Miércoles, 27 de octubre de 2010 | Hoy
MEDIOS › LA MUERTE DE BOB GUCCIONE, EL EDITOR DE PENTHOUSE
Fue uno de los empresarios con menos escrúpulos en el mercado de revistas para adultos: para Guccione, pocas cosas pertenecieron a la esfera de lo privado. Los tiempos dorados de su revista terminaron cuando el porno quedó al alcance de un doble click.
Por Andy McSmith *
Bob Guccione tenía ideas inusuales sobre lo que era privado y lo que no. Una pareja de recién casados en su noche de bodas es, en la visión de la mayoría de la gente, una cuestión privada. Pero para Guccione la privacidad quedaba afuera. Tonya Harding era una de las patinadoras sobre hielo más competitivas de su tiempo, al punto de que la historia de su vida fue llevada a una película dramática para la televisión. En 1990, a los 19 años, se casó con un ambiguo personaje llamado Jeff Gillooly. Su matrimonio terminó en 1993. Al año siguiente, una de las rivales de Harding fue brutalmente asaltada por un hombre que, según se supo después, había sido contratado por Gillooly. Entonces, varias fotos tomadas en aquella noche de casamiento aparecieron en la revista Penthouse, fundada por Guccione, el hombre que murió la semana pasada. Como la chica tenía más de 18 años cuando fueron tomadas, las fotografías no infringían ninguna ley estadounidense. Pero en cualquier caso eran una shockeante intrusión en la privacidad de una joven.
Sin vergüenza alguna, Guccione fue al show de Larry King en CNN, donde se mostró sorprendido de que alguien pensara que allí había un problema. Su argumento era que la Constitución de Estados Unidos le daba el derecho de publicar casi cualquier cosa que cayera en sus manos si involucraba a gente famosa, y que de todos modos la publicidad era buena para su carrera. “Nosotros publicamos los primeros desnudos de Madonna –señaló–. Le puedo asegurar que en ese momento ella no quería ver esos desnudos publicados. Habían sido realizados antes de que se convirtiera en una estrella. Pero de todos modos no había nada que pudiera hacer.”
Cuando se le señaló que ni Harding ni su ex marido querían que sus fotos se hicieran públicas, Guccione pareció tener un problema en comprender por qué debería preocuparse por los sentimientos de una pareja cuyos nombres estaban embarrados por el escándalo. “Sorprendente, ¿verdad? Sorprendente. Es la maravilla del mundo en que vivimos –dijo–. Si la privacidad de Tonya Harding hubiera sido genuinamente invadida, y si ella hubiera querido hacer algo al respecto, podría haberlo hecho, tenía el derecho a un recurso legal. Ella hizo lo que quiso. Y el hecho es que, si tiene carácter de noticia, podés publicarlo.”
Mirado bajo cierta luz, Guccione es el editor que tomó el famoso consejo del Duque de Wellington –“publíquelo y será maldito”– y lo usó de una manera que nadie antes lo había hecho. Cuando lanzó Penthouse en Gran Bretaña, en 1965, las sensibilidades del público británico estaban protegidas por una densa cortina de leyes de censura. Libros, películas y programas de televisión que contuvieran sexo o violencia estaban en riesgo de infringir la ley. Por ejemplo, quien quisiera montar una obra de teatro tenía que pedir permiso a Lord Chamberlain, bajo una ley que se remontaba a los tiempos de Shakespeare. La desnudez en escena estaba permitida, siempre y cuando la persona se quedara completamente quieta.
Pero los tiempos estaban empezando a cambiar. En el amanecer de una era más permisiva, la revista más audaz que podía conseguirse en el mercado masivo era Playboy, fundada en Estados Unidos en los ’50 por Hugh Hefner, en la que las fotografías eróticas aparecían entre notas “serias” que expresaban una filosofía generalmente liberal. Con eso habilitaban al lector masculino a autoengañarse con que estaban comprando una lectura seria que reflejaba su visión del mundo, más que una ayuda para la masturbación. Guccione tomó ventaja de unas leyes de censura que iban aflojando para ofrecer algo más cercano a la pornografía hardcore, incluyendo desnudos frontales totales que nunca antes se habían visto, salvo en oscuros locales de calles laterales del SoHo. Pero su golpe maestro fue darle a la revista un aspecto elegante, de gran mercado, que fuera aceptada en locales de las calles principales. Cuando Penthouse se expandió en el mercado estadounidense, Hefner se vio enfrentado a su primer rival serio. Guccione, por supuesto, aseguró que fue la superior calidad artística de las fotografías de Penthouse lo que le permitió superar a su rival. “Seguimos la filosofía del voyeurismo –dijo en 2004–. Ves a la mujer fotografiada como si ella no supiera que la están observando. Esa era la parte sexy, la parte que nadie de nuestra competencia entendió.”
Las actitudes contrastantes de los dos propietarias quedaron expuestas en la experiencia de Vanessa Williams, la primera afroamericana que fue coronada Miss América. En cuanto ganó, en 1984, fotos picantes de ella empezaron a circular contra su voluntad. Le fueron ofrecidas a Hefner, pero éste las rechazó “porque podrían ser fuente de una considerable vergüenza para ella, y nosotros teníamos muy en mente que era la primera Miss América negra”. Pocos días después, Guccione dijo que las fotos aparecerían en la edición de septiembre de 1984 de Penthouse. La tormenta de publicidad que sobrevino llevó a que Williams renunciara a su título: esa edición de la revista vendió seis millones de ejemplares, con un beneficio record de 14 millones de dólares.
La justificación de Guccione fue una variación de su argumento usual de que no existe la mala publicidad. “Nadie puede decir hoy quién es la actual Miss América, o nueve de cada diez personas no lo saben –dijo algunos años después–. Cuando Williams fue Miss América, y cuando salió en Penthouse –y eran fotos lésbicas, no fotos con las que estaría conforme– se hizo un nombre.” A pesar de haber hecho millones como editor de Penthouse, Guccione descubrió que se podía perder dinero por juzgar mal el gusto del público. Intentó convertirse en cineasta a fines de los ’70, aparentemente pensando que podía tener éxito si tomaba un tema superficialmente serio, contrataba buenos actores y entregaba la película más violenta y obscena que podía encontrarse en los cines mainstream. El resultado fue un fracaso llamado Calígula, con Malcolm McDowell y un elenco que incluía a John Gielgud y Helen Mirren. La Junta de Censores de Sudáfrica, donde fue prohibida, señaló: “El film es conducido por largas y explícitas escenas de violación, masturbación, sexo oral y eyaculación (mostrando penetraciones), cunnilingus, fellatios, voyeurismo, necrofilia, homosexualidad, desnudez total, primeros planos de genitales masculinos y femeninos, una mujer orinando mientras otra la acaricia, además de asesinatos y torturas”.
A pesar de esforzarse tanto por hacer su película lo más llamativa posible, Guccione perdió una fortuna. Su notoriedad además se le volvió en contra, con varios conflictos con el gobierno estadounidense y litigios civiles privados. Irónicamente, el relajamiento de la censura que él provocó contribuyó a su caída, cuando otras revistas encontraron su camino en el mercado que él había creado. La circulación de Penthouse cayó debajo del millón a fines de los ’90. Para 2003 estaba en 463 mil ejemplares, momento en el que la compañía de Guccione, General Media Inc., presentó la quiebra, fue adquirida por un inversor de Florida y hoy es propiedad de FrienFinder, una empresa dedicada a contenido sexual en la web. Durante los primeros seis meses de 2010, la circulación fue de apenas 178 mil ejemplares. Después de todo, ¿para qué gastar dinero en una revista llena de fotos pornográficas, cuando se las puede conseguir gratis en Internet?
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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