OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Aunque el sol te abrigue
no quiere decir que no tengas más frío
y si la luna se cubre
no quiere decir
que no tengas su luz.
(“No quiere decir”, L. A. S.)
En el invierno de 1981, Spinetta Jade estaba presentando el flamante Los niños que escriben en el cielo. No era tarea fácil: en esa Argentina que hoy suena antediluviana, gobernada por un general bigotudo y ojeroso, los artistas del rock argentino presentaban oficialmente sus discos con recitales en algún teatro –el Coliseo, el Opera– o una gran cita en Obras, y fuera de ese circuito “oficial” había que arreglarse con lo que había, que no era tanto. No había una “escena” consolidada. No se editaban discos y más discos por mes. No había una radio que emitiera “puro rock nacional”, y el celular no era un aparato de comunicación sino uno de represión, que esperaba a la salida de los conciertos para cargar melenudos. Uno de esos sábados, Spinetta Jade tocó en Pinar de Rocha, en Ramos Mejía: era una elección rara –los ámbitos del rock y de la discoteca estaban en veredas opuestas– pero demostrativa de ese estado de las cosas en el que un lugar para tocar no se despreciaba así nomás. Y la policía no mostraba el mismo celo con los boliches.
Esa noche, la horda rockera copó el lugar, lo transformó: cuando se supo que el grupo tocaría bien pasada la medianoche –luego del baile–, se sentó en la pista y en las pasarelas laterales (algunos, incluso, aprovecharon para echar una siestita), negándoles a los habitués del lugar toda posibilidad de bailar. Jade salió, tocó –la memoria es caprichosa, pero probablemente haya arrancado con “El hombre dirigente”, quizá “Contra todos los males de este mundo (el antídoto)” haya sido el primer bis, seguramente “La herida de París” detuvo el tiempo a fuerza de belleza–, se fue en medio de una ovación y el cantito de “Y dale, Flaco, dale dale Flaco”. A nadie se le ocurrió recriminarle a Spinetta que tocara en terreno enemigo: allí donde estaba Luis no había enemigo, sólo un universo artístico incorruptible, que no se contaminaba con nada.
A fines de los ’90, Spinetta fue acribillado a flashazos por un fotógrafo que había hecho una paciente guardia para “pescarlo” con Carolina Peleritti. El Flaco llevaba colgado un cartel que decía algo así como “No consuma basura, lea libros”. Salió con ese mensaje en la tapa de Gente, o alguna otra revista por el estilo. A nadie se le ocurrió recriminarle a Spinetta que esa relación amorosa y esa tapa de revista significara haberse “vendido” a algo, corromperse en algo, frivolizarse.
Esta semana, el programa televisivo Elepé consiguió que los cuatro Almendra recordaran y analizaran el disco que, de manera unánime, se considera el más influyente de la historia del rock argentino. Al mismo tiempo, Luis Alberto Spinetta volvió a las disquerías con Un mañana. En un extremo y otro de la historia, y en las estaciones intermedias que se quieran elegir, se encuentra siempre lo mismo: un tipo que no reconoce otra brújula que su fuego creativo, un músico y poeta que jamás estará influido, distorsionado, contaminado por el contexto. Un disco de Spinetta es siempre un lujo, y no sólo porque en la escena argentina abunden las obras mediocres: es un lujo por la rara belleza que exudan canciones como “Hiedra al sol” –Luis a solas con su acústica–, “Despierta en la brisa” y “Hombre de luz”, emotivo rescate de una letra de Spinetta padre; por la potencia que emana de “Tu vuelo al fin” o “Preso ventanilla”, por ese perfecto viaje entre la apertura de “La mendiga” y el cierre de “Para soñar”. Es un lujo por sus músicos, por la delicada artesanía de arreglos que construye cada clima, por su densidad y calidez de grabación analógica en tiempos de excesiva adoración por lo digital. Curioso rulo de la historia: entre 1984 y 1986, Spinetta cruzó varias fronteras con la grabación de Madre en años luz y Privé, metal, unos y ceros. Después pegó la vuelta, y La Diosa Salvaje, el estudio donde les da forma a sus obras, es un santuario de madera y cinta.
Hay un lugar común bastante bobo que se emperra en repetir que Luis ya grabó sus piezas fundamentales, y que toda su obra de los últimos años es “aburrida”. Es cierto que algunas de sus canciones exigen mucho del oyente, pero hay también una pereza para zambullirse en el universo Spinetta que demuestra hasta qué punto la cosificación de la música, el adocenamiento impuesto por la industria, la falta de estímulo, hacen su trabajo. Spinetta también era aburrido para los que puteaban en Pinar de Rocha porque les habían copado la pista. Spinetta es aburrido para los que prefieren un MP3 player bien cargadito de estribillos fáciles y melodías de ocasión.
Aunque él nunca haya comulgado con afirmaciones de esta clase, más propias del excesivo fanatismo de algunos fans, hay que decirlo otra vez: el Flaco es un artista necesario, valioso, de ésos cuyos discos la gente prefiere no piratear. Desde aquel tipo con la sopapa en la cabeza han pasado nada menos que 39 años. Luis Alberto Spinetta los atravesó, los vivió, los tradujo en canciones y sigue entero, conserva esa voz de terciopelo y el instinto de no conformarse nunca, consigue que quienes estuvimos en aquel Pinar de Rocha, en tantas otras citas, sigamos esperando el próximo show, abriendo el nuevo disco con entusiasmo expectante. Contra todos los males de este mundo. Desatormentándonos.
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