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Domingo, 3 de agosto de 2008

DESDE EL CORAZON DE LA PRIMERA PEÑA JUDIA DE LATINOAMERICA

Una oda al varenike y el kreplaj

El multifacético Jorge Schussheim imaginó la Peña Shmeña, un espacio donde se baila árabe sobre música klezmer, se come kneidalaj y se escucha un stand up sobre circuncisión y shikses. “Es muy difícil competir con los recuerdos”, asume su creador.

 Por Julián Gorodischer

Clavarle el diente al kneidalaj es como morder la madalena proustiana. La bola, óptima, es tan densa que desafía a la física y no navega en el caldo; produce un estremecimiento que llega un segundo después del mordisco: la textura perfecta de la harina de matzá en contacto con las grasitas –describe Jorge Schussheim, artífice de todo en este sitio– confirma el talento del anfitrión de Peña Shmeña (en las instalaciones del restaurante Mama Europa) en la cocina. En realidad no es que él brille solamente en la cocina; es hombre de lo múltiple y lo multiforme, como se comprueba esta noche en la que conviven el humor de stand up judío, la canción testimonial del antaño apodado George Brassens criollo, el remate cómico que lo hizo famoso desde “El culo me pesa” y, por qué no, la gastronomía, que se despliega feliz en el acto de “soplarle al cocinero lo que tiene que ponerle al varenike”. No lo mueve la teoría sino la gula; es puro instinto lo de Jorge Schussheim. Luego el varenike se siente liviano, etéreo casi.

“Es un plato robado a las cocinas eslavas –dice Schussheim– no más que papa, cebolla y grasa de pato. El famoso guefilte fish se hace con tres o cuatro clases de pescado sólo porque los judíos podían comprar apenas restos, y mezclaban lo único que podían pagar. Tripa rellena, cogote de gallina: nosotros comemos lo que los ricos despreciaban. Hay que tener creatividad para transformar esos desechos en cosas ricas.”

Aire a familia

Lo que convirtió la peña en boom no es nada en particular sino un clima “a familia” que enlaza al visitante con extraños grupos, como el que toca al cronista y a su colega goy, este último obnubilado con los raros peinados que –por estos días– parodia Carmen Barbieri con imposibles brushings desde las huestes de Bailando por un sueño. Una señora presente se encarga de derrumbar el mito: “Que se deje de joder esa señora Barbieri con que tiene peinado de madrina de Bar Mitzvá..., nada que ver”, tentada antes de resultar una ofendida verosímil, derrumbando la farsa antes de rematar. La señora se tienta, pero después es precisa en la descripción de lo que a “un buen peinado judío” no le debería faltar. “¿Ves?”, y lo que se marca es el calibrado entretejido de hebras más finas y más gruesas, un jopo y un globo posterior mucho más texturado, nada homogéneo, más esponjoso y menos endurecido por un spray cualunque que lo que se ve en tevé.

Lo que hace que la Shmeña sea un destino de peregrinación con reservas agotadas para los próximos quince días es esa suerte de resistencia que se instala entre las mesas a la judeidad genuina representada por las nuevas autoridades de la Amia, esa convicción que tiene esta noche el grupo de matrimonios de cincuentilargos años de casados de que Schussheim viene representando al judaísmo laico y progre previo al fenómeno Jewcy hecho de judíos jugosos neoyorquinos, y antes que la organización YOK local reivindicara el judaísmo de los márgenes, antes, mucho antes, en las filas del primer Les Luthiers, o desde los monólogos escritos para Tato, o más atrás también, en el Di Tella junto a su compañera Lía Jelin. Hacia Shmeña van grupos que parodian actitudes de la dirigencia vigente con un “¿Yo genuino? No, gracias” y luego ovacionan a Schussheim, los monologuistas, la actuación de la bailarina Eliana Staiff, que sintetiza un modo de ver el judaísmo en la Argentina: ella baila danza árabe sobre canciones judías, “una muestra de integración –define Schussheim–, un pequeño gesto a lo Barenboim pero en una esquina del barrio de Belgrano”.

Oído al pasar

Yendo al baño, y deteniéndose por azar frente a una mesa de matrimonios que celebran tardíamente el Día del Amigo y ofrendan a la coordinadora de su grupo, entre todos, un ejemplar del último best-seller de Marcos Aguinis, se escucha:

Rubia 1: –¿What do you want, spanish or english, darling?

Rubia 2: –El cómico que habló de shikses estuvo genial. Que me dé una; ¡es verdad lo que dice!

Rubia 1:–Yo el sábado a la noche me pregunto: ¿dejo o no dejo los platos? ¿La shikse me dijo que tenía que salir mañana?

Rubia 2: –El domingo sale la shikse.

Rubia 1: –Juanita, te cuento la última: me iban a traer la shikse del piso de arriba.

Rubia 2: –Pero la tuya es divina..., si es una secretaria ejecutiva.

Rubia 1: –Pero ya no la tengo más, se me fue porque tenía que cuidar a la hermana. La nueva mide como 1,90.

Rubia 2: –¿Es una shikse o un travesti?

Rubia 1: –Necesito cubiertos, mamele (a la mesera).

Aquí también hay ortodoxos y renovadores, pero los primeros no son los cuervos del sombrero en copa y tefilin sino incorrectos de las mesas del fondo que sostienen con orgullo, en reafirmación identitaria, algunos clichés que los segundos se encargan de ir borrando de las nuevas expresiones judaicas. “Shikse, dame shikse, dame una shikse ¡poor favor!”, claman las rubias cuando actúa el monologuista Roberto Moldavsky, que centra parte de su actuación en el retrato de una mucama. El sarcasmo que se dedica a la descripción del servicio doméstico, habitual para cualquiera que haya pasado unas cuantas tardes entre las mesas de Burako, escandaliza al colega goy. “Es el origen del antisemitismo”, se atreve a murmurar. Y recibe una mirada reprobatoria del cronista.

El patriarca

Jorge Schussheim sigue describiendo los manjares, llevando la escena al terreno de la fiesta pagana, así de abundante, derroche de sabores que él mismo planificó, que nacieron de las sensaciones en su boca: el chicharrón de pato que recubre la masa fina de los varenikes, el contraste justo que vuelve crocante lo que hasta llegar a ese tropiezo era pura espuma de papa, crema, queso, más crema ácida, azúcar negro con canela que funcionan como aderezos ideales para hacer irresistibles a los blintzes del postre. “Vaaamos –dice, ya devenido en patriarca absoluto de todos los presentes–-. Ponele más crema, más azúcar, ¿o qué clase de judío sos?”

Entonces, todos los presentes en Shmeña, en cada una de las mesas, se avienen a recargar la medida de azúcar y de crema hasta convertir esos platos en sopas dulces que embriagan más que el vino obligatorio que se sirve aun al que se niega. “Es lo que corresponde”, objeta la mesera rusa (rusa de Rusia) antes de llenar la copa vacía. Y Jorge profundiza el elogio de lo askenazi: “Los de Grecia, los de Turquía, los de Siria eran ricos y podían comer cordero, especias, frutas. Si eras rico le ponías carne al varenike; los pobres comían trigo, cebolla, ajo. El máximo elogio fue ‘esto es igual a lo que hacía mi bobe’. Uno me dijo que era mejor y no le creí”.

“Me aburro; entonces, escribo; no publico; algún día lo voy a publicar –amenaza Jorge Schussheim, autor del libro Todo al costo–. Yo creo que las cosas se escriben solas y uno las va ayudando. Empecé a escribir recuerdos, ordenados por años. No va a ser un libro de memorias, pero sí un relato anual de hechos en mi vida. No sé si a alguien le interesará. Una frase me da vueltas y quizás a los seis meses viene una segunda frase y se hace una canción. Más que un inventor uno es un descubridor.”

Muerto el zeide

¿La peña, entonces, como sustituto para treintañeros sin zeides, que se fueron muriendo? Y entonces se le pregunta a Jorge Schussheim por lo que parece su eficaz estrategia de experto en marketing desde antes que existiera el marketing, cuando parió marcas célebres que aún siguen siéndolo, como el licor Tía María o la cadena Big Mamma, pero él dice que no, que es pura espontaneidad, que la Shmeña no llegó para paliar una carencia (“Me sobran reuniones familiares”, dice) sino como todo en él, para plasmar esa corriente de deseo que lo atraviesa, tironeándolo para varios lados a la vez, haciéndolo devenir en un ser poliforme.

–Cantar, escribir, cocinar, publicitar, ¿qué no hizo?

–Hice poco de muchas cosas. Y hoy no sé hacer nada. No tengo un oficio para ganarme la vida. Pero armé un grupo con un banquero, un economista, un teórico de la comunicación y un abogado; un think thank para resolver problemas que los especialistas no pueden resolver. Están muy abandonadas las intendencias; hay muchas y nadie les da pelota. No saben qué carajo hacer. Y me gustaría hacer radio, aunque nadie me dé bola. Yo soy bueno para hacer marcas: Tía María, Big Mamma. Es una de las pocas cosas de las cuales sé mucho.

–De cuando la publicidad todavía era un trabajo de autor.

–Para esas cosas hay lugar, para volver al sentido común. Todo el mundo quiere ser original, y en un mundo donde todos son originales nadie es original. Cuando hoy sos obvio te volvés realmente original. Hay un buen lugar para salir... por abajo.

Es una máquina de desear, Jorge Schussheim. Llegando a los 70, todo en él es voluptuoso, abundante como la crema ácida sobre el blintze, o la docena de diarios que se devora en Internet todas las mañanas, que lo distraen al punto de hacerle añorar la vieja máquina de escribir (“...pero no consigo cinta”, dice). Hoy la creatividad está puesta en la seguidilla de manjares intercalada con números vivos como en un bar mitzvá caro, más propio de un club de remo que de un club de barrio, a pesar de que el monologuista Carlos Balmaceda se reivindique como un pura sangre Villa Crespo. En escena le canta a su déficit: “Yo sé lo que es ser una minoría. Vivo en Villa Crespo. Los goim tenemos derecho a caminar por la calle Malabia comiendo un sandwich de paleta. Y tenemos derecho a tener una shikse que se llame Sarita...”.

Luego de los cafés, el anfitrión va encendiendo las luces para apurar la retirada; nunca será demagógico ni galante. De esas máscaras y disimulos no entiende un buen judío como Schussheim. Ni de formalismos, ni de palabras obligadas a decirse, como cuando tras proponérsele una invitación a otra cena, en otro lugar, para devolver la gentileza, contesta sin perder jamás la compostura de showman clásico así en el escenario como en la vida: “Como dicen los mexicanos: contigo hasta puñaladas... si es gratis”.

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La “danza árabe sobre música klezmer” se programa como un gesto de integración inspirado en Barenboim.
Imagen: Jorge Larrosa
 
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