Mar 05.04.2016
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CULTURA › MAURICIO KARTUN, ENTRE LA EDICIóN DE ESCRITOS Y LA REPOSICIóN DE TERRENAL

“Yo pienso en dramaturgo y traduzco a director”

Se define a sí mismo como “un autor que dirige”. Pero también viene escribiendo, desde 1975, textos diversos, reflexiones teatrales, ensayos sobre política cultural, que acaban de ser recopilados y editados. Su obra Terrenal, en tanto, lleva tres años en cartel.

› Por Karina Micheletto

Mauricio Kartun ha sabido hacer de su oficio de dramaturgo y director –también de maestro de dramaturgos– un modo de estar en el mundo. Un modo de poner en acto y en escena un pensamiento crítico que puede rastrearse compacto y coherente en obras que dejaron marca: Chau Misterix, El niño argentino, El partener, La casita de los viejos, Sacco y Vanzetti, La Madonnita, Salomé de chacra son algunas de ellas. También Terrenal, que lleva tres años en cartel, con la sala del Teatro del Pueblo siempre llena, y con las grandes actuaciones de tres Claudios: Da Passano, Martínez Bel y Rissi. Es además, como pocos, uno de los que ha sido capaz de llevar ese pensamiento crítico a una cantidad de textos que se transforman en ensayos sobre el teatro, la cultura popular, las políticas de cultura. Así pueden leerse en sus Escritos 1975-2015, recientemente editados por Colihue en una tercera recopilación a cargo de Jorge Dubatti. La edición de estos Escritos abarca cuatro décadas de reflexiones, definiciones y preguntas abiertas por Mauricio Kartun, desde 1975 hasta el presente. “Nada de lo allí publicado fue escrito con espíritu de ir más allá de su primera edición. Más aún: varios de esos escritos, la mayoría, nunca hubieran existido si alguien no me los hubiese pedido o encargado”, advierte su autor. Los orígenes de esos pedidos son múltiples y diversos: hay textos publicados en revistas y diarios como éste, ponencias, textos que acompañan los programas de las obras y hasta discursos de fin de año frente a sus alumnos. Podrían ser papeles sueltos, pero así editados, organizados cronológicamente aunque dentro de diferentes temáticas –sobre “Dramaturgia y otras cuestiones teatrales”, títeres, o sobre la obra de otros autores, o sobre cultura popular– los Escritos muestran un corpus compacto de pensamiento que se sostiene en el tiempo.

Hay un pensamiento crítico alrededor del teatro que aparece en textos de un par de décadas atrás, y que puede verse perfectamente reflejado en las obras de Kartun en cartel en los últimos años. Y otros escritos pueden leerse –es triste advertirlo– como una historia de las políticas culturales de este país en las últimas décadas, en particular con respecto al teatro, y en particular en la ciudad de Buenos Aires. “¿Cierto, no?”, comenta cuando se le pregunta al dramaturgo si él también lo entiende así. “Es horroroso que el tiempo le haga esto a uno, pero sí, leo allí por ejemplo aquellas notas apocalípticas de hace veinte años quejándome de la poca bola que se les estaba dando a los dramaturgos del teatro de texto, o pataleando por la crisis del teatro, y me da risa comparando con este parque temático de lo escénico en que nos hemos transformado ahora. A la inversa, me hundo cuando leo la secuencia de notas alertando sobre la decadencia del Complejo Teatral de Buenos Aires y lo veo así desmantelado. Ojala ahí mi puntería no hubiese sido tan buena”, concluye.

–Dice que estos textos nunca hubieran existido si no se los hubiesen pedido. Usted, sin embargo, escribe teatro. Y en el libro cuenta que lo hace como una necesidad. ¿Cuál es la diferencia?

–Escribo teatro por gusto y pasión, pero no la encuentro en ningún otro género, nunca me sentaría a escribir una nota, un ensayo, si no mediase alguna urgencia, un imperativo, ocasionalmente una bronca imparable. Uno dice sí a esos compromisos porque siempre falta un tiempito. Y tiene siempre la fantasía de que a lo que se patea para adelante, no se llega. Pero el tiempito pasa y un día te tenés que sentar a escribir lo que prometiste, una nota para un diario, una revista, una ponencia para un congreso, un prólogo, una opinión. Ese bodoque reunido no deja de sorprenderme. Es por un lado el corpus de mi pensamiento teatral, algo más o menos serio, pero por el otro es una antología de mi debilidad, aquello de Rimbaud: “Por amabilidad perdí la vida”. Verlo en forma de libro es bueno porque al menos le da sentido trascendente. Tal vez por eso en los últimos tiempos me cuesta un cacho menos hacerlo.

–En lo personal, ¿qué le provoca releer todo lo escrito, así recopilado?

–Distintas emociones, satisfacción sí, porque me encuentro con un libro que nunca pensé como tal, alguna sensación de deber cumplido, de dejar al menos antes de irte una parte de lo que alguna vez tomaste cuando llegaste, pero también algo de nostalgia inevitable por los munditos que contextuaron a cada escrito. Sus circunstancias. Mirá, te cuento algo que no he divulgado: en el libro hay una nota sobre el carnaval porteño que publiqué en la revista Crisis en los 70, creo que lo primero que publiqué alguna vez. Fue un acto temerario, aproveché un contacto, ofrecí esa nota antes de hacerla y me la aceptaron por el tema. Pero yo jamás había escrito algo así y no tenía idea del cómo. La investigación que hice estuvo muy buena y encontré fuentes muy ricas pero la redacción era horrorosa. Realmente impublicable. La llevé y me citó el secretario de redacción. Con gran delicadeza y amabilidad me dijo que les gustaba muchísimo pero que le faltaba un “toque de redacción periodística”, y se ofreció a editarla él mismo antes de mandarla a imprenta. Acepté por supuesto y la rehizo, le respetó el orden y el contenido pero a la forma la dio vuelta como a una media. Quedó muy bien y me lo atribuyen, claro. El tipo era nada menos que Eduardo Galeano, a quien tengo en este libro de socio secreto.

–Sorprende algo que cuenta en el libro: el desafío que significó convertirse en director, como si fuese un lugar que pasó a ocupar pidiendo permiso o perdón. ¿Cómo vive hoy ese rol de director?

–Sigue siendo un rol prestado. Soy un autor que dirige. Un adulto que se muda de país mantiene siempre el acento del otro. Pensás en un idioma y traducís sucesivamente. Yo pienso en dramaturgo y traduzco a director. No tengo en la dirección la soltura de la lengua madre. Juego de visitante. Pero como todo acto creador es un campo con analogías, con otros actos no me resultó difícil descubrir los mecanismos de la conversión de norma. Y como me cuesta más le pongo un tiempo y una energía extra, que vienen compensando bastante bien. Y cada vez me suelto un poco más.

–Y como dramaturgo, ¿cómo vive la adaptación de sus obras por parte de otros directores? Es posible imaginar que no siempre habrá visto un resultado satisfactorio, y otras veces lo habrán sorprendido para bien... ¿Cómo lo vive en uno y otro caso?

–Una de las razones por las que me largué a dirigir hace unos años fue justamente por la sensación de que buena parte de la estética que producía en mis textos quedaba atrapada en la necesaria negociación con la estética del director. Aun aceptando que no soy tan buen puestista como pueden serlo otros profesionales de más solvencia y experiencia, siento que en mis puestas puedo sacarle más jugo a esas piezas. Por esto me entusiasma menos que antes la dialéctica tradicional de laburar con otro. Pero, por supuesto, cuando aparecen reposiciones o estrenos de materiales que produje para otras batutas, me implico en lo que me dejan y trato de ser engranaje útil en el viejo mecanismo.

–Este año se repuso Terrenal, y sigue siendo un gran éxito de público. ¿Cuál cree que es el acierto, el núcleo que toca esa obra, que hace que quieran seguir viéndola, muchos más de una vez?

–Trato de no preguntármelo demasiado. A ver si en la próxima se me da por intentar copiarlo... Imaginate que alguien gana una noche en la ruleta y se pone al otro día a tratar de recordar y repetir cada cosa que hizo a ver si le pasa de nuevo. No, nunca hay que practicar en la creación la especulación de causa y efecto, o quedás atrapado en una especie de ritual obsesivo. Prefiero concluir, más maniqueo, en que eso sucede porque hicimos las cosas bien y laburamos mucho. Esa fe laboralista que me arrastra siempre y que suele darme buen resultado.

–También aquí hay un ejercicio de relectura por parte del autor. Cuando la vuelve a ver en la reposición, ¿qué le sorprende o le llama la atención?

–Con qué facilidad, como siempre en el teatro, su organicidad derrapa por la fuerza centrífuga del público, y con qué facilidad la volvemos a la pista recorriendo sus claves internas. Charlamos media hora tomando mate en camarines y todo se vuelve orgánico de nuevo. Padecimos un laburo muy escabroso durante ensayos y eso nos obligó a conceptualizar mucho para trazar la ruta. Pero la ventaja es que ahora que la tenemos, que convenimos sus claves internas, el espectáculo sabe más que nosotros mismos. Toca el botón y se ordena.

El sobrevuelo de la milanesa

¿Qué busca con su teatro, cuál sería el objetivo cumplido?

–Es difuso. Propósitos diferentes en distintas etapas. Al sentarme a escribirlo hay un objetivo interno, íntimo, una serie de enviones, de deseos, seguramente algún narcisismo artístico, el desafío, la búsqueda de ese raro y energizante fluir creador que es como un vicio. Luego tras el estreno descubro haber hecho algo, aprendido algo, entendido algo por medio de ese proceso. Creo devotamente en ese concepto de “idea teatro”, el de esa obra que no ilustra pensamientos sino que, en un procedimiento analógico al de la cabeza, le permite al artista pensar a través de ella, de su creación. Algunos dramaturgos pensamos escribiendo. Y constituimos la idea resultante en un soporte alternativo, la propia pieza, que ahora terminada se mete en el espectador. Ahí comprendo que mi objetivo último es pensar. Si la idea es trascendente, en esa proporción mínima pero empecinada, lo cambia al espectador, le aporta un punto de vista que le permite resignificar alguna cosa. Solemos joder con colegas con que una buena obra es aquella que a la salida del teatro sobrevuela la milanesa. Aquella que crece en la cabeza del público cuando el espectáculo termina. Hago teatro con esa ilusión.

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