidad sexual no se pone en juego. Ni en video.
- La era del microrrelato. Algunos de los mejores juegos del año pasado, Fallout 4 y The Witcher 3: Wild Hunt (cierre de la videosaga adaptada de las novelas y cuentos cortos del polaco Andrzej Sapkowski) no habilitan una historia sino muchas, muchísimas historias. Más allá de misiones centrales y secundarias, entrar a una derruida casa post apocalíptica, apropiarse de la ropa de los muertos, saquearles la cocina y hackearles las computadoras es entrar a un mundo más pequeño, ni siquiera concéntrico, al del juego. Caer a un pueblito, meterse en su iglesia, hablar con una sollozante y al rato estar atravesando la provincia para recuperarle una joya familiar no es indispensable para el futuro del protagonista. Pero aportan una o dos horas vívidas en un universo de ficción: el videojuego moderno entraña su propio spin off y funciona como un huevo de pascua mamushka en el que una vez que el chocolate fue comido aparece una nueva golosina, y otra, y otra.
- La historia sin fin. De pronto, el mundo es un arenero. Al menos el mundo que cada videojuego viene a proponer. En 2015 hubo proliferación de un tipo de juegos que atora hace al menos cinco años pero que cada vez muerde más, el de los sandbox. La figura de la “caja de arena” sirve para ilustrar esta tendencia de lanzamientos recientes a presentar mundos enormes donde uno se puede pasar horas combatiendo o vaciando de peces un río o remachando su armadura o leyendo libros y cartas desperdigados o tomando y tambaleándose de regreso a casa o manejando por costas atardecidas o cabalgando llanuras. La idea ésta de “un montón de juegos en uno” es excitante, pero el problema está en que a menudo la mecánica se vuelve repetitiva, la historia caótica, el desarrollo lento. ¿O será que en la repetición está la evolución, en el caos hay otro tipo de orden y en la serenidad un buen criterio de progreso?
- ¿Qué hacés, personaje? Sin repetir y sin soplar, protagonistas memorables del último lustro de videojuegos... No vale Messi... ¿Nada? Bien, ahora que sean del milenio pasado. Mario, Lara Croft, Link, Earthworm Jim, Guybrush, Sonic. La costumbre del juego en primera persona, sea de disparos (FPS o shooter a secas) o de estrategia-plataforma (Minecraft) o lo que fuere, un poco fue sepultando al héroe icónico: hay tanto tatuaje de Mario y tan poco de terrorista Counter Strike o de Nathan Drake por las calles. Más allá de imágenes de ídolos, cada vez es más común que se le habilite al jugador el armado de su avatar. Pelo, color de ojos, vestuario. Incluso, son varios y buenos los casos en que las decisiones que uno toma al jugar repercuten en la historia y el destino final del monigote. Pero en líneas generales la industria pesada tiende al “personaje impersonal”, al soldado genérico, el vaquero genérico, el pandillero genérico, o a uno que simula ser único pero tiene los mismos problemas que todos. Hay una matrix gamer tácita indicando que todo protagonista debe ser movido por una búsqueda: la de un asesino, la de un destino, la de una misión o la de un premio. Es difícil encontrar personajes complejos que se transformen en plena partida (Last of Us fue un gran contraejemplo) cuando toda o casi toda la atención parece haber sido puesta en el montaje de un ambiente bonito, en efectos especiales, en 78 pares de botines diferentes para el goleador. Con historias y personajes fuertes y bien trabajados, el videojuego puede perfectamente inscribirse en la línea que va de la literatura al cine, como un nuevo paso en el armado de relatos. Sin ese trabajo, apenas cabe en la línea del divertido Tetris.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.