OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Hay una escena en WALL-E que parece condensar la idea del film. En el espacio exterior, WALL-E y Eva se dejan llevar por la no gravedad y ejecutan una danza de pura belleza; la inmaculada robot de formas redondeadas se impulsa con sus propios motores, el polvoriento compactador de una Tierra convertida en gran basural utiliza un viejo matafuegos. Mientras tanto, en el puente de la nave Axiom, el Capitán, embelesado por todo aquello que desconoce tras 700 años de vida ultrasedentaria, esa puerta al pasado que una simple plantita acaba de abrir, interroga una y otra vez a la computadora: “Define ‘fiesta’, define ‘baile’...”. Los robots son pura plasticidad, los humanos un mamotreto anquilosado que no sabe mover las patas.
Algo hace pensar que WALL-E no será la película más taquillera de Pixar. Es que el film de Andrew Stanton plantea algunos temas ciertamente incómodos, una visión del género humano nada elogiosa (a pesar de las esperanzas del final), un tono poco Disney que probablemente la deje a la zaga de productos más brillantes, más entradores. No es que no funcione con los chicos: basta observar a la platea infantil para darse cuenta de que Pixar sigue siendo una apuesta segura. A tal punto, que recién promediando la película uno recuerda pensar “¡Pero qué hijos de puta, qué bien hecha está!”. Ir a ver una película del estudio creado por John Lasseter ya supone una base de excelencia que se da por sentada. La construcción del mundo de WALL-E, los impactantes primeros quince minutos con esa ciudad hecha de rascacielos de basura en la que el encantador robot lleva a cabo su faena, es simplemente lo que uno ya sabe que estará allí. Si es Pixar, es bueno.
Y Stanton es un Pixar de la vieja guardia: fue el noveno empleado de la compañía, su segundo animador contratado. Junto a Lasseter codirigió Bichos –opus dos del estudio tras la maravillosa Toy Story–, una fábula de insectos de circo fracasados que tomaba a Los siete samurais como referencia y en la que Stanton ponía la voz del saltamontes mafioso Hopper. Fue el director de la deliciosa Buscando a Nemo, que arrancaba mal, con una muerte muy Disney, pero terminaba conformando una historia excepcional, en la que le daba voz a Crush, la tortuga marina hippie. No es casual que Crush aparezca al final de los créditos de WALL-E: si en Nemo la tortuga operaba como conciencia del mundo, como un recordatorio de que la relación entre el hombre y su entorno debería plantearse en otros términos, aquí es la película toda la que nos pone frente a un espejo. En WALL-E, el hombre vive apoltronado en un sillón flotante, extendiendo la mano para que un robot le dé la comida y enfrascado en la pantalla que tiene ante los ojos, manteniendo una relación virtual con alguien que quizás esté flotando a su lado. Ni siquiera sabe que en Axiom hay una pileta en la cual mojarse los pies. Los niños ya nacen gordos, y las delicias de la vida moderna hacen el resto.
¿Es WALL-E, entonces, un mal trago de hora y media para los adultos? Nada de eso. Pixar nunca alecciona, y todo viene envasado en un film de gran poesía visual, enorme belleza. La historia de amor robótica es emocionante, hay gags desternillantes (sobre todo cuando entran en escena los robots confinados por mal funcionamiento) y WALL-E logra sumar a R2-D2, la máquina de Cortocircuito y E. T. sin empalagar o parecer una mera copia. Y al cabo son ciertas máquinas las que no se animan a la tarea de recolonizar la Tierra, porque finalmente el ser humano... bueno, hay que dejar alguna incógnita flotando. Lo que queda claro es que la nueva de Pixar vuelve a apostar por el riesgo, desdeña todo lugar común. No hay canciones, no hay muletillas rápidas, al final todo está aún por hacerse, el mejor mensaje posible para los locos bajitos. Con eso le basta para ubicarse por encima de la enorme mayoría de lo que bombardeará a los niños en las inminentes vacaciones de invierno, tan pródigas en basura con moños de colores.
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Hablando de robots y de humanos en situaciones límite: la semana pasada se conoció la noticia de la milagrosa aparición de una copia original de Metrópolis en Buenos Aires. Al parecer, la película estaba en el Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken desde 1992: cuando un periodista de este diario intentó obtener información más concreta de Paula Félix-Didier, directora del Museo desde enero de este año, la funcionaria no atendió el teléfono. Por eso, la noticia publicada por PáginaI12 el 3 de julio daba cuenta de las declaraciones efectuadas a la agencia alemana DPA por el experto Martin Koeber, quien en 2001 realizó una restauración de una copia del film de Fritz Lang que se creía definitiva. Koeber confirmaba el hallazgo y daba alguna pista sobre el silencio de Félix-Didier: “Cómo fue a parar a Buenos Aires es algo que no puedo decirle. Es una exclusiva de Die Zeit, una historia misteriosa por la que habrán pagado lo suyo. Lo sabrán usted y todos los lectores en su versión completa en el kiosco”.
Una vez que Die Zeit llegó a los kioscos, Paula Félix-Didier contó con pelos y señales la historia de la recuperación de Metrópolis, en una entrevista publicada por Clarín el 4 de julio. Suponiendo que el secreto de sumario al fin había sido levantado, un redactor de este diario intentó realizar una entrevista con la directora del Museo del Cine, sólo para recibir una destemplada respuesta: “Yo ya conté todo, lea la prensa, entérese de lo que conté y si tiene alguna pregunta puntual llámeme”. Como no es muy elegante encabezar una nota con el prólogo “según contó Félix-Didier ayer en el diario Clarín, pero no quiso repetir a PáginaI12...”, la entrevista quedó en suspenso.
Ese desinterés por contestar a un medio que no había arreglado ninguna exclusiva impidió que el redactor pudiera preguntar por el film de Fritz Lang... y también por la ambigua situación del Museo del Cine, expulsado de la sede de Defensa 1220 con la excusa de una remodelación y confinado por la gestión Macri a Feijoó 555, un galpón de Barracas donde se arrumban valiosísimas cintas, vestuarios, fotografías, libros y revistas. En su edición de junio, la revista La Mano publicó la historieta ¡Creciendo en público!, donde Ezequiel García da cuenta de la precaria situación de tesoros que quizá no sean Metrópolis, pero exigen cierto cuidado y preocupación. Hace poco, Mauricio Macri informó a los empleados del Museo del Cine que ya no volverán a la sede de Defensa, y el futuro es todo un misterio. Quizá la próxima edición de Die Zeit arroje algo de luz sobre el asunto.
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